1.
El primer Jiménez Lozano que conocí fue “el intelectual”, a mediados de los
años sesenta. Ya sé que esta referencia no le hubiera gustado mucho, que por
algo él distinguía entre “intelectuales” e “inteligentes”. Sin embargo, he
encontrado entre mis papeles una copia del texto “El oficio y la tierra”, de
1989, que escribió con motivo del premio “Castilla León” que se le había concedido.
De la mano de Julien Benda, el autor de La trahison des clercs, no ahorra
crítica a esta familia, los intelectuales, “por haber traicionado su específico
deber de preservar los valores del conocimiento y de la expresión artística en
el ámbito de lo no útil ni instrumentalizable”. Ahí se despacha a gusto. Ahora
bien, si denuncia una traición es porque hay nobles tareas que son memorables
aunque hayan sido traicionadas. Lozano habla de un espacio - el de la cultura-
que debería entregarse “a la búsqueda del sentido del mundo, la simbolización
de lo real, el intento de penetración y conocimiento de los seres y las cosas y
su relación existencial con el yo del hombre”. Eso sería un ejercicio noble del
intelectual, que debería hacerlo de una manera callada, al margen de las doxas
y modas, como hacía el pulidor de lentes de Amsterdam, al que Jiménez Lozano
tenía tanta fe.
Por cierto, este encuentro con
Baruch Spinoza, que Jiménez Lozano tanto privilegia, merece una reflexión. Nada
a primera vista más alejado del mundo espiritual de Lozano que este “frío
sefardita”, como decía de él sin complacencias otro judío, esta vez askenazi,
Hermann Cohen. El racionalismo filosófico de Spinoza, que le empuja a escribir
una Ethica more mathematico, casa mal con una escritura tan compasiva como la de
Jiménez Lozano. ¿De dónde le venía la simpatía? Quizá de su discreta vida, pero
hay algo más. Este filósofo, con aires tan racionalistas, es al tiempo un
“marrano de la razón”. En su marranismo está inscrita una sensibilidad, forjada
en muchos sufrimientos vitales, que le hacían ver el mundo con una luz que
iluminaba el mundo de Jiménez Lozano. En su galería de “auctoritates” estaban
no sólo los que desprendían gran luz sino los que eran vistos con su singular
mirada.
Volviendo al tema de los
intelectuales hay que decir que Jiménez Lozano salva un tipo de intelectual, que ahora podemos
rescatar, porque se le parece. Se parece al menos a aquel Pepe de los sesenta
que se había hecho un nombre gracias a sus crónicas del Concilio Vaticano II.
En aquellas “Cartas de un cristiano impaciente”, lo que brillaba no era tanto el
sabueso periodista que aporta información secreta sobre los debates teológicos,
cuanto la significación histórica, para España, de lo que en Roma se iba
decidiendo.
2.
La lectura que hacía Jiménez Lozano de aquel acontecimiento es lo que llamó la
atención de Américo Castro, como queda bien patente en la correspondencia entre
Lozano y Américo Castro que Trotta acaba de publicar. El aggiornamento de la Iglesia Católica, es decir, la incorporación al
catolicismo de la cultura política moderna que hablaba de tolerancia, que
distinguía entre religión y política, que reconocía la autonomía del mundo etc.,
colocaba a la España secular que se había construido de espaldas a ese proceso
histórico, bajo una luz singular. Lo interesante de las crónicas y de los
textos de Jimémez Lozano eran sus luces largas. Mientras la mayoría de los
comentarios críticos miraban de reojo
los golpes bajos que suponía cada texto conciliar al nacionalcatolicismo
español y, por tanto, al régimen franquista, el lector de Américo Castro que
era Jiménez Lozano, reenviaba al lector a un pasado remoto donde se fraguó una
identidad española secular de la que el nacionalcatolicismo sólo era una etapa
más. Para los protagonistas del carteo, la España franquista debía mucho más a
la Hispania musulmana que al nacionalcatolicismo. Y, de paso, la heterodoxia
española –que los conversos expresaban en obras picarescas o místicas, en
teologías o literaturas- era un rico caladero no sólo y no tanto de posiciones
religiosas cuanto políticas. Lo que caracterizaba a este intelectual de
Alcazarén era la atención de este vaivén teológico-político, tan bien recogido
en los textos que componen su libro Meditación
española sobre la libertad religiosa, (Destino,
1966). Ese es el intelectual al que me refería.
3.
Yo por aquellos años ya había pasado por Paris donde había cursado la licenciatura
en filosofía y me encontraba en Alemania haciendo una tesis doctoral sobre
teología política. No tenía mucha sintonía con autores o corrientes españolas.
El frente intelectual estaba dividido entre lo que el propio Jiménez Lozano
llamaba tomismo-leninismo y un variopinto mundo crítico que se inspiraba en
autores extranjeros, sobre todo Sartre o Franz Fanon, sin olvidar una extraña
recepción de Heidegger, vía falangista, por aquello de la comunidad ideológica,
o vía tomista, por aquello de la deuda escolástica del autor alemán.
Lo de Jiménez Lozano era muy
diferente. Iba por libre pero a mi me parecía muy contemporáneo de los debates
alemanes que me interesaban. La “teología política”, es decir, el tema de la
relación entre teología y política es un vasto continente donde uno se puede
topar con Carl Schmitt, obsesionado en sacralizar la política, o, en el polo
opuesto, con Walter Benjamin, Jacob Taubes o J.B. Metz, empeñados en extraer de
la religión su capital político para fecundar la filosofía política. A ese
continente pertenecía, quizá sin saberlo, José Jiménez Lozano (que se
entusiasmó con Benjamin, cuando lo descubrió).
Entonces yo no conocía a Jiménez
Lozano. Me habló de él un estudiante de magisterio mientras esperábamos en
Valladolid “la Rubia de Paco”, un
simpática tartana que diariamente llevaba y traía viajeros del pueblo a la
ciudad. Me habló de un periodista de Alcazarén que hacía crónicas notables del
Concilio desde Roma. Me picó la curiosidad. Difícil para uno de Pedrajas
hacerse a la idea de que alguien así pudiera salir de Alcazarén. Quedamos en
vernos en la librería Santarén, situada en las arcadas enfrente del
ayuntamiento de Valladolid, donde Jiménez Lozano echaba unas horas al salir del
periódico no sé si como asesor o en plan
socrático. Cuenta Platón en el diálogo La
Apología de Sócrates que el maestro se defendía de la acusación de
pervertir a los jóvenes diciendo que él no enseñaba nada ni podía hacerlo al no
tener puesto docente alguno. Lo que hacía era hablar en voz alta y decir lo que
pensaba. Si luego alguien se paraba a escuchar, ya era cosa suya. Pues así.
Allí estaba Pepe hablando con la misma libertad que Sócrates en las calles de
Atenas. Cuando advirtió mis intereses sacó de la trastienda un ejemplar de “La
realidad histórica de España”, editado en Porrúa, Argentina, para que lo
leyera cuidadosamente.
Gracias a Jiménez Lozano pude
conocer la obra de Américo Castro, un autor que no ha dejado de interesarme.
Visto desde la cultura alemana, lo que hacía Castro era “teología política”.
Daba vividura histórica a las teorías de la “politische Theologie” que yo
estudiaba en Münster.
Creo que este momento de “teología
política” del primer Lozano y del último Castro tiene, como luego comentaré,
indudable vigencia. No creo que haya otra clave tan clarificadora a la hora de
examinar el nacionalismo sea español, catalán o vasco, que la impronta de la
Hispania musulmana sobre el devenir español. Que la creencia sea el elemento
determinante de la identidad política, que sólo sepamos definir lo que somos
excluyendo, es algo que viene de antiguo, pero sigue ahí.
4.
Luego descubrí al escritor. En los años 70 comienza su obra novelística (Historia de un otoño, El sambenito, La
salamandra). Me detengo en un verano de aquellos años setenta. Capto en su
sonrisa un halo de dolor cuando me entrega un manuscrito para que le lea. Se
titulaba “Duelo en la casa grande”.
Lo encuentro un poco enrevesado pero siempre tan interesante, sobre la guerra
civil. Me pregunta si conozco un editor porque los de Destino no están por la
labor dado que venden poco. Me sorprende el comentario pues pensaba que tenía
el mundo a sus pies. Su nombre pesaba mucho ya entonces en el mundo
vallisoletano, por eso no me podía imaginar el problema. Empiezo entonces a
descubrir a un escritor aislado y marginado. Había mucho de voluntad en ello
pero no todo. No creo que su buen amigo Aranguren le hizo un favor al
clasificarle como un autor “católico” y “castellano”. Decir eso en la España de
los setenta u ochenta no era precisamente una carta de presentación. Lo de “castellano”
sonaba a castizo; y lo de “católico” no despertaba la imagen de un Bernanos
sino la de beatería. Y no era ni una cosa ni la otra. Coincidió que en aquellos
años –finales de los setenta- yo pasé a trabajar como redactor en El País y me esforzaba es subrayar la
imagen de un autor europeo aunque sistemáticamente me tropezaba con la
ignorancia del encargado que preguntaba “pero ¿quién es ése?”. Para explicar
quién era rescaté en algún momento la imagen del acontemporáneo, una figura
creada por la sociología del conocimiento y que había popularizado Ernst Bloch.
El acontemporáneo en cuestión es una “inteligencia que se mueve libremente” y
que funciona como el forastero en las películas del Oeste. El forastero es el hombre
que viene de lejos y viene de fuera pero que se planta en medio del pueblo con
la autoridad de quien está en el secreto de lo que pasa y que tiene el poder de
intervenir. Esa inteligencia libre puede, gracias a su distancia, entender e
interpretar lo que pasa mejor que los metidos en medio de la realidad.
Esos años en El País fueron para mi maravillosos y mucho tuvo que ver en ello la publicación en el diario de una larga
reseña sobre Los cementerios civiles.
Este ensayo de Jiménez Lozano sobre la malvivencia de los españoles me
deslumbró por sus notas: cada una de ellas abre espacios nuevos que dejan al
lector con la intriga de perseguirles.
Debo decir que yo no encontré editor
para Duelo en la Casa Grande pero Jiménez
Lozano encontró aposento en una nueva editorial, Anthropos, que con buen tino abrió una colección de narrativa donde
Jiménez Lozano publicó, en mi inexperta opinión, quizá lo mejor de su
narrativa. El mudejarillo, Sara de Ur o relatos breves recogidos en
los diferentes libros son obras maestras.
De su escritura me llamaban la
atención algunos rasgos benjaminianos que quisiera evocar telegráficamente. En
primer lugar, la razón de su escritura. Sabía por qué escribía. Lo decía así de
claro: “cuando fabulo, me esfuerzo por no mentir”. Una extraña paradoja ya que
toda ficción es una mentira. ¿Qué quería decir? La frase sólo se entiende si
distinguimos entre facticidad y realidad. Lo que ésta añade a aquélla es el
reconocimiento de una realidad oculta, una Leidensgeschichte
(una historia de sufrimiento) que es el foco de su atención como escritor. No
mentir es abogar por esa parte olvidada de la historia: hacerla visible y
significante. Por eso y para eso escribe. En segundo lugar, el sacrificio del
yo. Walter Benjamin decía que había que servirse del yo como el soldado de la
bolsa de emergencia: en casos extremos y no antes de los 30 años. No estamos
ante un consejo moralizante a lo Baltasar Gracián. Se trata de entender el
sentido de la escritura. El escritor tiene que tener claro que para él es más importante
el oído que la visión. La visión se alimenta de la luz que proyecta el ojo, con
lo que en el fondo uno se está siempre viendo a sí mismo. El oído, por el
contrario, es el eco de muchas voces que vienen de los otros.
Es una forma de reconocer a la
memoria como el motor del relato. En el texto ya citado, “El oficio y la
tierra”, explica que el oficio de escribir se nutre, por un lado, de la
solidaridad hacia atrás, con los muertos y vencidos. El narrador se detiene en
ese lugar preciso en el que la historia empuja hacia adelante porque entiende
que el movimiento, el progreso, no puede mirar hacia atrás, ni parar mientras
en las ruinas y cadáveres que genera su marcha. El sufrimiento es el precio del
progreso. Contra esa lógica se levanta la memoria cuya función es plantear la
vigencia del pasado y, por tanto, la vigencia de la injusticia cometida. El
eslabón con los muertos, la vigencia del pasado, es lo que nos permite romper
el continuum de la historia y, por tanto, insuflar futuro, novedad. Sólo
entonces la escritura es arte, es decir, creación. Y tiene que serlo pues el
escritor, como decía Kafka del artista, “da la hora con adelanto”.
5.
Lo que podemos ahora preguntarnos es por la relación entre el intelectual y el
escritor, entre el crítico de la sociedad y el creador, entre el hombre público y el creador privado.
Creo que mientras el escritor se
sentía marginal, porque lo era, era fácil compaginar la creación con la
crítica. El escritor no debía nada a nadie si siquiera a una imagen pública que
tuviera que guardar. Podía ser un crítico radical de la sociedad y alimentar
esa radicalidad con su obra literaria. El hombre público podía ser un “tory” y
el escritor, “libertario”. Pero las cosas se podían complicar en la medida en
que el intelectual tuviera notoriedad. Rafael Conte se preguntaba si el
escritor iba a conservar su libertad en el caso de que el intelectual pasara a
ser un hombre conocido, premiado y, digamos, famoso. El crítico literario
preguntaba al amigo escritor si en ese caso iba a tener la misma libertad que
cuando “se disfrazaba” de escritor menor. “Vamos a ver ahora cómo sale al
paso”, decía Rafael Conte.
La respuesta no es fácil. Por un
lado, su escritura siguió prestando su voz a los aplastados, es decir, siguió
viva esa “débil fuerza mesiánica” que tiene el presente sobre el pasado, pero
yo tengo que anotar un cambio. Recuerdo uno de los momentos más extraños en mi
relación en Jiménez Lozano. Fue en el año 2003, cuando le llevé a su casa un
ejemplar del libro Religión y Tolerancia.
En torno a Nathan el Sabio de E. Lessing. En él colaboraba con un
interesante estudio sobre el preciso momento –que él situaba en los años
finales del siglo XV- en el que la España tolerante pasó a ser intolerante,
abonando su tesis de que el cambio no vino de abajo, del pueblo, sino impuesto
desde arriba. En ese momento de lo que se hablaba en España era de la memoria
histórica, así que salió el tema. Me sorprendió la vehemencia de su crítica con
la apostilla “ya está bien de poner cadáveres sobre la mesa”. Me sorprendió
mucho y le repliqué “pero, Pepe, ¿qué es tu escritura sino un ejercicio de
memoria? ¿cómo puedes estar en contra?”
Para mí el cambio era significativo.
Por supuesto que había entonces y lo hay ahora abusos de la memoria, por eso
hay que distinguir entre “políticas de la memoria” y “memoria de las víctimas”.
La primera supone una utilización política del pasado en provecho del presente.
La política es maestra en ese arte. Con razón decía Renan que no hay pueblo que
se precie que no se invente su pasado. Eso lo sabíamos todos. Pero lo que
estaba ocurriendo entonces en España, con la explosión de Asociaciones para la
Recuperación de la Memoria Histórica, era otra cosa. Tenía que ver con la
memoria de las víctimas, es decir, con ese tipo de memoria que él cultivaba en
los primeros escritos, a la que dedica un apartado en el texto de 1989, “El
oficio y la tierra”, sobre la que hablábamos en su casa en presencia de J.
Baptist Metz, el gran teórico alemán sobre la razón anamnética. ¿Podía el abuso
de la memoria o la estrategia política
de un partido político que no quería oír hablar de ella, ensombrecer la
potencia semántica de la memoria de las víctimas? Nos separamos con la amistad
de siempre pero con la pesadumbre de una cierta distancia en este punto. La
amistad también es eso. En algún momento dijo de sí mismo ser un “tory
anarquista”. En ese momento, “tory”, sí, pero anarquista, menos. Tenía todo
derecho a ser como quisiera.
6.
El último encuentro. Fue un año antes de su muerte. Le había mandado un texto
de Franz Rosenzweig sobre el nacionalismo que me interesaba leyera pues Rosenzweig
planteaba un tipo de explicación distinto del de Américo Castro. Ambos situaban
en el corazón del nacionalismo la teología política, pero refiriéndose a
teologías distintas. Para Américo Castro lo teológico de la política tiene que
ver con el Islam, mientras que para el judío Rosenzweig, es el cristianismo.
Esta tesis, que el filósofo judío apoyaba en el conocimiento que tenía de la
filosofía política de Hegel, no era extraña al universo de Jiménez Lozano.
Cuando calificaba de “agustinismo” la versión española de la Hispania
musulmana, apuntaba en la misma dirección. Le hablé del libro de Daniel Barreto, El desafío nacionalista, con la
esperanza de que pudiéramos hablar de ello en el futuro. Se interesó por la
apuesta y confesó que tenía pendiente conocer mejor a este autor.
7.
Para terminar quisiera detenerme en el pesimismo de Jiménez Lozano que
compartía con Américo Castro: este país no tiene arreglo. Como le dice en
carta, la identidad española está tan condicionada por su origen divinal que,
consecuentemente, “aquí no hay derecho natural o civil alguno” o “el concepto
de laicidad es impensable para una mente española, desde siglos”. Es decir,
aquí no cabe una organización racional de la convivencia (ni pensar en
tolerancia, secularidad, laicidad…). Mi pregunta es ¿no estarán exagerando un
poco? Sobran ejemplos de intolerancia en otros países: la Saint Barthélemy en
Francia, el antisemitismo en Alemania, el destino de los calvinistas y
cuáqueros en Gran Bretaña y Países Bajos. Y, por otro lado, no faltan testigos
y testimonios de tolerancia en España: el erasmismo, Luis Vives, el humanismo
cervantino, Azaña, la Constitución de 1931, 1978
¿Qué decir de estos brotes verdes?
Podemos decir que eran poco representativos o que eran productos importados.
Pero quizá habría que detenerse un momento en ellos dada la importancia del
asunto: de la respuesta que demos depende que estemos condenados a la repetición del modelo excluyente o
habilitados para la convivencia.
Por mi parte diría lo siguiente: en
primer lugar, que hay una saga histórica de convivencia que es como el dintorno
de la malvivencia española. ¿La prueba? Los textos que recoge Jiménez Lozano en
“Meditación española sobre la libertad
religiosa”. Añadiría lo que los latinoamericanos llaman “el republicanismo
hispano”, alimentado por los novoshispanos y por la Escuela de Salamanca. Ahí se
plantea una fundamentación racional y no divinal de la política.
En segundo lugar, y en conexión con
lo anterior, señalaría que la historia de los Derechos Humanos sería impensable
sin “el derecho natural cristiano” de la Escuela de Salamanca del que se nutrió
el derecho natural laico de los Grotius o Locke. El derecho natural que
planteaban los teólogos de Salamanca no tenía que ver ni con la Hispania
musulmana ni con la leyenda del Cid, esa que logró meter en la mente de los
españoles la peregrina idea de que los judíos y los musulmanes eran
“extranjeros”, es decir, no españoles, porque la leyenda nos hizo creer que ser
español es ser cristiano…
La
pregunta sería entonces, por qué ese pasado, que ellos tan bien conocían, ha
pesado tan poco en su pesimismo. Yo creo que por un equívoco que convendría
disipar. Habría que volver a leer su primera novela, Historia de un otoño, una apología del modelo “Port Royal” cuya característica
principal es la relación o complicidad entre libertad y fe. He aquí algunos
textos: “Port Royal era ante todo la afirmación de que la preeminencia de la
Cruz va aliada a un sentimiento extremo
de la libertad humana, que Cristo nos conquistó: no hay poder sobre la
tierra, suficiente para hacernos renegar de nuestra conciencia. Port Royal es
ante todo… la defensa de la libertad y de
la dignidad humana, que son el honor de Dios”. O este otro: “Pero ved ahí,
mademoiselle, por lo que Port Royal es un asunto de Estado. De vuestro abate
Saint Cyran decía el Cardenal Richelieu que era más peligroso que seis
ejércitos rebeldes. Porque nada hay más
temible, en verdad, que el espíritu de libertad, unido al espíritu de fe…”.
Estas monjas se sienten libres
gracias a su fe, una fe que coloca la creencia por encima del Rey y del Papa. Eso
las hace libres.
Si Jiménez Lozano da tanta
importancia a este modelo no es por pietismo sino por una razón
histórico-política: Port Royal es el contramodelo español. Aquí la creencia, al
contrario de lo que ocurre con las monjas jansenistas, comporta identidad
política y pérdida de subjetividad y, por tanto, de libertad.
Lo que es reseñable en el
planteamiento de Jiménez Lozano es que la libertad no está ligada a la
emancipación de la libertad respecto a la religión sino a su relación. En esto
es original porque la defensa de la libertad que hace, por ejemplo, el laicismo
conlleva una negación o neutralización de la religión. Lozano desconfía de esos
modelos porque acaban religiosizándose, aunque sea en sus formas seculares. El
anticlericalismo acaba siendo una nueva religión.
Lo que Jiménez Lozano echa de menos
en España es un cristianismo que desde dentro haya generado la secularización.
Al no haberlo, lo que ha ocurrido es que las distintas versiones seculares o
laicas eran antirreligiosas y, en el fondo, criptorreligiosas. ¿Por qué España
no ha impuesto un cristianismo así en su historia? Esa es la gran pregunta. No
se puede decir que no haya quien haya pensado un modelo semejante. Luis Vives o
el erasmismo lo encarnaban, pero no pudo ser en España. Diría incluso que ese
otro modelo emancipador está inspirado en el averroísmo que Hispania inventa
pero que exporta a las universidades de Nápoles y París. Nosotros nos quedamos
con la versión política y popular del Islam que hizo fortuna entre los
cristianos españoles.
Me pregunto si no radica aquí el
mejor legado de José Jiménez Lozano. Nuestra congénita dificultad de
convivencia, expresada en tópicos como “las dos Españas” o constatable en la
acidez de la crítica, siempre presta a reducir al rival en enemigo y al
disidente en traidor, tiene que ver con el origen teológico-político de
nuestros problemas. Habría entonces razones para la esperanza porque siempre
nos quedaría Port Royal y podríamos sacudirnos la leyenda del Cid.
Reyes Mate (Conferencia inaugural en el Encuentro de Soria dedicado a “José
Jiménez Lozano o la libertad de la escritura”, Soria, 19 de julio de 2021)