No han pasado en vano los trece años
que van desde la primera ley de Memoria Histórica, en el 2007, y esta nueva cuyo
proyecto acaba de ser aprobado por el consejo de ministros. Ha crecido en la
sociedad el concepto de memoria y por eso en la nueva ley el Estado se
encargará de oficio de abrir las fosas comunes, se declararán nulos juicios y
sentencias que operaron sin garantías procesales y se rehabilitará el Valle de
los Caídos.
Es el momento pues del debate
público sobre lo grande y lo pequeño de la ley.
De entrada, digamos que resulta
altamente significativo que se recurra al término “resignificar” para dar a
entender el sentido de esta mirada sobre la Guerra Civil. Hubo un pasado de
consecuencias catastróficas que es ciertamente inamovible pero que podemos
recordar de tal forma que se transforme en una razón de convivencia. No se
trata de reescribir la historia sino de leerla de otra manera. Es la diferencia
entre historia y memoria: la historia está obligada a los hechos ocurridos
mientras que la memoria es una lectura moral de lo que pasó. Y esa dimensión
moral de la memoria se substancia en la idea del “nunca más”. Recordamos no
tanto para conocer los hechos –de eso ya se encarga la historia- sino para que
la barbarie pasada no se repita, es decir, recordamos para hacer las cosas de
otra manera, mejor.
Gracias pues a la memoria lo
recordado cambia de significación: lo que una vez ocurrió como expresión del
odio entre dos Españas, es ahora recordado como una dura experiencia de la que
estamos dispuestos a aprender.
La resignificación sería agua de
borrajas si no estuviera acompañada, por parte de todos, de esta disposición a
aprender. Y para poder aprender algo nuevo de un asunto tan manido como la
Guerra Civil, hay que desaprender. Hay que cuestionar las seguridades de las
que partimos convencidos de que ya no se trata tanto de saber quien tuvo razón
cuanto de poner la razón que cada cual tenga al servicio de la no repetición.
La resignificación prohíbe la repetición del pasado -y eso vale para todos- y
obliga, por el contrario, a hacer política de otra manera. La memoria de la II
República no puede ser reivindicar la III sino aprender a resolver
pacíficamente los conflictos sociales y políticos, a diferencia de lo que
ocurrió entonces.
Conviene resaltar esta invocación de
la resignificación del pasado porque fueron muchos los que se pronunciaron en
su contra cuando la ley de Rodríguez Zapatero. Decían, por ejemplo, del Valle
de los Caídos que eso no podía dejar de ser un lugar de memoria franquista
porque estaba inscrita en sus piedras. Si aquello nació para honrar a “los
mártires de la Cruzada”, debía seguir así. En el fondo coincidían con los que
se situaban en el polo ideológico opuesto, los benedictinos del Valle, para los
que “esto no se toca”. Pero no hay más que darse una vuelta por el pasado más
catastrófico del siglo XX para entender lo que significa resignificación. Quien
hoy visite Auschwitz observará que quienes van por allí son los deudos de las
víctimas y no los herederos de los verdugos. Auschwitz, nacido como emblema
nazi, se había convertido en un lugar de la memoria de las víctimas. La
resignificación es posible.
Otro rasgo llamativo del proyecto de
ley es su título “Ley de Memoria Democrática”. Está claro que lo que se
pretende es orientar toda esta inversión política y cultural anamnética en
provecho de la democracia, de suerte que la convivencia se vea reforzada y no
debilitada por esta visita al pasado. Pero el adjetivo “democrático” puede
inducir al error.
Podría parecer, en efecto, que la
democracia sólo pudiera nutrirse de memorias que recuerdan los sufrimientos
causados a demócratas. Como si lo importante en la memoria fuera la ideología
de las víctimas en cuyo caso la memoria de víctimas fascistas, por ejemplo, no
tuvieran sitio en esta “memoria democrática”. Eso sería un grave error porque
la democracia tiene que atender la memoria de todas las víctimas, también las
que pertenecieran al bando franquista, aunque fueran perpetradas por sujetos
republicanos. Para la memoria las víctimas no tienen color. Si son víctimas,
son inocentes y, por tanto, son memorables porque han sufrido una violencia
inmerecida. Y lo que enriquece la democracia no es su color político sino el
alcance de nuestra responsabilidad, es decir, que nos sintamos interpelados por
su sufrimiento y, consecuentemente, que revisemos las estrategias políticas que
llevaron a esa violencia criminal, aunque fuera protagonizada por alguno de los
nuestros. La memoria histórica es algo más que una memoria democrática porque
incluye exigencias morales que desbordan el campo de la política (y de la
justicia), siendo una llamada a la responsabilidad por los daños recordados: los
causados a los nuestros y también por los nuestros. La memoria democrática sólo
es alternativa a “las políticas franquistas de la memoria” si es inclusiva, de
lo contrario, sería su triste réplica.
Hay otro aspecto que merece
discusión. Es muy loable la idea de enriquecer el discurso político con la
carga moral que proviene de la memoria pues eso obliga a desterrar de la
gestión política todo asomo de violencia. Pero no conviene perder de vista que
siempre será más exigente la memoria que la política. Paul Ricoeur relaciona
íntimamente perdón y memoria. Eso provoca salpullidos a muchos políticos pues
les parece que términos como perdón o reconciliación son de otra escala. Entendemos
que una Ley como ésta no tenga que planteárselo porque el perdón es un gesto
individual y la ley tiene que atender a lo general, pero no puede cerrar las
puertas a esa dimensión porque es una aspiración de la memoria. Las leyes como
la política tienen mucho que decir sobre la memoria y por eso es bienvenida una
ley como ésta. Pero el camino de la memoria sigue abierto ya que su meta
consiste en aprender a convivir fraternalmente. Y eso nos queda aún lejos.
Todavía hoy nos resultan extraños los imperativos morales que Manuel Azaña invocaba
como base de la convivencia futura (la que tendríamos que construir nosotros),
y que eran los de “paz, piedad, perdón”. Ni el perdón ni la piedad podrían
conformar hoy por hoy artículos de una ley pero para conseguir el fin político
que se propone la ley, virtudes cívicas como esas son determinantes.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 20 de
septiembre 2020)