Víctimas ha habido siempre pero eran
insignificantes. Sabemos que la historia de la humanidad se ha construido sobre
los sufrimientos de los más débiles pero no lo dábamos importancia porque era
el precio del progreso. Y, sin ir tan lejos, hemos visto cómo en estas tierras
durante mucho tiempo se enterraban a las víctimas del terror en silencio,
privatizando el dolor, como si el crimen fuera un accidente carente de
cualquier significación pública.
No se puede decir que la
banalización del sufrimiento, en un caso, y la privatización, en el otro, nos
haya hecho mejores. Si la gran historia sigue avanzando sobre cadáveres, la
cercana, tan empeñada en pasar página, corre el riesgo de entregar su futuro a
quienes han tachado de su agenda el sentido de la responsabilidad por el pasado.
Lo que en este caso tienen en común la gran historia y la de nuestro pueblo es hacer inútil todo el sufrimiento acumulado.
Eso no nos lo podemos permitir porque
no es posible. Gracias a la memoria las víctimas, en efecto, se han hecho
visibles. Ya no se sostiene la idea, tan repetida a lo largo de los siglos, de
que el éxito del presente justifica todos los sacrificios pasados. El bienestar
de las generaciones presentes no amortiza las injusticias pasadas. La felicidad
de los nietos no borra los sufrimientos inferidos a los abuelos. Frente a todas
esas estrategias de olvido se levanta la voz de la memoria de las víctimas
pidiendo justicia.
Durante mucho tiempo el dolor de las
víctimas era sólo cosa de ellas, por eso el duelo de los próximos no debía transcender,
y la justicia, en el mejor de los casos, valía para castigar al culpable,
pasando a segundo lugar la reparación de los daños a las víctimas. Eso empieza
a cambiar. Gracias al modesto poder de la memoria se hacen presentes las
injusticias pasadas y por eso los descendientes de esclavos piden justicia por
los daños a los abuelos o herederos de pueblos colonizados pasan factura por el
expolio de sus tierras y culturas. Esta onda expansiva de la memoria también
alcanza a los autores del terrorismo en España y a su entorno. El hecho de que las fuerzas democráticas hayan
conseguido acallar sus armas no puede significar que olvidemos a los miles de asesinados, secuestrados,
torturados, extorsionados, atemorizados y exiliados. Por muy socorrido que sea
el recurso de los poderes políticos a la política de la memoria para utilizar
el pasado en su beneficio, ahí está la memoria de la víctima invitándonos a ver
la realidad pasada y presente con los ojos de los que sufren.
No se trata de poner trabas a la
convivencia recordando momentos traumáticos que nos retrotraen a tiempos en los
que la sociedad vasca se dividía entre los que celebraban la muerte y quienes
la lloraban. Se trata de construirla sobre pilares sólidos y para eso hay que
partir de los destrozos sociales causados por tantos años de violencia. Si
queremos construir una sociedad en paz y sin nuevas víctimas hay que tomarse
muy en serio a las víctimas pasadas porque si decidimos pasar página porque ya
no hay tiros ¿qué impide volver a las pistolas si basta dejar de usarlas para
que todo se olvide? Si no queremos
construir la convivencia de las generaciones futuras sobre el sufrimiento de
una parte de las sociedad, tenemos que traer al presente a las víctimas
contemporáneas, hacerlas visibles y recordarlas para saber qué es lo que no
podemos hacer y qué deuda tenemos con el pasado. Lo que, en primer lugar, no
podemos hacer es recurrir al crimen como arma política. En una democracia matar
por una idea no es defender un ideal es cometer un crimen. Esto que ha costado
entenderlo tanto tiempo y tanta sangre, es una lección inolvidable. Con ese
pasado tenemos, en segundo lugar, una deuda pendiente: les debemos verdad y
justicia. Y eso significa, por un lado, reparar lo reparable y hacer memoria de
lo irreparable. Pero también reconstruir el relato de ausencias cuya clave
tiene, en muchos casos, el autor del crimen o la organización criminal. Sin
verdad y sin justicia no hay manera de suturar la fractura social que provocó
la catástrofe terrorista.
Se ve así cómo el significado de las
víctimas es privado y público pues afecta al destino de los que son
directamente golpeados pero también al de la sociedad que ampara o tolera la
violencia. Ahora bien, hablar de la significación privada y pública de la
víctima es tanto como reconocer su autoridad a la hora de superar el pasado y
construir el futuro.
Esa autoridad alcanza en primer
lugar al autor del daño. Quien dispara para defender una idea política se
asemeja a aquel personaje dostoievskiano que quería matar para demostrar su
superioridad. Lo hace, en efecto, pero lo que descubre es que ha asesinado a su
propia humanidad y que sólo puede acceder de nuevo a ella de la mano de la vida arrebatada. Su
vida humana ahora depende de la vida asesinada. La víctima se convierte en la
guía de su reconquista humanitaria y esto no porque la víctima sepa mucho o
poco sobre la vida sino porque representa la vida que todos debemos respetar y
defender. La víctima es guía porque en su fragilidad ante el poder de las
pistolas pide del otro el gesto humano de que la defienda y no la vulnere. Si
el terrorista mata, muere él en su humanidad y sólo volverá a la vida si
reconoce en la vida quitada un valor absoluto.
Por eso es tan importante el reconocimiento del daño causado a un ser
inocente. Ese gesto significa mucho para la víctima pero mucho más para el
victimario porque ese reconocimiento es la puerta giratoria que le puede llevar
a la reconquista de la humanidad perdida.
Pero también tiene una dimensión
política. Las balas asesinas tenían un mensaje político dirigido a las
víctimas: vosotros no contáis para la patria por la que luchamos y matamos.
Ahora bien, si las víctimas del terrorismo llevan grabado en su destino el
mensaje de la exclusión política, su memoria debe suponer la alternativa a
cualquier política excluyente. La sociedad que las recuerde no puede ser
excluyente o, dicho de otra manera, no puede permitirse alentar ni promover
factores que han servido para discriminar entre ciudadanos tales como la raza,
la sangre, la lengua o la cultura. La memoria de la víctima obliga a un nuevo
tipo de política que no puede permitirse ninguna forma de victimación. No se
espera ya de los políticos que salven ideales abstractos, como la patria o la
clase, sino que se hagan cargo del
sufrimientos de los individuos.
Donde mejor se expresa la mansa
autoridad de la víctima es en el conflictivo asunto del relato de lo acontecido.
Los violentos siempre han tenido un cuidado especial en privar al crimen de
significación moral sea borrándole de la conciencia, sea presentándole como
inevitable o justificable habida cuenta de las circunstancias. Los relatos se
han convertido en el lugar de esta decisiva batalla interpretativa. Es lógico
que haya pluralidad de relatos si por ello entendemos la vivencia subjetiva de
los acontecimientos. Pluralidad también comprensible entre historiadores si por
ello entendemos enfoques diferenciaos de
un proceso tan largo y complejo: uno puede analizar el terrorismo, por
ejemplo, desde el punto de vista de la actitud
de la iglesia católica y otro poniendo el foco en los extorsionados. Son
enfoques distintos pero no incompatibles si están hechos con profesionalidad.
Pero donde no puede haber pluralidad es
en la valoración moral de la violencia. Matar por razones políticas sólo puede
ser un crimen. Nada hay que justifique a las ideologías que lo han defendido y
nada que exculpe a quienes lo han practicado. Pretender rebajar la gravedad de
un crimen convocando otro, de signo contrario, es una impostura porque en vez
de poner el acento en la culpa, busca la exculpación. Pasa lo mismo que cuando
el autor de un crimen se niega a pedir perdón mientras no lo pidan otros. Es un
gesto inmoral porque el perdón deriva del reconocimiento del daño que su acto
ha causado y no de lo que hagan los demás. En todas estas reacciones se
sacrifica la reflexión moral al cálculo político, olvidando que por encima de
todo cálculo está la figura de un ser inocente, la víctima, que desde su
infinita fragilidad nos pide que nos hagamos cargo de ella, que protejamos la
vida, que reconozcamos que haber matado para defender una idea ha minado
nuestras defensas humanitarias. Precisamente porque el terror mina la humanidad
de quien lo practica o consiente, es por lo que estamos obligados a reconocer
la autoridad de las víctimas, si de verdad queremos insuflar humanidad en la
existencia individual y colectiva.
Reyes
Mate (*Texto leído en el Teatro de la Opera en Madrid con motivo del XX
aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, julio 2017)