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La justicia siempre ha sido un tema mayor de la reflexión política. Para los
antiguos era una virtud superior, “más admirable que la estrella de la tarde y
de la mañana”, dice poéticamente Aristóteles, porque se ocupa del bien del
otro. Para los modernos es incluso algo más: “el fundamento moral de la
sociedad”. La sociedad moderna, democrática y liberal, se legitima en tanto en
cuanto se base en principios de justicia.
Hay
quien piensa que el sentido por la justicia es anterior al de por la moralidad.
Antes de que el hombre supiera distinguir entre el bien y el mal sabía decir,
como hacen todavía los niños: “¡no hay derecho!”. Una preocupación, pues, que
viene de antiguo aunque obligado es reconocer que se la ha entendido de muchas
maneras. Basta recordar que a la justicia unas veces se la representa como una
señora con los ojos vendados y, otras, con los ojos bien dispuestos, para
hacerse idea de que la justicia ha sido entendida de muchas y diferentes
maneras.
Por
ejemplo, la idea que los antiguos se hacían de la justicia poco tiene que ver
con la que se explica hoy en las cátedras de filosofía. Para los antiguos la
justicia es, en primer lugar, una virtud, es decir, un tipo de acción con un
recorrido limitado puesto que lo propio del acto virtuoso es hacer valer lo que
impone la naturaleza. En segundo lugar, importa el otro. Para ser justos hay
que atender al otro, dar al otro lo suyo. En tercer lugar, su materialismo:
para que haya justicia tiene que haber reparación integral.