12/9/17

La autoridad de las víctimas (*)

            Víctimas ha habido siempre pero eran insignificantes. Sabemos que la historia de la humanidad se ha construido sobre los sufrimientos de los más débiles pero no lo dábamos importancia porque era el precio del progreso. Y, sin ir tan lejos, hemos visto cómo en estas tierras durante mucho tiempo se enterraban a las víctimas del terror en silencio, privatizando el dolor, como si el crimen fuera un accidente carente de cualquier significación pública.

            No se puede decir que la banalización del sufrimiento, en un caso, y la privatización, en el otro, nos haya hecho mejores. Si la gran historia sigue avanzando sobre cadáveres, la cercana, tan empeñada en pasar página, corre el riesgo de entregar su futuro a quienes han tachado de su agenda el sentido de la responsabilidad por el pasado. Lo que en este caso tienen en común la gran historia y la de nuestro pueblo es  hacer inútil todo el sufrimiento acumulado.


            Eso no nos lo podemos permitir porque no es posible. Gracias a la memoria las víctimas, en efecto, se han hecho visibles. Ya no se sostiene la idea, tan repetida a lo largo de los siglos, de que el éxito del presente justifica todos los sacrificios pasados. El bienestar de las generaciones presentes no amortiza las injusticias pasadas. La felicidad de los nietos no borra los sufrimientos inferidos a los abuelos. Frente a todas esas estrategias de olvido se levanta la voz de la memoria de las víctimas pidiendo justicia.

            Durante mucho tiempo el dolor de las víctimas era sólo cosa de ellas, por eso el duelo de los próximos no debía transcender, y la justicia, en el mejor de los casos, valía para castigar al culpable, pasando a segundo lugar la reparación de los daños a las víctimas. Eso empieza a cambiar. Gracias al modesto poder de la memoria se hacen presentes las injusticias pasadas y por eso los descendientes de esclavos piden justicia por los daños a los abuelos o herederos de pueblos colonizados pasan factura por el expolio de sus tierras y culturas. Esta onda expansiva de la memoria también alcanza a los autores del terrorismo en España y a su entorno. El  hecho de que las fuerzas democráticas hayan conseguido acallar sus armas no puede significar que olvidemos a los  miles de asesinados, secuestrados, torturados, extorsionados, atemorizados y exiliados. Por muy socorrido que sea el recurso de los poderes políticos a la política de la memoria para utilizar el pasado en su beneficio, ahí está la memoria de la víctima invitándonos a ver la realidad pasada y presente con los ojos de los que sufren.

            No se trata de poner trabas a la convivencia recordando momentos traumáticos que nos retrotraen a tiempos en los que la sociedad vasca se dividía entre los que celebraban la muerte y quienes la lloraban. Se trata de construirla sobre pilares sólidos y para eso hay que partir de los destrozos sociales causados por tantos años de violencia. Si queremos construir una sociedad en paz y sin nuevas víctimas hay que tomarse muy en serio a las víctimas pasadas porque si decidimos pasar página porque ya no hay tiros ¿qué impide volver a las pistolas si basta dejar de usarlas para que todo se olvide?  Si no queremos construir la convivencia de las generaciones futuras sobre el sufrimiento de una parte de las sociedad, tenemos que traer al presente a las víctimas contemporáneas, hacerlas visibles y recordarlas para saber qué es lo que no podemos hacer y qué deuda tenemos con el pasado. Lo que, en primer lugar, no podemos hacer es recurrir al crimen como arma política. En una democracia matar por una idea no es defender un ideal es cometer un crimen. Esto que ha costado entenderlo tanto tiempo y tanta sangre, es una lección inolvidable. Con ese pasado tenemos, en segundo lugar, una deuda pendiente: les debemos verdad y justicia. Y eso significa, por un lado, reparar lo reparable y hacer memoria de lo irreparable. Pero también reconstruir el relato de ausencias cuya clave tiene, en muchos casos, el autor del crimen o la organización criminal. Sin verdad y sin justicia no hay manera de suturar la fractura social que provocó la catástrofe terrorista.

            Se ve así cómo el significado de las víctimas es privado y público pues afecta al destino de los que son directamente golpeados pero también al de la sociedad que ampara o tolera la violencia. Ahora bien, hablar de la significación privada y pública de la víctima es tanto como reconocer su autoridad a la hora de superar el pasado y construir el futuro.

            Esa autoridad alcanza en primer lugar al autor del daño. Quien dispara para defender una idea política se asemeja a aquel personaje dostoievskiano que quería matar para demostrar su superioridad. Lo hace, en efecto, pero lo que descubre es que ha asesinado a su propia humanidad y que sólo puede acceder de nuevo  a ella de la mano de la vida arrebatada. Su vida humana ahora depende de la vida asesinada. La víctima se convierte en la guía de su reconquista humanitaria y esto no porque la víctima sepa mucho o poco sobre la vida sino porque representa la vida que todos debemos respetar y defender. La víctima es guía porque en su fragilidad ante el poder de las pistolas pide del otro el gesto humano de que la defienda y no la vulnere. Si el terrorista mata, muere él en su humanidad y sólo volverá a la vida si reconoce en la vida quitada un valor absoluto.  Por eso es tan importante el reconocimiento del daño causado a un ser inocente. Ese gesto significa mucho para la víctima pero mucho más para el victimario porque ese reconocimiento es la puerta giratoria que le puede llevar a la reconquista de la humanidad perdida.

            Pero también tiene una dimensión política. Las balas asesinas tenían un mensaje político dirigido a las víctimas: vosotros no contáis para la patria por la que luchamos y matamos. Ahora bien, si las víctimas del terrorismo llevan grabado en su destino el mensaje de la exclusión política, su memoria debe suponer la alternativa a cualquier política excluyente. La sociedad que las recuerde no puede ser excluyente o, dicho de otra manera, no puede permitirse alentar ni promover factores que han servido para discriminar entre ciudadanos tales como la raza, la sangre, la lengua o la cultura. La memoria de la víctima obliga a un nuevo tipo de política que no puede permitirse ninguna forma de victimación. No se espera ya de los políticos que salven ideales abstractos, como la patria o la clase, sino que se hagan  cargo del sufrimientos de los individuos.

            Donde mejor se expresa la mansa autoridad de la víctima es en el conflictivo asunto del relato de lo acontecido. Los violentos siempre han tenido un cuidado especial en privar al crimen de significación moral sea borrándole de la conciencia, sea presentándole como inevitable o justificable habida cuenta de las circunstancias. Los relatos se han convertido en el lugar de esta decisiva batalla interpretativa. Es lógico que haya pluralidad de relatos si por ello entendemos la vivencia subjetiva de los acontecimientos. Pluralidad también comprensible entre historiadores si por ello entendemos  enfoques diferenciaos de un proceso tan largo y complejo: uno puede analizar el terrorismo, por ejemplo,  desde el punto de vista de la actitud de la iglesia católica y otro poniendo el foco en los extorsionados. Son enfoques distintos pero no incompatibles si están hechos con profesionalidad. Pero donde no puede haber pluralidad  es en la valoración moral de la violencia. Matar por razones políticas sólo puede ser un crimen. Nada hay que justifique a las ideologías que lo han defendido y nada que exculpe a quienes lo han practicado. Pretender rebajar la gravedad de un crimen convocando otro, de signo contrario, es una impostura porque en vez de poner el acento en la culpa, busca la exculpación. Pasa lo mismo que cuando el autor de un crimen se niega a pedir perdón mientras no lo pidan otros. Es un gesto inmoral porque el perdón deriva del reconocimiento del daño que su acto ha causado y no de lo que hagan los demás. En todas estas reacciones se sacrifica la reflexión moral al cálculo político, olvidando que por encima de todo cálculo está la figura de un ser inocente, la víctima, que desde su infinita fragilidad nos pide que nos hagamos cargo de ella, que protejamos la vida, que reconozcamos que haber matado para defender una idea ha minado nuestras defensas humanitarias. Precisamente porque el terror mina la humanidad de quien lo practica o consiente, es por lo que estamos obligados a reconocer la autoridad de las víctimas, si de verdad queremos insuflar humanidad en la existencia individual y colectiva.


Reyes Mate (*Texto leído en el Teatro de la Opera en Madrid con motivo del XX aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, julio 2017)