4/10/21

“El cielo estrellado, sobre mí, y, la ley moral, en mí”

             El reciente incendio de Sierra Bermejo, en la serranía de Málaga, y la erupción volcánica en la isla de Palma, que está teniendo lugar, son dos buenas expresiones de la condición humana. Dos grandes calamidades que tienen características diferentes: el incendio, que causó notable desconcierto porque poseía una violencia desconocida, fue, al parecer, provocado, las lenguas de fuego que serpentean en la isla canaria, son, por el contrario, naturales.

             El que un desastre haya sido provocado por el ser humano y el otro, no, no afecta desde luego a su capacidad de daño. La naturaleza con sus temblores, erupciones o devastaciones puede ser igual de dañina que la mano del hombre, pero el hecho de que el daño sea en un caso provocado y, en el otro, natural, no puede ocultar su extraña complicidad.

             El fuego provocado pone de manifiesto el poder del ser humano, poderío que puede manifestarse inventando una vacuna en nueve meses o, también, haciendo gala de una descomunal capacidad destructora, incendiando el bosque. El hombre, en efecto,  ha producido con toda naturalidad armas atómicas con las que reducir varias veces a cenizas la tierra que habita. El fuego de Sierra Bermejo es un ejemplo del poderío del hombre; la erupción volcánica es, por el contrario, expresión de su impotencia. Frente al poder prometeico del fuego en manos del hombre, la erupción volcánica se encarga de recordarnos la insignificancia del hombre en el mundo.

             Los filósofos de la ciencia recuerdan las distintas humillaciones que ha sufrido el hombre en los últimos siglos: la primera la propinó Copérnico al hacernos ver que la tierra no era el centro del mundo, como creíamos, sino una partícula insignificante en un universo de dimensiones inconmensurables; la segunda fue causada por Darwin quien rebajó los humos del ser humano al demostrar que viene del mono y no es por tanto el rey de la creación como cuentan sus poetas; la tercera fue un regalo de Freud quien, con sus estudios sobre el inconsciente, nos dejó bien claro que ni siquiera el hombre más sabio es dueño de su propia casa. Lógico entones que la ciencia proclame la indiferencia del mundo respecto al destino del hombre. El universo tiene otras preocupaciones, máxime si recordamos que esos cinco milenios que lleva el homo sapiens en el mundo representan algo así como dos segundos en una jornada de veinticuatro horas.

             Pintamos efectivamente poco, por eso no podemos borrar a capricho los desastres naturales. Somos huéspedes en un universo que tiene sus leyes, de ahí que haya que estar siempre con un pie en el estribo o dispuestos a partir. Eso no significa que haya que resignarse. La historia de la humanidad es una lucha por la supervivencia en un medio hostil.

             Lo que la historia nos enseña es que el éxito en esa lucha tan desigual depende de la conciencia que tengamos de nuestra debilidad. Buena parte de los daños que inferimos a la naturaleza vienen del falso supuesto de que somos invencibles y que podemos con todo. Nos imaginamos que podemos, con todo derecho, construir pisos en una torrentera que un buen día el agua se los llevará por delante, o que podemos hacer leyes que declaren urbanizable territorios, como las laderas de los volcanes, de los que la madre naturaleza no quiere desprenderse. Litigar contra ella es una soberana torpeza. Si lo hacemos es porque creemos que el homo sapiens que somos, dispone de un poder científico capaz de convertir las cenizas en perlas y los desechos en corales, como hace el mar. Grave equivocación porque la ciencia no hace milagros. Hay daños irreparables y esta ciencia, si en algo es ilimitada, es en su capacidad de destruir vida y, de momento, no en crearla.

             Seremos más eficaces en la lucha por la vida si reconocemos nuestra debilidad, que es el mensaje que nos llega desde el volcán canario. Nuestro fuerte no consiste en echar un pulso a las fuerzas telúricas sino en respetarlas. No podemos parar el río de fuego que baja de la montaña, pero sí podemos dejarle pasar, ponernos a salvo y buscar un lugar donde colocar la tienda que quede lejos de su camino.

             Podría servirnos de ayuda la reflexión que se hizo Immanuel Kant, el filósofo que más empeño puso en defender el valor del ser humano, cuando, extasiado ante la magnificencia del universo, hablaba “del cielo estrellado sobre mí y de la ley moral en mí”. El ser humano es, efectivamente, un punto perdido en la inmensidad del universo. Ante tanta grandeza sólo cabe admiración y respeto. Pero todo no acaba ahí pues enseguida añade que ese mismo hombre, tan insignificante, es poseedor de una baza que nadie más tiene en el cosmos, a saber, “la ley moral”.

             La ley moral, en su boca, significa conciencia, es decir, poder darse normas racionales y libres; reglas que nadie, ni nada, puede imponernos. Lo que está diciendo es que la inteligencia compensa nuestra debilidad. Con ella podemos, por ejemplo, reconocer nuestros límites, los que nos impone la naturaleza y también los demás seres humanos. No tenemos por qué competir con los volcanes. Lo que sí podemos es convertir a la naturaleza en nuestro mejor aliado: ¿acaso no sabemos que respiramos mejor con aire limpio? Y respeto a nuestro congéneres, mejor nos irá si les consideramos prójimos y no enemigos. Estos son los matices que aporta la luz que brilla en la ley moral aunque sea imperceptible en el seno de la luminaria celeste.

             Somos efectivamente poca cosa y en lo que podemos sobresalir es en la conciencia de la fragilidad humana y en la capacidad de entender y respetar la fuerza del universo. Cuando lo olvidamos e invadimos el espacio sideral como si fuéramos los dueños de la nave, recibimos un doloroso aviso para que ocupemos el asiento que nos corresponde. El espectáculo desolador de una naturaleza desenfrenada que se está llevando por delante tantos jirones de vida humana en la isla de La Palma, nos recuerda el modesto lugar del ser humano en el mundo, aunque él dispone, a diferencia del rey Sol y otros astros, de una luz que le permite maravillarse ante tamaño espectáculo. Esa es nuestra grandeza y no la del pirómano o la del agente inmobiliario que quiere vendernos parcelas volcánicas.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 26 de septiembre 2021)