Una nueva ley sobre memoria
histórica en España era necesaria porque la anterior, la del 2007, había dejado
un par de cabos sueltos de gran importancia. Había que anular, en efecto, las inmorales
e ilegales condenas franquistas a los que fueron leales al entonces vigente
Estado de Derecho, y, además, el Estado tenía que hacerse cargo, en nombre de
la verdad, de la búsqueda de los desaparecidos.
Creo, en todo caso, que el Proyecto
de Ley de Memoria Democrática, aprobado en el consejo de ministros del pasado
día 20 de julio, es francamente mejorable. Hoy tenemos una conciencia del
alcance de la memoria histórica que no teníamos hace quince años, cuando la Ley
Zapatero. Entonces se identificaba memoria con justicia, de ahí la importancia
de la reparación, claramente detectable en el mismo título de aquella ley.
Estaba clara la intención de reparar lo reparable en ”quienes padecieron
persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”. Se dieron
pasos pero se dejaron esos cabos sueltos que ahora se atan para hacerles
justicia.
Estamos moviéndonos, en esta nueva
ley, en el orden de la justicia, pero –y esta es la novedad- la memoria es más
que justicia. Hoy sabemos que es, sobre todo, “nunca más”. No es lo mismo, en efecto,
centrarse en reparar el pasado que propiciar un nuevo comienzo. La justicia a
las víctimas es imprescindible, pero no basta para dejar el pasado atrás e
inaugurar un nuevo tiempo.
Convengamos que la memoria de las
víctimas es muy extraña. Es el único caso en el que la memoria, en vez de
propiciar la repetición, que es lo suyo, plantea, como un deber, la no
repetición. Cuando entre amigos recordamos, revivimos el pasado, le damos vida,
lo repetimos. La memoria de las víctimas, por el contrario, recuerda para que
aquello no vuelva a repetirse: que no se repita su muerte ni el calvario que
tuvieron que sufrir. Ese “nunca más” es muy exigente pues, si nos lo tomamos en
serio, nos obliga a una interrupción de lo que llevó al desastre.
El desastre que tuvo lugar nos
interpela a todos. No se puede discutir de las ideologías en liza o de las
intenciones de unos y otros como si nada hubiera ocurrido. La magnitud de la
guerra y sus secuelas nos obliga a todos a revisar nuestras posiciones, a mover
ficha, es decir, a distanciarnos de lo que éramos o queríamos ser.
Para dejar atrás el pasado tenemos
que reconocer, en primer lugar, que algo hicimos mal para que conflictos
políticos tuvieran que dirimirse con una guerra. En los manuales chinos de
estrategia militar se dice que el buen estratega no es el que gana una guerra
sino el que sabe evitarla. Y en eso fallamos todos, como reconoció Manuel
Azaña. Si de alguna manera somos responsables del pasado, entonces tenemos que
dejar de ser como éramos. En esto de la memoria histórica hay casos
verdaderamente desesperantes. Recuerdo a unos jóvenes anarquistas que,
homenajeando a los abuelos asesinados por el franquismo, reivindicaban la
violencia que sus antepasados ideológicos ejercieron contra la Segunda
República, sin darse cuenta de la relación entre la quema “revolucionaria” de
iglesias y los crímenes fascistas. Esas actitudes están más cerca de la repetición
del pasado que de su interrupción.
La historia ya se ha encargado de
precisar el grado de culpa de cada cual. Hubo un golpe militar contra un Estado
de Derecho y eso es inamovible. Pero una ley que dice inspirarse en la memoria
tiene que construirse sobre la substancia moral de la memoria, es decir, tiene
que exhalar voluntad de reconciliación puesto que el pasado que quiere dejar
atrás es el del odio y la guerra. Y esa voluntad se traduce en dos palabras:
autocrítica y atención al otro.
Autocrítica significa no empeñarnos en
ser tal y como éramos; o no querer repetir los modelos ideológicos que nos
inspiran. Ni las derechas ni las izquierdas pueden ser como fueron. No se puede
recurrir al capital moral de la memoria de las víctimas de la Segunda República
para reivindicar la Tercera, sino para hacer la política de otra manera.
La atención al otro es como la
prueba del algodón, esto es, lo que nos indica si estamos hablando de memoria
histórica o de justicia histórica, que no es exactamente lo mismo. No encuentro
mejor forma de expresar la importancia de la atención al otro para romper con
el pasado fratricida y auspiciar un nuevo tiempo que el gesto de Isaac Rabin y Yasset
Arafat cuando el Acuerdo de Oslo de 1993. Se dan la mano comprometiéndose a
tener presente los sufrimientos del otro, además de los propios. Un gesto que,
pese a su trágico destino, mereció un Premio Nobel de la Paz. Estos dos
dirigentes políticos, tan enfrentados, habían entendido que una propuesta
política sólo vale para todos si vale para uno el sufrimiento del otro. Y una
ley como ésta debe valer para todos.
Un gesto como el de Oslo se echa de
menos en esta ley, demasiado centrada, como su título dice, en la memoria de
las víctimas de un lado. El capítulo IV, que habla de las medidas que tomar
para evitar la repetición, debería entender que contribuye más a la no repetición el espíritu de Oslo que
las disposiciones legales que persiguen la apología del golpismo o proponen la
enseñanza rigurosa de los hechos, siendo ésta necesaria.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 31 de
julio 2021)