El reciente incendio de Sierra
Bermejo, en la serranía de Málaga, y la erupción volcánica en la isla de Palma,
que está teniendo lugar, son dos buenas expresiones de la condición humana. Dos
grandes calamidades que tienen características diferentes: el incendio, que
causó notable desconcierto porque poseía una violencia desconocida, fue, al
parecer, provocado, las lenguas de fuego que serpentean en la isla canaria,
son, por el contrario, naturales.
El que un desastre haya sido
provocado por el ser humano y el otro, no, no afecta desde luego a su capacidad
de daño. La naturaleza con sus temblores, erupciones o devastaciones puede ser
igual de dañina que la mano del hombre, pero el hecho de que el daño sea en un
caso provocado y, en el otro, natural, no puede ocultar su extraña complicidad.
El fuego provocado pone de manifiesto
el poder del ser humano, poderío que puede manifestarse inventando una vacuna
en nueve meses o, también, haciendo gala de una descomunal capacidad
destructora, incendiando el bosque. El hombre, en efecto, ha producido con toda naturalidad armas
atómicas con las que reducir varias veces a cenizas la tierra que habita. El fuego
de Sierra Bermejo es un ejemplo del poderío del hombre; la erupción volcánica
es, por el contrario, expresión de su impotencia. Frente al poder prometeico
del fuego en manos del hombre, la erupción volcánica se encarga de recordarnos
la insignificancia del hombre en el mundo.
Los filósofos de la ciencia
recuerdan las distintas humillaciones que ha sufrido el hombre en los últimos
siglos: la primera la propinó Copérnico al hacernos ver que la tierra no era el
centro del mundo, como creíamos, sino una partícula insignificante en un
universo de dimensiones inconmensurables; la segunda fue causada por Darwin
quien rebajó los humos del ser humano al demostrar que viene del mono y no es
por tanto el rey de la creación como cuentan sus poetas; la tercera fue un
regalo de Freud quien, con sus estudios sobre el inconsciente, nos dejó bien
claro que ni siquiera el hombre más sabio es dueño de su propia casa. Lógico
entones que la ciencia proclame la indiferencia del mundo respecto al destino
del hombre. El universo tiene otras preocupaciones, máxime si recordamos que esos
cinco milenios que lleva el homo sapiens
en el mundo representan algo así como dos segundos en una jornada de
veinticuatro horas.
Pintamos efectivamente poco, por eso
no podemos borrar a capricho los desastres naturales. Somos huéspedes en un
universo que tiene sus leyes, de ahí que haya que estar siempre con un pie en
el estribo o dispuestos a partir. Eso no significa que haya que resignarse. La
historia de la humanidad es una lucha por la supervivencia en un medio hostil.
Lo que la historia nos enseña es que
el éxito en esa lucha tan desigual depende de la conciencia que tengamos de
nuestra debilidad. Buena parte de los daños que inferimos a la naturaleza
vienen del falso supuesto de que somos invencibles y que podemos con todo. Nos
imaginamos que podemos, con todo derecho, construir pisos en una torrentera que
un buen día el agua se los llevará por delante, o que podemos hacer leyes que
declaren urbanizable territorios, como las laderas de los volcanes, de los que
la madre naturaleza no quiere desprenderse. Litigar contra ella es una soberana
torpeza. Si lo hacemos es porque creemos que el homo sapiens que somos, dispone de un poder científico capaz de
convertir las cenizas en perlas y los desechos en corales, como hace el mar.
Grave equivocación porque la ciencia no hace milagros. Hay daños irreparables y
esta ciencia, si en algo es ilimitada, es en su capacidad de destruir vida y,
de momento, no en crearla.
Seremos más eficaces en la lucha por
la vida si reconocemos nuestra debilidad, que es el mensaje que nos llega desde
el volcán canario. Nuestro fuerte no consiste en echar un pulso a las fuerzas
telúricas sino en respetarlas. No podemos parar el río de fuego que baja de la
montaña, pero sí podemos dejarle pasar, ponernos a salvo y buscar un lugar
donde colocar la tienda que quede lejos de su camino.
Podría servirnos de ayuda la
reflexión que se hizo Immanuel Kant, el filósofo que más empeño puso en
defender el valor del ser humano, cuando, extasiado ante la magnificencia del
universo, hablaba “del cielo estrellado sobre mí y de la ley moral en mí”. El
ser humano es, efectivamente, un punto perdido en la inmensidad del universo.
Ante tanta grandeza sólo cabe admiración y respeto. Pero todo no acaba ahí pues
enseguida añade que ese mismo hombre, tan insignificante, es poseedor de una
baza que nadie más tiene en el cosmos, a saber, “la ley moral”.
La ley moral, en su boca, significa
conciencia, es decir, poder darse normas racionales y libres; reglas que nadie,
ni nada, puede imponernos. Lo que está diciendo es que la inteligencia compensa
nuestra debilidad. Con ella podemos, por ejemplo, reconocer nuestros límites,
los que nos impone la naturaleza y también los demás seres humanos. No tenemos
por qué competir con los volcanes. Lo que sí podemos es convertir a la
naturaleza en nuestro mejor aliado: ¿acaso no sabemos que respiramos mejor con
aire limpio? Y respeto a nuestro congéneres, mejor nos irá si les consideramos
prójimos y no enemigos. Estos son los matices que aporta la luz que brilla en
la ley moral aunque sea imperceptible en el seno de la luminaria celeste.
Somos efectivamente poca cosa y en
lo que podemos sobresalir es en la conciencia de la fragilidad humana y en la
capacidad de entender y respetar la fuerza del universo. Cuando lo olvidamos e
invadimos el espacio sideral como si fuéramos los dueños de la nave, recibimos
un doloroso aviso para que ocupemos el asiento que nos corresponde. El
espectáculo desolador de una naturaleza desenfrenada que se está llevando por
delante tantos jirones de vida humana en la isla de La Palma, nos recuerda el
modesto lugar del ser humano en el mundo, aunque él dispone, a diferencia del
rey Sol y otros astros, de una luz que le permite maravillarse ante tamaño
espectáculo. Esa es nuestra grandeza y no la del pirómano o la del agente
inmobiliario que quiere vendernos parcelas volcánicas.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 26 de septiembre 2021)