1.
La justicia siempre ha sido un tema mayor de la reflexión política. Para los
antiguos era una virtud superior, “más admirable que la estrella de la tarde y
de la mañana”, dice poéticamente Aristóteles, porque se ocupa del bien del
otro. Para los modernos es incluso algo más: “el fundamento moral de la
sociedad”. La sociedad moderna, democrática y liberal, se legitima en tanto en
cuanto se base en principios de justicia.
Hay
quien piensa que el sentido por la justicia es anterior al de por la moralidad.
Antes de que el hombre supiera distinguir entre el bien y el mal sabía decir,
como hacen todavía los niños: “¡no hay derecho!”. Una preocupación, pues, que
viene de antiguo aunque obligado es reconocer que se la ha entendido de muchas
maneras. Basta recordar que a la justicia unas veces se la representa como una
señora con los ojos vendados y, otras, con los ojos bien dispuestos, para
hacerse idea de que la justicia ha sido entendida de muchas y diferentes
maneras.
Por
ejemplo, la idea que los antiguos se hacían de la justicia poco tiene que ver
con la que se explica hoy en las cátedras de filosofía. Para los antiguos la
justicia es, en primer lugar, una virtud, es decir, un tipo de acción con un
recorrido limitado puesto que lo propio del acto virtuoso es hacer valer lo que
impone la naturaleza. En segundo lugar, importa el otro. Para ser justos hay
que atender al otro, dar al otro lo suyo. En tercer lugar, su materialismo:
para que haya justicia tiene que haber reparación integral.
La
justicia de los modernos tiene otra lógica porque asume de entrada que hay que
impartir justicia en una sociedad plural en la que circulan muchas ideas,
legítimas, pero diferentes y opuestas, sobre lo que es justo o injusto. Para
que en una sociedad así la justicia tenga sentido, hay que conseguir que los
criterios para discernir lo justo o injusto sean entendidos y asumidos
libremente por todos. La justicia tiene entonces estas características: en
primer lugar, cambio de acento. Si para los antiguos lo importante era el daño
hecho al otro, aquí lo que importa es que nosotros decidamos lo
que es justo e injusto. La segunda característica diferenciadora se refiere al
contenido de la justicia. Más importante que reparar todo el daño es que
respetemos el procedimiento de decisión sobre lo que es justo o injusto; más
importante que reparar todo el daño es que todos tengamos voz a la hora de decidir si un acto es justo o no
lo es.
2.
Para hablar hoy de justicia hay que tener pues en cuenta que los tiempos han
cambiado: ya no podemos hablar de naturaleza (ni por tanto de virtud) con la
ingenuidad de los antiguos. El cambio era inevitable pero hay que ser
conscientes de lo que hemos perdido en el cambio: de una justicia con
substancia a otra reducida a procedimiento, a puras formas.
Más
que de hablar de los antiguos, conviene centrarnos en los modernos pues de sus
teorías depende lo que hoy se dice, se enseña y se aplica en derecho. El
problema de la justicia moderna es su amnesia, el nulo lugar que en ella hay
para la memoria de la injusticia. Lo podemos entender si nos fijamos en un
equívoco lingüístico que es muy revelador. El equívoco en cuestión se refiere a
que no está claro a qué nos referimos cuando hablamos de justicia: ¿a las
injusticias? ¿a las desigualdades? ¿a las dos?. El equívoco viene del término
"injusticia" que designa lo injusto y también lo desigual. Son
asuntos, sin embargo, muy distintos: la desigualdad habla de diferencias
sociales que están ahí; la injusticia, por el contrario, añade a la desigualdad la culpabilidad o la
responsabilidad, no por supuesto en el sentido de que el pobre sea culpable de
su pobreza. La culpa se refiere al origen de la desigualdad. Las injusticias no
están ahí como los ríos o las
montañas, productos del azar o de la naturaleza, sino que han sido causadas y/o heredadas por el hombre.
No
es lo mismo una cosa que la otra. Si el tema de la justicia son las
desigualdades, la justicia debería consistir en reducir unas diferencias
sociales que yo no he causado pero cuya existencia ofende una sensibilidad
educada en la igualdad; si el problema son las injusticias, entonces podemos
reducir las diferencias sin convocar al sujeto que las ha causado o las ha
heredado. En el primer caso no hay por qué hablar de responsabilidad o memoria
históricas; en el segundo, sí. No es lo mismo luchar contra la pobreza porque
está mal que haya pobres, porque va contra los derechos humanos o contra los
principios de convivencia de una sociedad democrática avanzada; no es lo mismo
eso, digo, que plantearse la pobreza de los pobres como el resultado de
decisiones que tomaron nuestros abuelos y que nosotros heredamos. Unos heredan
las fortunas y otros los infortunios pero entre ellos hay una relación de
suerte que no se puede pensar la riqueza de los ricos sin tener en cuenta la
pobreza de los pobres. En un caso entendemos la justicia como lucha contra la
desigualdad; en el otro, como respuesta a la injusticia.
Esta
distinción es fundamental porque toda la llamada justicia social se ubica en la
primera teoría, la de los modernos. Impartir justicia significa tomar de los
ricos para repartirlo entre los pobres, vía impuestos. La justificación moral
de esa justicia distributiva reside en la “elevada sensibilidad de los ricos” a
la que repugna la existencia de pobres. Es un gesto del rico hacia el pobre.
Para la segunda teoría, sin embargo, la distribución no es un gesto que emana
del rico sino un derecho del pobre. No se puede pensar la riqueza del rico más
que como un proceso sutil de apropiación de lo que le corresponde al pobre.
Esto
es lo que se esconde tras esa aparentemente ingenua distinción entre desigualdad
e injusticia. Sobre su alcance están bien informados los teóricos modernos de
ahí la batalla que han declarado a la memoria, a la memoria de la injusticia, a
relacionar la noble preocupación por la justicia con la restauración de la
genealogía de la injusticia, que es lo que pretende la memoria.
Este
es el equívoco originario que nunca, creo yo, ha sido debidamente aclarado, ni
conjurado. Hemos afinado mucho en la respuesta a la desigualdad, pero no respecto
a la genealogía de la desigualdad, privándonos así de establecer una relación
entre desigualdad (determinados tipos de desigualdad) e injusticia.
Lo que tienen en común Rawls y Habermas es que la
justicia no consiste en reparar las injusticias, sino en un procedimiento para
decidir qué es lo justo. Es decir, la justicia moderna nada puede hacer o decir
sobre "los grandes males de nuestra existencia: el hambre y la miseria en
el Tercer Mundo; las torturas y la violación de los Derechos Humanos en Estados
sin derecho; el creciente desempleo o la injusta distribución de la riqueza en
los países industrializado; la carrera armamentística y la amenaza
nuclear" (sic Habermas).
La reducción de la justicia a mero procedimiento
no satisface, sin embargo, al propio autor. Habermas es, en efecto, además de
filósofo de gabinete, un intelectual activo que toma parte en los conflictos de
su tiempo -defendiendo la singularidad de Auschwitz en el debate de los
historiadores, pronunciándose sobre la
Unión Europea, etc., sin que conste que haya acudido a su
laboratorio para saber lo que tiene que decir.
3. Estas teorías, llamadas procedimentales, han
dado la vuelta al mundo y se han impuesto en todo el orbe. Por supuesto que no
le han faltado críticos. De entre las críticas quisiera subrayar, por su
agudeza, dos que vienen del campo hispanohablante. La primera es de Carlos Nino,
el eminente filósofo argentino del derecho. Se pone tanto el acento
en la libertad, dice, que la justicia acaba siendo "un reparto
igualitario de la libertad”. Lo decisivo
en esta justicia es la decisión libre, la igualdad en la libertad a la hora de
decidir. Pero la justicia siempre había
sido un reparto equitativo del pan, de bienes materiales. Pan y libertad no son
incompatibles, por supuesto. Van juntos. Pero con un orden. Dice Bloch:
"el estómago es la primera lamparilla en la que hay que echar
aceite". Tienen que ir juntos pero en ese orden: primero el pan.
El
mexicano Luis Villoro, el autor hispanohablante más penetrante en temas de
justicia, hace el segundo apunte crítico. Dice que esas teorías de la justicia,
basadas en el consenso racional logrado por sujetos iguales, puede funcionar en
sociedades desarrolladas donde ya hay de hecho un nivel aceptable de
distribución de riquezas. En sociedades con profundas desigualdades sociales,
sin embargo, ese consenso es impensable, más aún, inimaginable, y sólo cabe
entender la justicia como respuesta a la injusticia.
Crítica
pues a la contaminación liberal, en el caso de Nino, y a la imposición en los
países pobres de un modelo pensado en,
por y para los países ricos, en el caso de Villoro.
Pero
en vez de proseguir ese doble trazado crítico, prefiero concentrarme en las
críticas que han salido de sus propias filas, más en concreto, las críticas que
hace Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, autor de "Ideas de la Justicia ", libro dedicado precisamente a John Rawls. Sen
plantea una enmienda a la totalidad:
"La pregunta por la sociedad justa no es un buen punto es partida para una
teoría útil de la justicia. A eso hay que añadir la concusión adicional de que
puede no ser tampoco un buen punto de llegada". Sen cuestiona el punto de
partida y el de llegada.
Cuestiona, en primer lugar, el punto de
partida. Dice Sen muy solemnemente: "tengo que expresar mi considerable
escepticismo sobre la muy específica tesis de Rawls sobre la elección única, en
la posición original, de un particular conjunto de principios para las justas
instituciones que se requieren para una sociedad justa". Lo que no ve
claro es que el experimento funcione, es decir, que de la posición original
salga una posición consensuada que verse además sobre esos dos grandes
principios. Rawls se inventa las conclusiones. No puede probarlas(2).
También cuestiona el punto de llegada porque no es de utilidad alguna. No
sirve a la causa de la justicia lograr definir la quintaesencia de lo justo.
Trae un ejemplo de la historia del arte para explicar la inutilidad del modelo.
Imaginemos que La Gioconda
sea el ideal de la pintura ¿serviría eso para decir si es mejor un Picasso que
un van Gogh?
Por eso mismo el objetivo
que persigue Rawls no es un buen punto de llegada. Lo que mueve a cuantos se
ocupan de la justicia, incluso al mismo Rawls, es la mejora de la situación. La
causa de la justicia es la lucha contra la injusticia. Para lograr este
objetivo el planteamiento tiene que ser otro. El arma adecuado para esa lucha
es una "teoría de la elección social", inspirada en la tradición
ilustrada "comparatista" que a) pone el énfasis en lo comparativo y
no sólo en lo trascendental; b) que reconoce la pluralidad de principios que
pueden rivalizar entre sí para contribuir a la causa; c) que acepta soluciones
parciales o medidas concretas que aminoren la injusticia; d) que no se deja
atrapar por el provincianismo del grupo dando cabida en la decisión a otras
voces; e) que se toma en serio el debate público sobre la mejor decisión sin
fiarse de experimentos contrafácticos. El sentido de toda reflexión sobre la
justicia es luchar contra la injusticia y no perderse en florituras sobre la
esencia última de lo justo.
4. Sen acaba donde empezó Rawls,
entendiendo la justicia como respuesta a la injusticia. La lucha contra el
desorden existente, las desigualdades sociales, la pobreza, la miseria, era
también la motivación de partida de Rawls y de Habemas. La pregunta es ¿por qué pierde de vista ese punto de vista cuando se
ponen manos a la obra? ¿Por qué, para elaborar una teoría de lo justo, hay que
hacer abstracción de la miserable situación real e imaginarse un estado
originario de bienaventurados que no existe?.
Esa
operación de abstracción que tiene lugar en el experimento es de la mayor
importancia. Se pide a todo el mundo que no se fije en lo que le pasa. Se pide
al rico y al poderoso que no hagan valer su situación de privilegio y, al
pobre, que no se lamente de sus miserias. Altura de miras. Pero esa abstracción
es una trampa: para el rico es garantía de que no se va a cuestionar su
riqueza; para el pobre, que no va a poder hacer valer las causas de su miseria.
Pero ¿por qué hacer abstracción de la realidad en vez de atenerse a ella?
Si
Rawls fuera Aristotélico podría invocar en su favor la tesis de que la
injusticia es carencia de justicia y de ser. Es un no-ser como dice Aristóteles
en su Metafísica, y del no-ser,
añade, no hay ciencia. Claro que Rawls no es aristotélico.
No
hay necesidad de ir hasta los griegos. La respuesta está en el equívoco originario, es decir, en
reducir la injusticia a desigualdad. Rawls no puede hablar de injusticias, ni
puede tomarse en serio las experiencias de injusticia, ni reconocer significación
propia a la injusticia. ¿Que por qué?, pues porque para reconocer entidad a la
pregunta habría que reconocer que hubiera alguien al que pedir cuentas
porque tiene que ver con el origen de
los hechos y que hubiera algo de lo que dar cuenta porque son sus hechos o ha
heredado sus consecuencias.
Pero
Rawls no está dispuesto a perderse por esos vericuetos. El está dispuesto a
dejarse interpelar por la miseria del mundo pero sólo en tanto en cuanto la
miseria hiere a su sensibilidad moral, no porque los hechos tengan algo que
decirle. Para neutralizar la capacidad interpelante de los hechos, declara a
las desigualdades existentes, cosas de la fortuna. Las desigualdades no son
injusticias porque son fruto del azar.
El
azar puede tomar la forma de nacimiento, naturaleza o destino. Ahora bien, lo
que hagan estas figuras azarosas "no es justo ni injusto, como tampoco es
injusto que las personas nazcan en una determinada posición social. Esos son
hechos meramente naturales. Lo que puede ser justo o injusto es el modo en que
las instituciones actúan respecto a estos hechos".
Nada
podemos exigir responsabilidades respecto al origen de las desigualdades puesto
que escapan a la voluntad del hombre. Sí
podemos y debemos intervenir con el fin de evitar que las desigualdades de
origen se mantengan o reproduzcan. Por eso añade que lo que puede ser justo o
injusto es cómo respondan las instituciones a las desigualdades. Podemos
intervenir porque nada impide que con un buen plan de becas un niño dotado,
pero pobre, pueda ser ingeniero, igual que un hijo de buena familia. Pero ¿por
qué habría que hacerlo? Por un prejuicio moral moderno que nos lleva a tratar
igual a todo el mundo. Para el hombre moderno, que vive al amparo de la utopía
de la igualdad, las desigualdades de origen no son merecidas. Nadie se las ha
merecido y por eso hay que hacer algo.
La
consideración de las desigualdades existentes como caprichos de la fortuna, es
un momento fundamental de la teoría rawlsiana.
Eso le permite desentenderse del origen de las desigualdades ya que lo
que haga la naturaleza "no es justo ni injusto". El moralista nada tiene que decir sobre cómo
se han creado las desigualdades. El problema empieza a la hora de ver qué
hacemos con ellas.
Con
esta interpretación de las desigualdades Rawls toma una decisión que es clave
para toda su construcción teórica. Si las desigualdades no son injusticias
porque nada tienen que ver con la libertad del ser humano, su tratamiento de la
justicia tendrá más que ver con la generosidad de los que tienen que con los derechos
de los que no tienen.
Declarar
a las desigualdades hijas del azar es una ingenuidad que no resiste el menor
análisis. No hay más que ver cómo se han hecho las fortunas y cómo se transmiten. Fortuito es que uno nazca en un
palacio o en una choza. Lo que no es fortuito es cómo se ha generado el palacio
y la choza. La cínica teoría de Anatole France -"el robo es un delito y el
producto del robo, sagrado"-es insostenible.
Al
plantearse la justicia como reacción de un conciencia moderna (habitada por el
principio de la igualdad) ante las desigualdades moralmente neutras (sin que la
pobreza ni la riqueza sean en sí mismas significativas), la justicia se
reducirá a compensar la pobreza de los pobres, pero no a cuestionar la riqueza
de los ricos. Lo que pone en movimiento a la justicia no está del lado del
"objeto" (la desigualdad real) sino del "sujeto" (nuestra
sensibilidad igualitarista que no tolera la existencia de la pobreza por ser
inmerecida). Se invisibiliza la culpabilidad que causa la injusticia y se
magnifica la responsabilidad ante la desigualdad presente.
5.
Decía que el punto débil de las teorías procedimentales es la abstracción. Sólo
funcionan si, a la hora de decidir lo que es justo, hacemos abstracción de un mundo marcado por desigualdades producidas
por el hombre y si no damos importancia al hecho de que unos sean ricos y otros
pobres. Tenemos que hacer abstracción de la situación en la que nos encontramos
y de cómo hemos llegado hasta ahí. Rawls lo expresa así: "las personas en
la posición original no tienen ninguna referencia respecto a qué generación
pertenecen". Estamos ante una consideración atemporal de la desigualdad.
Habermas dice algo parecido. Es verdad que empieza diciendo que toda la humanidad es convocada
para decidir en qué consista lo justo.
Pero enseguida reduce las voces de la humanidad a las de los que están
presentes aquí y ahora. La fuerza argumentativa de todos queda remitida al uso
del lenguaje que hacen los hablantes que hablan. La racionalidad de los de
"antes" sólo vale en tanto en cuanto es metabolizada por los
presentes, es decir, en cuanto potencia mi capacidad argumentadora, pero en sí
mismo ese pasado es mudo. Justo es reconocer que este planteamiento asusta al
propio autor que se pregunta: "¿no será obsceno que los beneficiarios de
normas que sólo se justifican por los efectos positivos que producirán después,
soliciten de los aplastados y humillados un consentimiento
contrafáctico?". Lo obsceno es que sufrimientos pasados pueda ser
justificados por el beneficio que nos reportan a nosotros, nacidos después.
Parece duro pedir a las víctimas de los campos que acepten su sacrificio porque
es el precio de la paz y bienestar de las generaciones siguientes. Pero eso es
lo que pide su modelo discursivo. En él el pasado se hace presente a través del
uso argumental que hagan las generaciones presentes.
Esta
atemporalidad es lo que impide entender la desigualdad como injusticia. El
problema de la justicia es el tiempo. La
injusticia es una desigualdad que tiene en cuenta el tiempo porque es
histórica. Por eso hay que hacer valer lo olvidado por la presencia, lo ausente
que se queda sin voz porque no les interesa a los presentes. Estamos hablando
de la memoria. Queda abierta entonces la relación entre memoria y justicia,
entre olvido e injusticia.
6. Lo que diferencia la desigualdad de la
injusticia es el concepto de tiempo. El tiempo de la desigualdad es un concepto
mítico que cree que el tiempo es inagotable, irresistible y salvífico; el
tiempo de la injusticia, por el contrario, es histórico: lo que en él ocurre es
debido a la acción del hombre por eso hablamos de responsabilidad y hasta de
culpa.
Lo
que caracteriza al tiempo histórico es la posibilidad de novedad, de que el
futuro no sea repetición del presente,
sino futuro, es decir, ruptura con el pasado y, por tanto, novedad. Eso sólo es
posible si, como dice Rosenzweig, "el tiempo es el otro". El otro es
el que interrumpe el continuum del
tiempo mítico. El despertar del tiempo mítico, la interrupción del continuum que se impone como un destino,
sólo es posible desde la aparición del otro.
¿De qué otro estamos hablando? No es
un otro cualquiera, sino ese que nos pregunta, desde la experiencia de
Auschwitz, "si esto es un hombre". El mismo al que se refería Antón
Montesinos en su sermón de La
Española cuando preguntaba a los encomenderos y
conquistadores si estos, los indígenas, "¿no son acaso hombres?". O,
si se prefiere, ese otro es el Autrui,
al que se refiere Blanchot, cuando quiere dar a entender, con ese término, la
chispa divina que sobrevive en seres humanos sometidos a las torturas más
extremas y sin apariencia humana. Jean Luc Nancy ha recogido está capacidad
interpelante o interruptora o anunciadora de novedad del ser humano bajo la
figura de la ecceitas": es el
"héme aquí" con el que se presenta una realidad que creíamos
amortizada, pero que se nos revela cargada de verdad. Ecceitas es la figura de una presencia interpelante. Es una
mostración que interpela desde una experiencia negativa que no se resigna a la
insignificancia, sino que nos asalta como lo que da que pensar. La ecceitas es el método filosófico de
Benjamin: "no tengo nada que decir, sólo mostrar.
No quiero ocultad nada valioso, ni apropiarme de fórmula espiritual alguna.
Sólo los trapos, las sobras. Eso es lo que quiero inventariar y hacerles
justicia " .
No es lo mismo lo que descubrimos que lo que se nos
revela. Son dos formas distintas de conocimiento. Benjamin las distingue,
denominando a la primera “conocimiento” (lo que iluminamos con la luz de nuestro
ojo) y a la segunda “verdad” (lo que nos adviene, lo que se nos da a conocer)
(3). Esa distinción
entre verdad y conocimiento abre el camino a la memoria. Hay acontecimientos o
hay aspectos de cualquier acontecimiento que escapan al conocimiento, que no
son pensados porque son impensables. Pensemos en el acontecimiento Auschwitz
que fue impensado e impensable; pero pensemos también en esos aspectos
invisibilizados en los procesos históricos porque se frustran y pasan a la
categoría de accidentes.
La memoria entra en escena como
consecuencia de dos experiencias: que existe lo impensable, es decir, que el
conocimiento es limitado y que lo impensado ha tenido lugar, con lo que se
convierte en lo que da que pensar. Esa es la memoria.
Pero estamos yendo muy deprisa
porque acabo de insinuar una idea de la memoria que es nueva. La memoria se
dice de muchas maneras porque el pasado, sobre el que versa, es un rico caladero de sentido en el que buscan
materia, inspiración o significados la historia, por supuesto, pero también la
filosofía, la teología, la política o la literatura. Son muchas las disciplinas
que recuerdan y cada una lo hace a su modo, con su propia metodología y
alcances diferentes.
Pues bien, conviene detenerse en el
tratamiento que hace de la memoria la filosofía. Es verdad que es una mirada
más, pero que tiene la ventaja de reflexionar sobre las otras formas de
memoria, arriesgando una significación que puede ser entendida por las demás. Como
sobre este particular he escrito en otros lugares, resumiré lo dicho señalando
que hay una evidente evolución en los significados filosóficos de la memoria:
se ha pasado de identificarla con un sentimiento a considerarla también
conocimiento; si en un momento era sólo privada ahora lo es también pública; si
hubo un tiempo en el que era rival declarada de todo futuro, ahora es su
cómplice.
Hay dos aspectos en la concepción filosófica de la memoria del mayor
interés para nuestro propósito. Para los antiguos, en concreto para Platón, la memoria era un conocimiento
a posteriori, esto es, un re-conocimiento. El conocimiento tiene lugar en el
mundo de las Ideas, pero en el mundo real sólo nos cabe re-conocer lo ya sabido
por la vía de la anamnesis. Para Benjamin, sin embargo, no sólo es un
conocimiento, sino la condición de todo conocimiento. Ha pasado de ser una
categoría a posteriori a otra a priori. Este cambio teórico donde
realmente se hace realidad es en Auschwitz. En ese cambio se substancia el
famoso deber de memoria.
El deber de memoria se inscribe en
nuestro modo de pensar una vez que hemos tomado conciencia de los límites del
conocimiento y de su correspondiente pretensión de invisibilizar el
sufrimiento. La memoria se hace cargo
de eso impensable por el conocimiento pero que, al haber tenido lugar, da que
pensar. Auschwitz fue lo impensado que
tuvo lugar y por eso se constituye en lo que da que pensar. "Dar que
pensar" es entender lo acontecido como el punto de partida de la
reflexión. Ese momento se convierte en la fuente de la reflexión. Eso no significa
citar el Lager cada vez que iniciamos
una disertación sobre lo divino o lo humano, sino hacernos cargo de la
realidad, de cómo se construye la realidad: invisibilizando el sufrimiento y
haciéndolo impensable. Estamos en el epicentro del concepto de memoria.
La memoria es un exigente programa filosófico que obliga
a re-pensar todo a la luz de la barbarie. Con razón Adorno prefería hablar de
un Nuevo Imperativo Categórico en lugar de "deber de memoria" que
corre el peligro de dar a la memoria un carácter meramente moralizante. ¿Qué
significa entonces recordar? Repensar todo a la luz de la experiencia de la
barbarie.
En primer lugar se trata de re-pensar la verdad. Y eso significa no reducir realidad a facticidad,
es decir, reconocer que forman parte de la realidad los no-hechos, sin-nombre,
los no-sujetos. La filosofía ha encontrado razones, de aspecto respetable, para
no considerar a los no-hechos como una cantera teóricamente significativa: eran
"accidentes" y en ellos no hay substancia teórica, pero lo que
señalan tanto Benjamin como Levi es que esa invisibilización no es casual: es
el resultado de una estrategia del vencedor. En todo crimen hay dos muertes:
física y hermenéutica. El enemigo no da por terminada la tarea con el crimen
físico.
En segundo lugar, repensar la política a la luz de Auschwitz significa entender que el Lager es la cuna de una nueva política europea. En el campo se había librado la
gran batalla entre el hombre y la barbarie. Jorge Semprún, en su última
aparición en Büchenwald, el pasado 11
de abril , invitaba a los europeos a
visitar Büchenwald "para meditar
sobre el origen de Europa y sus valores". En un momento como el actual,
donde los intereses nacionales o nacionalistas, sobre todo en Alemania, priman
sobre la construcción de Europa, esa invitación, a modo de testamento, es
fundamental. Del campo viene una propuesta que obliga a romper con el núcleo de la política moderna, a saber, el
progreso. Respecto al progreso siguen valiendo la crítica benjaminiana:
que es fascismo porque tienen en común
la misma lógica. Funcionan, en efecto, con víctimas. En tercer lugar, re-pensar la ética. Ernst
Tugendhat, que se ha dedicado toda su vida a probar la calidad de las
fundamentaciones de la ética, ha llegado
a la conclusión de que todas se basan en un prejuicio humanitario: en la igual
dignidad de los seres humanos. Hay que buscar en el convencimiento generalizado
de que todos los seres humanos son iguales en dignidad la explicación de por
qué somos o debemos ser buenos. Ahora bien, lo que llama la atención en los
testimonios de los supervivientes es que, para sobrevivir, había que colgar la
dignidad a la entrada del campo. Abundan los testimonios en el sentido de que
para sobrevivir había que echar mano de todos los argumentos, sin pararse a
mirar su clasificación moral. Elie Wiesel precisa esta idea al decir que, en el
Lager, lugar del ultraje y de la degradación moral,
la dignidad era posible sólo hasta un determinado momento de sufrimiento a
partir del cual era impensable. “Los santos son los que mueren antes del
final". No
tuvieron dignidad, pero ¿fueron inmorales?. No podemos relacionar la moralidad con una
propiedad que siempre está ahí, como connatural a la condición humana, y que
sólo espera ser activada. Este es el esquema de las teorías modernas de la
moral, cuando dicen basar la moralidad en la dignidad con la que todo ser
humano viene al mundo. Tenemos que entender la moralidad, la dignidad o incluso la humanidad, más bien como punto de llegada que de partida. Una conquista.
No somos quien para preguntarnos por la dignidad de los deportados cuya inmensa
mayoría superó el umbral de humanidad posible al que se refería Wiesel. Pero sí
por la nuestra, los nacidos después de Auschwitz. Esa ética sólo puede consistir en responder a
la pregunta que nos hace Levi con el título de su obra: “Si esto es un hombre” ,
! Ecce homo¡. La ética consistiría
entonces en responder de la inhumanidad
que se nos pone delante. La actitud ética a
la altura del campo consiste en hacerse cargo de la inhumanidad del
otro. En el campo nace la ética de la
alteridad o de la compasión y se clausura la ética de la buena conciencia.
7. La memoria es justicia. Cuando se
hable de memoria hay que precisar qué se entiende por ello. Como se puede ver,
para la filosofía es una categoría rigurosa que poco tiene que ver con el uso
coloquial del término o con lo que por ello entienden los historiadores. No es
un mero sentimiento (evocación sentimental del pasado), ni un mero conocimiento
(la información que proporciona un testigo), sino un imperativo categórico que
aúna experiencia y conocimiento. Es un logos con tiempo.
Esta es la categoría, dotada con los
contenidos que han ido apareciendo, que hay que tener presente a la hora de
afirmar que la memoria es justicia. Digamos, de entrada, que es una afirmación
extraña, una rareza, que va contra contracorriente. Va, en efecto, contra la
atemporalidad de la teoría rawlsiana de la justicia y contra la eternización
del presente que caracteriza la simultaneidad habermasiana. Nunca ha sido la
justicia memoria. Caso llamativo es
el del ya mencionado Amartya Sen. Ya hemos visto con qué brío critica la teoría
rawlsiana en nombre de una planteamiento guiado por la idea de que la justicia
es respuesta a la injusticia. Ahora
bien, por si alguien cae en la tentación de pensar que las injusticias tienen
voz propia y que pueden hacer preguntas por las causas de su mal o exigir a
otros responsabilidades, recurre al
criticado pero amigo Rawls para precisar
que "las influencias procedentes del pasado no deberían afectar un acuerdo
basado en principios encargados de regular las instituciones", es decir,
las injusticias pasadas no deben influir en la conformación de los criterios de
justicia. Extraña relación, pues, esta de la justicia con la memoria, pero ¿qué
se quiere decir con ello? Intentaré responder con cinco proposiciones:
7.1. Sin memoria no
hay injusticia. Esto lo entendió bien Horhkeimer cuando escribe que “el
crimen que cometo y el sufrimiento que causo a otro sólo sobreviven, una vez
que han sido perpetrados, dentro de la conciencia humana que los recuerda, y se
extinguen con el olvido. Entonces ya no tiene sentido decir que son aún verdad.
Ya no son, ya no son verdaderos: ambas cosas son lo mismo". Sin memoria las generaciones
siguientes no tendrán, claro, ni idea de
lo que ocurrió; más aún, sin memoria es como si la injusticia no hubiera
ocurrido nunca y el mundo pudiera organizarse como si la barbarie no hubiera tenido lugar. Si el
proyecto nazi sobre los judíos hubiera triunfado, hoy los jóvenes de Oswiecim
jugarían tan felices a fútbol sobre los campos de Auschwitz, como si nada
hubiera ocurrido.
Se entenderá por qué el vencedor, es decir, el que
comete la injusticia, no da por terminada la faena con la perpetración del
acto. Sabe que tiene que afanarse también en el olvido del mismo. Como ya he
dicho, en el mismo crimen o en la misma injusticia, hay dos muertes en juego:
la física y la hermenéutica. Hay que borrar las huellas del crimen pero no con
un burdo negacionismo, sino privando de significado al crimen. La cultura
occidental ha sido maestra en la invisibilización del crimen. Por olvido hay
que entender invisibilización de la víctima o privación de significado.
7.2. Sin
memoria no hay justicia. Decía que sin memoria no hay injusticia, pero
tampoco justicia. Eso plantea un colosal problema porque lo que se está
queriendo decir es que sin memoria de todas las injusticias no hay teoría
posible de la justicia ya que la idea de teoría conlleva la de universalidad.
Digo que estamos ante un colosal problema porque son muchas las injusticias
definitivamente olvidadas. Tener presente todas las injusticias supera la
capacidad humana. Sería, más bien, como dice Horkheimer la prerrogativa de una
mente divina. ¿Cómo entonces pensar la justicia si hay que hacerlo con una
mente humana? "Tal es la pregunta de la filosofía", una pregunta
aporética pues el ser humano no puede renunciar a la justicia pero le falta la
potencia de una memoria divina para poder convocar todas las injusticias.
Tenemos que pensar entonces la justicia teniendo en
cuenta la incapacidad radical de hacer memoria total de la injusticia.
Aclaremos de entrada que la memoria no afecta por igual a todos los pasados.
Hay un pasado presente, que no merece ser recordado porque ya está presente. Es
el pasado de los vencedores. Carece de poder innovador porque su sentido ya ha
sido amortizado y absorbido por el presente. Sólo es creador el pasado de los
vencidos o el de las víctimas. Pero ¿cómo hacer justicia a ese pasado injusto
que podemos conocer o que puede asaltarnos?. Hay que fijarse en los daños
recibidos. Veremos que los hay reparables e irreparables.
Respecto a los reparables, sólo cabe la reparación
por parte de la sociedad que recuerda. Es lo que de una manera u otra intentan
hacer las leyes de la memoria histórica que se plantean reparar material o
formalmente a colectivos victimizados. Pero ¿qué justicia cabe con lo
irreparable?. "Pasar página", "echar al olvido"..., eran
las soluciones habituales. Es posible, sin embargo, otra respuesta: hacer
memoria de lo irreparable. Reconocer la deuda con el pasado y hacer duelo por
los sufrimientos sobre los que está construido nuestro bienestar .Es desde
luego una forma muy modesta de justicia pero sin ella no hay justicia que
valga.
7.3. La
memoria abre expedientes que la ciencia da por archivados. De la memoria se
ocupa la memoria pero también la
historia, el derecho y la política. Son miradas diferentes. La "ciencia
histórica" tiene por objetivo contar los hechos si no como fueron al menos
lo más parecido. Su afán explicativo no pretende hacer un juicio moral sobre lo
ocurrido. La memoria, sí. Para la memoria, en efecto, las injusticias no son
desigualdades, por eso habla de víctimas y verdugos o de responsabilidad
histórica. Tampoco se identifica con la "ciencia jurídica",
especializada en identificar delitos, mientras que la memoria habla de culpas.
El delito se mide por leyes que tabulan la gravedad de la acción y de las penas
consecuentes. La culpa es un concepto moral que liga la conciencia del agente
con el daño a la víctima. La culpa sobrevive al delito de suerte que sigue
vigente aunque se haya cumplido el castigo previsto por la ley. Es la señal de
Caín de la que habla el Génesis.
Ni se identifica la mirada filosófica con la
"ciencia política" cuya política de la memoria poco tiene que ver con
la memoria pública que aquí interesa. Aquella, en efecto, está pensada en
función de los ciudadanos presentes porque la política es de los vivos, mientras
que la memoria pública está en función de los ausentes. Son dos perspectivas
diferentes. Cabe imaginarse un archivo del caso por la historia (si el caso
está bien explicado), por el derecho (si ha cumplido la pena) o por la política
(cuando orienta el pasado en función de los intereses presentes), pero no por la memoria mientras no se haya
reparado integralmente el daño causado
7.4. Sin
memoria la justicia global no puede ser universal. La justicia global ha
supuesto un gran avance en lo que podríamos llamar la universalidad espacial.
Se han roto los límites territoriales que habían levantado los Estados y en su
lugar aparece una justicia transterritorial.
Pero la grandeza de la justicia global es que no
afecta sólo a asuntos tan graves como los crímenes de lesa humanidad, sino a
algo tan cotidiano y poco épico como el hambre en el mundo o la pobreza que son
catalogadas no como hechos productos del azar sino como injusticias. Thomas
Pogge, uno de los teóricos más señalados de esta justicia, distingue
entre el deber positivo de ayudar al necesitado y el deber negativo de
combatir la injusticia. La justicia global está por el deber negativo porque
estiman que la pobreza es injusta.
Este
planteamiento, hecho no desde ideologías izquierdistas sino desde el reconocimiento
del derecho de los pobres, no se anda con remilgos. Considera la pobreza actual
como un crimen contra la humanidad y si eso choca a alguien es, dice, porque no
acaba de ver la relación causal entre nuestra riqueza y su pobreza. Vistas así
las cosas parecería que al ciudadano de los países ricos habría que pedirle
cuentas no sólo de lo que pasa en Somalia sino de lo que hicieron los abuelos
que conquistaron esas tierras en el pasado, es decir, habría que hablar de
responsabilidad espacial y también de responsabilidad histórica. Pero aquí el
defensor de la justicia global traza una línea roja y dice, tras afirmar que
nuestra riqueza tiene que ver con su empobrecimiento, "esto no significa
que debamos responsabilizarnos de los efectos más remotos de nuestras
decisiones económicas" ¿Por qué no? porque aunque podamos decir que
"de aquellos polvos estos lodos", no podemos precisar en qué
proporción somos responsables. Por supuesto que este mundo desigual es el
resultado de una historia común, con el matiz de que unos heredan las fortunas y otros los infortunios pero, añade el autor contra toda lógica, "ello
no equivale a decir (tampoco a negar) que los prósperos descendientes de
quienes tomaron parte en esos crímenes tengan alguna obligación especial de indemnizar
a los descendientes empobrecidos de quienes fueron las víctimas de tales
crímenes". No hay responsabilidad histórica. No hay que tocar la fortuna
de los ricos, basta con imponerles un impuesto. Dos dólares por barril de crudo
dice la justicia global amnésica.
7.5. La
memoria no es la justicia sino en inicio de un proceso justo cuyo final es la
reconciliación. A
primera vista la memoria no arregla nada sino que lo complica todo porque abre heridas, sin olvidar que puede y
suele ser utilizada como atizador de la venganza. Pese a todo eso, si la
memoria es pensada hasta el final desemboca en la reconciliación.
Un primer paso ha sido ya dado al reconocer el papel
político de la memoria. Ya podemos decir, en efecto, que los pueblos con
pasados conflictivos han comprendido que no es el olvido sino la memoria la
condición para una convivencia de mayor calidad. Este convencimiento explica
que los descendientes de esclavos hayan planteado a sus antiguos colonizadores
la necesidad de la memoria de los abuelos esclavizados como una forma de
justicia; o que los nietos de abuelos conquistados recuerden a los antiguos
señores el deber de solidaridad respecto a los nietos convertidos en
inmigrantes de sus países más ricos; o que países con un pasado dictatorial aboguen
por la justicia transicional; o que en países como Vietnam o Korea, escenarios
de severas guerras civiles o internacionales se exhumen fosas comunes para
posibilitar el duelo.
Habría que consumar ese proceso señalando la relación
entre memoria y reconciliación. La memoria supone un progresos moral no sólo porque hace posible la justicia a las
víctimas (recordemos que sin memoria de la injusticia no hay justicia posible),
sino porque lleva a la reconciliación, un término polémico porque evoca reciprocidad
(como si víctimas y verdugos se debieran algo del mismo valor a lo que tuvieran
que renunciar), aunque no sea el sentido que aquí tiene. Por reconciliación
entiendo un nuevo comienzo de la política, sin violencia, que convoca a todos
los actores. ¿Cómo explicar que el proceso que abre la memoria desemboca en la
reconciliación? Porque la memoria es justicia. La justicia es lo que liga
memoria con reconciliación. Pensemos en el crimen político que produce daños
múltiples (personales, sociales y políticos). Hacer justicia no consiste (sólo)
en castigar al culpable sino en hacer frente a los daños o injusticias
causados. Esto se resuelve grosso modo reparando lo reparable y haciendo
memoria de lo irreparable.
Ahora bien, si miramos detenidamente observamos un tipo
de daño al que sólo se le puede hacer justicia con el concurso de las víctimas
y de los victimarios. Ese daño consiste en la repercusión del crimen político
en la sociedad que queda dividida entre quienes aplauden el crimen y quienes le
lloran; y, además de dividida, empobrecida, al privarse la sociedad de la
contribución del victimario (que pasa a ser un delincuente) y de la víctima.
Hacer justicia o reparar el daño social consiste en suturar la fractura y
recuperar para la sociedad a la víctima (mediante el reconocimiento de lo que
el criminal ha querido privarla: el ser ciudadano) y al victimario. ¿Cómo se
recupera al victimario? No basta con que llegue a la conclusión de que la
violencia que hasta ese momento él ha practicado o apoyado, es contraproducente.
Tiene que entender algo en lo que no ha caído: que el crimen, más allá del
delito, le deja una señal en la frente, como a Caín, que es la culpa. Esa culpa pone en manos de la
víctima el destino del criminal. Sólo podemos hablar de nuevo comienzo si, como
en el caso de Raskolnikov, en Crimen y
Castigo, que ha matado a la anciana
para darse con su dinero la gran vida, descubre que eso es imposible, que su
vida depende de la vida quitada y
que ojalá aquello no hubiera ocurrido.
Ese camino que remite el destino del victimario al de la víctima; ese camino
que va del delito a la culpa, es el que
el criminal tiene que recorrer si quiere liberarse de la culpa, es decir, de un
pasado que quiere dejar atrás para iniciar un nuevo comienzo.
Es
evidente que esta reconciliación es imposible si el autor del crimen sigue
pensando que lo suyo fue un gesto heroico; sólo tiene sentido en el momento en
que quiera dejar atrás esa violencia pasada. Debe entender él y la sociedad que
su recuperación es fundamental pero que eso tiene un precio, enfrentarse a la
culpa, y, por eso, no cabe olvido o pasar página.
8. Conclusión: la memoria permite rescatar el viejo
concepto de justicia general.
Hoy domina en justicia el concepto de "justicia
social", un tipo de justicia distributiva y, por tanto, particular, que no
tiene el alcance del concepto antiguo de justicia general, prácticamente
desaparecido. ¿Cabe la posibilidad de recuperar el concepto de justicia general
sin las limitaciones de la justicia de los antiguos? ¿no será eso a lo que
Benjamin apunta cuando habla de una justicia/memoria “en la que nada se
pierda”?
La justicia general
estaba regida por el principio "pars et totum quodanmodo sunt
idem", lo que equivale a decir, en primer lugar, que el bien común no
existe al margen de las partes, como si cada parte llevara inscrita en su
singularidad una dimensión comunitaria y, en segundo lugar, que hay algo más
que las partes de suerte que cada parte está remitida a una dimensión superior.
De acuerdo con este planteamiento, cada parte, para ser justa, tiene que
desarrollar sus talentos, en tanto que todos los demás son responsables de
crear las condiciones para el desarrollo de los talentos de cada cual. Habría
entonces injusticia si uno no desarrolla los talentos o los demás no crean las
condiciones del desarrollo.
Esta ambiciosa justicia general tenía, sin embargo, un
deficit de universalidad, el mismo
que arrastraba el concepto de virtud. El acto virtuoso estaba al servicio de la
naturaleza de suerte que su recorrido no podía traspasar lo que dictara la
naturaleza. Si, como en el caso de Aristóteles, el esclavo no participaba de la
naturaleza humana, no tenía nada de injusto tratarle inhumanamente. Al
centrarse la virtud, por otro lado, en el acto humano, tenía poco oído para las
dimensiones estructurales o incluso institucionales de la justicia.
Para los modernos uno de los momentos estructurales
más importantes es el lenguaje. Walter Benjamin hace de él una de las
encrucijadas decisivas de la justicia. En su teoría del lenguaje distingue el
lenguaje adámico, anterior a la caída, y el postadámico que es el nuestro.
Propio del primero era la adecuación del nombre a la esencia lingüística de lo que
nombra. El nombre que Adam daba a las cosas respondía al ser de las cosas. El
hombre postadámico ha perdido ese poder. Lo único que ahora podemos es
aproximarnos torpemente a las cosas a través de denominaciones que velan más
que desvelan o revelan el ser de las cosas. Ahora las cosas se sienten
injustamente nombradas.
Una justicia general, pensada en clave benjaminiana,
tendría que ocuparse no sólo del bien común, sino de lo innombrado con nuestras
palabras para "que nada se pierda", como él dice. Esta nueva forma de
justicia estructural sólo puede ser negativa porque no se nos alcanza
positivamente el ser lingüístico de las cosas o de los acontecimientos.
Podríamos recurrir, para explicarlo, a la imagen del
ánfora (que el propio Benjamin propone a propósito de la traducción (GS IV/1, 18).
La justicia es como un ánfora rota cuya reconstrucción depende de que
encontremos a cada parte su trozo correspondiente. Las partes no son iguales,
como no lo son los trozos de un objeto roto. La justicia es el proceso
impulsado por la parte ya localizada. La justicia general reside en el campo
abierto o en la interpelación que nos dirige cada experiencia -cada trozo
encontrado- de injusticia. Lo que la metáfora nos dice es que el ánfora está
rota. No hay foto de archivo que sirva de modelo con el que guiarnos en la
restauración de la obra. El ánfora es un proyecto que sólo se puede poner en
marcha reconociendo a cada parte el carácter de fragmento, de trozo singular a
la búsqueda de su complementario. La justicia no puede ser una teoría cerrada,
no tiene un fin, sino que es un pro-yecto. Las partes rotas del ánfora aluden,
por un lado, a esa historia passionis
que subyace a cada singular, substrato que es ninguneado por la teoría general
de la justicia, y, por otro, a los silencios subyacentes a toda palabra y que
son declarados insignificantes por los discursos dominantes. Hablar de justicia
es avanzar desde cada fragmento.
Reyes Mate (artículo publicado
en Iglesia Viva, nr 247, 2011, pp. 29-49)
Notas:
(1) El presente texto recoge el hilo
conductor del Tratado de la injusticia (Anthropos, Barcelona, 2011). El lector podrá
recurrir a ese libro para ver el desarrollo o la fundamentación de las
afirmaciones que aquí se hacen.
(2) Una explicación de por qué no puede
probarlas, en Mate, Reyes, 2011, Tratado
de la injusticia, Anthropos, Barcelona, 123 y ss.
(3) Ver Mate, Reyes, 2011, 33 y ss.