15/8/21

Memoria democrática, una ley necesaria que puede decepcionar

             Una nueva ley sobre memoria histórica en España era necesaria porque la anterior, la del 2007, había dejado un par de cabos sueltos de gran importancia. Había que anular, en efecto, las inmorales e ilegales condenas franquistas a los que fueron leales al entonces vigente Estado de Derecho, y, además, el Estado tenía que hacerse cargo, en nombre de la verdad, de la búsqueda de los desaparecidos.

             Creo, en todo caso, que el Proyecto de Ley de Memoria Democrática, aprobado en el consejo de ministros del pasado día 20 de julio, es francamente mejorable. Hoy tenemos una conciencia del alcance de la memoria histórica que no teníamos hace quince años, cuando la Ley Zapatero. Entonces se identificaba memoria con justicia, de ahí la importancia de la reparación, claramente detectable en el mismo título de aquella ley. Estaba clara la intención de reparar lo reparable en ”quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”. Se dieron pasos pero se dejaron esos cabos sueltos que ahora se atan para hacerles justicia.

             Estamos moviéndonos, en esta nueva ley, en el orden de la justicia, pero –y esta es la novedad- la memoria es más que justicia. Hoy sabemos que es, sobre todo, “nunca más”. No es lo mismo, en efecto, centrarse en reparar el pasado que propiciar un nuevo comienzo. La justicia a las víctimas es imprescindible, pero no basta para dejar el pasado atrás e inaugurar un nuevo tiempo.

             Convengamos que la memoria de las víctimas es muy extraña. Es el único caso en el que la memoria, en vez de propiciar la repetición, que es lo suyo, plantea, como un deber, la no repetición. Cuando entre amigos recordamos, revivimos el pasado, le damos vida, lo repetimos. La memoria de las víctimas, por el contrario, recuerda para que aquello no vuelva a repetirse: que no se repita su muerte ni el calvario que tuvieron que sufrir. Ese “nunca más” es muy exigente pues, si nos lo tomamos en serio, nos obliga a una interrupción de lo que llevó al desastre.

             El desastre que tuvo lugar nos interpela a todos. No se puede discutir de las ideologías en liza o de las intenciones de unos y otros como si nada hubiera ocurrido. La magnitud de la guerra y sus secuelas nos obliga a todos a revisar nuestras posiciones, a mover ficha, es decir, a distanciarnos de lo que éramos o queríamos ser.

             Para dejar atrás el pasado tenemos que reconocer, en primer lugar, que algo hicimos mal para que conflictos políticos tuvieran que dirimirse con una guerra. En los manuales chinos de estrategia militar se dice que el buen estratega no es el que gana una guerra sino el que sabe evitarla. Y en eso fallamos todos, como reconoció Manuel Azaña. Si de alguna manera somos responsables del pasado, entonces tenemos que dejar de ser como éramos. En esto de la memoria histórica hay casos verdaderamente desesperantes. Recuerdo a unos jóvenes anarquistas que, homenajeando a los abuelos asesinados por el franquismo, reivindicaban la violencia que sus antepasados ideológicos ejercieron contra la Segunda República, sin darse cuenta de la relación entre la quema “revolucionaria” de iglesias y los crímenes fascistas. Esas actitudes están más cerca de la repetición del pasado que de su interrupción.

             La historia ya se ha encargado de precisar el grado de culpa de cada cual. Hubo un golpe militar contra un Estado de Derecho y eso es inamovible. Pero una ley que dice inspirarse en la memoria tiene que construirse sobre la substancia moral de la memoria, es decir, tiene que exhalar voluntad de reconciliación puesto que el pasado que quiere dejar atrás es el del odio y la guerra. Y esa voluntad se traduce en dos palabras: autocrítica y atención al otro.

             Autocrítica significa no empeñarnos en ser tal y como éramos; o no querer repetir los modelos ideológicos que nos inspiran. Ni las derechas ni las izquierdas pueden ser como fueron. No se puede recurrir al capital moral de la memoria de las víctimas de la Segunda República para reivindicar la Tercera, sino para hacer la política de otra manera.

             La atención al otro es como la prueba del algodón, esto es, lo que nos indica si estamos hablando de memoria histórica o de justicia histórica, que no es exactamente lo mismo. No encuentro mejor forma de expresar la importancia de la atención al otro para romper con el pasado fratricida y auspiciar un nuevo tiempo que el gesto de Isaac Rabin y Yasset Arafat cuando el Acuerdo de Oslo de 1993. Se dan la mano comprometiéndose a tener presente los sufrimientos del otro, además de los propios. Un gesto que, pese a su trágico destino, mereció un Premio Nobel de la Paz. Estos dos dirigentes políticos, tan enfrentados, habían entendido que una propuesta política sólo vale para todos si vale para uno el sufrimiento del otro. Y una ley como ésta debe valer para todos.

             Un gesto como el de Oslo se echa de menos en esta ley, demasiado centrada, como su título dice, en la memoria de las víctimas de un lado. El capítulo IV, que habla de las medidas que tomar para evitar la repetición, debería entender que contribuye más  a la no repetición el espíritu de Oslo que las disposiciones legales que persiguen la apología del golpismo o proponen la enseñanza rigurosa de los hechos, siendo ésta necesaria.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 31 de julio 2021)