En las presentaciones de libro hay
invitados que hablan del libro y luego el autor responde. Aquí me he permitido
variar el formato. He querido empezar contando lo que he querido decir con el
libro. Reconozco que es una anomalía porque se entiende que lo que he querido
decir es lo que he escrito. Y libre es el lector de hacer sus lecturas. Si
tengo que explicar lo que he querido decir es porque no lo he conseguido
escribiendo el libro. Es posible que haya algo de eso. Pero, a pesar de todo,
lo hago por si puedo ahorrar al lector una trampa. Hablo efectivamente de
asuntos sobre los que ya he escrito y hablado. El peligro es pensar que “vuelvo
otra vez” sobre los mismos temas. Vuelvo efectivamente pero con un propósito
nuevo. Y es ese propósito nuevo el que quisiera poner de manifiesto en esta
presentación. Es posible que esa intención que ahora quiero explicitar haya
estado siempre latente, incluso sin yo saberlo tan claramente. Quizá, pero
nunca como ahora había sentido la necesidad de ponerlo blanco sobre negro.
1. Doble interés de partida me
llevaron a escribir este libro. El primero era de tipo objetivo: la
excepcionalidad del momento. Partía del convencimiento de que vivimos un
momento excepcional por el peligro del planeta. Podría invocar la autoridad del
físico Stephen Hawking que da por perdido el lugar en que vivimos y aconseja ir
buscándose un sitio alternativo en otro planeta. También las recomendaciones
del Club de Roma que si hace veinte años predicaba un crecimiento sostenible,
ahora piensa que nos hemos pasado de la raya y sólo cabe un desarrollo en
negativo. A estas voces tan autorizadas habría que sumar las de la propia la
NASA que pide medidas urgentes para evitar la catástrofe. Hemos abandonado el
futuro y reducido la existencia (el tiempo) al presente, a nuestro presente,
con lo que, de acuerdo con Zagrebelsky, lo que provocamos es un colapso
histórico. Si sólo nos interesa nuestro presente, vamos a la catástrofe con
paso marcial, sin asomo de un instinto social de conservación.
El
otro factor es más bien subjetivo (relativo a nosotros, a la situación en la
que nos encontramos a la hora de pensar). No podemos pensar de cualquiera
manera. Nosotros, los que vivimos después de Auschwitz, estamos marcados por el
deber de memoria, una expresión francesa
maldita en Francia pero que me vale para dar a entender que tenemos que pensar teniendo
tras de nosotros la experiencia de acontecimientos impensables.Y, como tantas
veces me he dicho a mi mismo, cuando se produce lo impensable, lo acontecido se
convierte en lo que da que pensar. Y eso significa que no nos vale lo hasta
ahora pensado porque pensábamos que no había un impensable que se escapara a
nuestro pensar. Pues, sí, sí lo hay. Por eso hay que pensar de nuevo todo.
Y
empiezo por el tiempo porque es un tema que reúne los dos puntos de partida: es
un tema básico implicado en la gravedad del momento y es un tema que hay pensar
de nuevo porque el tiempo existente es catastrófico
2. Hablemos pues del tiempo. Lo
primero que hay que decir es que escapa a toda racionalización. San Agustín lo
decía con gracia: si alguien no me pregunta por ello, sé perfectamente de qué
va, pero si me lo preguntan, no sé qué decir. Por eso para captar su
significación hay que recurrir al mito: y, en particular, al mito bíblico de la
creación. Ahí se pone en marcha un tipo de tiempo que, más allá de que sea vero
o falso, es el que ha marcado la historia de Occidente.
¿Qué
enseña ese mito? que la historia comienza “el octavo día de la creación”, dice Jacob
Taubes, un autor que sabe de esto. Ese momento fundacional del tiempo coincide
con el primer gesto libre que resulta ser una transgresión, causa además de los
sufrimientos humanos y de la muerte. ¡El primer acto libre de Adam, el hombre
perfecto, es una transgresión! Lo interesante de ese mito es que ese origen
traumático pone en marcha una voluntad
de respuesta a esa pregunta. Llamamos historia a esa elipse que va del primer
al segundo Adam.
Esa
respuesta está animada por un ritmo interior caracterizado por lo siguiente:
tiene que ser aquí y ahora (es mesiánica); la historia tiene un principio y un
fin (es apocalíptica); y el éxito de la respuesta consiste en adelantar el
final: si el final es la reconciliación, el ahora consiste en vivir
fraternalmente (es escatológica).
Esta
herencia bíblica pasa al cristianismo que se vertebra como opción apocalíptica
(la figura de Pablo de Tarso es clave, pero también, claro, el concepto de
“reino” de Jesús).
La
comunidad cristiana es eminentemente apocalíptica por eso se lo juega todo a la
carta de la parusía. Creían en la inminente vuelta del Mesías, es decir, creían
en la inminente respuesta a la pregunta de la transgresión. Pero la parusía no
tiene lugar. La parusía es una experiencia histórica mayor porque su fracaso
obligó a repensar el tiempo apocalíptico y sustituirle por otro tipo de tiempo,
el gnóstico, que se ha impuesto y nos ha conformado.
Lo
que caracteriza al tiempo gnóstico es que supone, en primer lugar, una interiorización de la respuesta o promesa. Taubes
habla de la Weltlosigkeit des Heils
(des-mundamiento o a-mundaneidad de la salvación) y de la Heilslosigkeit del Welt (o el
mundo es el lugar de la perdición), es decir, la salvación ocurre fuera del
tiempo porque este tiempo no es lugar de salvación: el noch nicht de Bloch, la teología trascendental de Barth, la
filosofía de Wittgenstein van en la
misma dirección gnóstica. En segundo lugar, que el tiempo no es finito, siempre
hay tiempo, de ahí el empeño en posponer e impedir el final. Ese tiempo es o
bien asintótico o bien se substancia en repetición, eterno retorno: en ambos
casos nunca ocurre nada: o bien es progreso: un pasar del tiempo donde tampoco
hay novedad posible porque el progreso es progresar, pasar al momento
siguiente, pero con la lógica del momento anterior. Por eso Benjamin dice que
progreso y eterno retorno coinciden. En tercer lugar, se produce una emancipación
de la creatura respecto a su creador.En el tiempo bíblico, Dios está implicado
en la felicidad o infelicidad del ser humano: Job discute con Dios, quiere
hablar cara a cara con él. En el tiempo gnóstico el mal es cosa del hombre o
del tiempo (o de un dios inferior, impotente: por eso el gnosticismo distingue
entre Dios creador, que es malo, el Judengott,
porque es el autor de una creación imperfecta que debe ser rescatada y un Dios
bueno que salva, el Jesusgott).
Eso
parece una ganancia a primera vista, pero tiene un inconveniente: que la
felicidad deje de ser un problema, un desafío, y nos desentendamos de ella y
decaiga. El hombre puede decidir un buen día que eso de la felicidad es
excesivo mientras que la referencia a Dios mantiene vive la exigencia de
felicidad. Con razón dirá Nietzsche que la muerte de Dios conlleva la muerte
del hombre (del hombre que hemos conocido, con esas ansias de felicidad).
Notemos
que aunque el cristianismo considera al gnosticismo una herejía, es decir, no
lo asume totalmente, queda profundamente contaminado. El cristianismo asume o
hace del gnosticismo el Zeitgeist de
su implicación en la historia. Es lo que hace Agustín que combate el
gnosticismo (en su versión maniquea), pero lo asume.
Detengámonos
en Agustín porque su respuesta a la teodicea provoca un triple desplazamiento
que tendrá consecuencias. En primer lugar, exculpación de Dios y endosamiento
de la responsabilidad exclusiva al hombre; en segundo lugar, una espiritualización
del problema del mal: del daño material al pecado; finalmente, la justicia
cambia de acento: en vez de atender al sufrimiento y a la muerte, lo que ahora
se pretende es castigar al culpable o, si no es posible, en expiar la culpa.
Este
triple desplazamiento tiene enormes consecuencias históricas. Para empezar, la obscenidad
de Dios (obsceno significa sacar de la
escena) y absolutismo del ser humano: Dios abandona la escena del mundo que es
ocupada por el sujeto humano. A partir de ahora se podrá hablar de la muerte de
Dios y también de la autonomía humana.
Y
consecuentemente, la idealización del problema del mal (reducido ahora al
pecado, a la ofensa a Dios, o en Kant a violación de la ley). Ahí asoma el
tratamiento deshumanizado del mal (en el
libro me refiero a la polémica entre Kant y Hegel).
3. Analicemos más detenidamente la
obscenidad de Dios, la salida de escena de Dios. Si sale de escena es porque,
según Agustín, no tiene que ver con los problema del ser humano o no es quien para dar una respuesta; y,
según los jóvenes hegelianos, porque el mundo es cosa del hombre adulto. Esta
idea maestra de que el hombre adulto (ilustrado) se hace cargo de sus problemas,
tiene varias expresiones: por un lado, la de la modernidad que representa Marx,
que empieza siendo un joven hegeliano. Para estos filósofos está claro que el
hombre se hace cargo de los problemas que Dios no ha sabido responder. De ahí el
carácter prometeico de su filosofía. Prometeo roba el fuego a los dioses para
entregárselo a los hombres, por eso dirá Marx que ”Prometeo es el más noble de
los santos y mártires de la filosofía”. Por otro, la de los críticos de la
modernidad, con Nietzsche a la cabeza, que sustituye a Dios por el tiempo. El
mundo es una máquina que funciona con piloto automático. No va a ninguna parte
porque todo es evolución, movimiento sin novedad, eterno retorno. El hombre
consiste en experimentar todo, ponerse todos los roles, sin que ninguno deje
nada. El Superhombre no es superman. En tercer lugar, la de los que desvinculan
la modernidad de la religión y de sus críticos y sostienen la tesis de que la
modernidad no es una secularización del cristianismo sino resultado de un
proceso de racionalización que se desentiende de las grandes preguntas sobre el
mal. El hombre moderno ni es una secularización del cristianismo, ni su negación,
sino un ser autónomo. Es la tesis de Blumenberg que rebaja los humos del hombre
bíblico hablando de la triple humillación del hombre moderno: la de Copérnico
que prueba que la tierra no es el ombligo del mundo; la de Darwin que destrona
al hombre del centro de la vida; la de Freud que rebaja los humos al yo
consciente al probar que la mayoría de sus decisiones son del inconsciente.
¿Entonces? hay que desentenderse de
tantas preguntas y responsabilidades que desnortan al pobre ser humano (la
última de ella: los derechos humanos) que no da para tanto.
Llegados
a este punto habría que preguntarse si estas líneas de respuesta han resuelto
el problema, han respondido a la pregunta sobre el sufrimiento y la muerte, tal
y como decían cuando aparecen en el escenario de la historia. Me parece que no.
Marx
se desinfla conforme madura científicamente. Asistimos a un fenómeno de exculpación del ser humano frente al
sufrimiento existente.
Nietzsche
desdramatiza el problema al naturalizar el sufrimiento. En lugar de
exculpación, naturalización.
Blumenberg,
por su parte, certifica la muerte de Dios y la del hombre que hemos conocido
pero se pregunta por el sentido inventado de ese mundo y de ese hombre que ha
producido tanta belleza. El mundo no sería igual de bello sin esas mentiras,
pero él ama demasiado la Catedral de Chartres o La Pasión según San Mateo, de
Bach, para no dejarse interpelar. Sólo que ese fabuloso mundo artístico le
produce nostalgia y algunas preguntas. Hay una estetización de la historia que hemos conocido y realizado.
Estetización pues del sufrimiento.
4. Y nosotros ¿de quién somos
herederos? Nos encontramos ante una compleja situación. Por un lado, somos
modernos. Ese es nuestro entorno.
Vivimos en tiempos de la muerte de Dios. Esa es la atmósfera que nos rodea. Pero,
por otro, no podemos deshacernos de la huella de su presencia. No podemos
ignorar que esta historia es impensable sin su presencia (la importancia del
relato bíblico de la creación en nuestra historia).
Por
eso me parece ejemplar la figura de Albert Camus que representa esos dos
momentos. El es un moderno que comulga con la cultura que hemos llamado de “la
muerte de Dios”. Lo expresa afirmándose como agnóstico. Pero, no ha olvidado el
desafío del hombre moderno que no sale de la nada sino que es el resultado de
un desafío: dar respuesta al sufrimiento del mundo (que Dios no supo dar).
Veamos
cómo se lo plantea. Empieza criticando el nihilismo de su generación que se ha
instalado cómoda y cínicamente en este mundo, olvidándose de su responsabilidad
(dar respuesta a la pregunta originaria por el sufrimiento). El no va por ahí.
El asume el desafío de la pregunta en el debate que tiene con Sartre y remito
al debate que mantiene con Sartre, a propósito de L’Homme Revolté: Sartre le reprocha que se obsesione tanto con la
pregunta por el sufrimiento de un inocente. Eso, le viene a decir, es
inevitable. Mejor que haga como él: que eche una mano en disminuir la
explotación de la clase obrera. Camus le dice que si pierde de vista la
pregunta que a él le obsesiona no tendrá inconveniente en sacrificar a
inocentes para aliviar a la clase obrera. Y eso es como abrir la puerta de los
campos de exterminio. Si sacrificamos a un solo inocente, estamos justificando
la barbarie del estalinismo o del fascismo. Sartre le replica que eso es
teología. Golpe bajo porque Camus no deja de considerarse agnóstico (nunca
ateo). Pero asume que ese planteamiento, el suyo, que es también el de Dostoievsky,
es impensable sin el cristianismo.
Nosotros
tenemos que partir de Camus, es decir, asumir el reto de la modernidad, con
todo su sentido autocrítico, pero con una diferencia: Camus no se sitúa
post-Auschwitz. Hay que añadir al sentido crítico de Camus el significado del “deber
de memoria”.
Esta
carga, que recae sobre nuestra generación, se expresa de la siguiente manera:
hay que enfrentarse a un tiempo, el nuestro, que se disuelve en repetición o
progreso; que sólo reconoce el presente y por eso niega el pasado y el futuro.
Y por eso vacía el presente de sentido. Para hacer valer esa crítica al tiempo
nuestro (tiempo de progreso) hay que convocar el otro “Geist” de Europa, hay
que conectar con el otro alma de Europa, a saber, el espíritu judío. Atenas y Jerusalem.
Más concretamente tendríamos que asumir el gesto de Kafka con su Carta al Padre: reivindicar una cultura
olvidada y despreciada por mor del asimilacionismo. Kafka reprocha a su padre
que, por desprecio o vergüenza, no le haya hablado del judaísmo; que lo que
había que hacer es asimilarse a la cultura dominante (poscristiana). Ahora
(está hablando después de la Primer Guerra Mundial) que toda esa cultura ha
fracasado ¿qué sentido tiene insistir en la asimilación? Ahora se echa de menos
esa otra cultura, la judía, que su padre no le había transmitido. La Carta al Padre es como el manifiesto de
toda esa generación de judíos. Coincide en lo fundamental con el Walter Benjamin
que, en su Primera Tesis, plantea la alianza entre “el materialismo histórico”
y “la teología” para dar salida al fracaso de su tiempo.
De
ahí emerge una racionalidad, la anamnética, que está a la altura de una
realidad que no es solo facticidad, i.e., una racionalidad capaz de leer y
hacerse cargo de un lado oculto de la realidad (die Leidensgeschichte o historia del sufrimiento). Es el momento del
tiempo apocalíptico.
Y
con ese nuevo tiempo hay que hacer historia, es decir, hay que construir un
tipo de historia distinta de la que corre (la del progreso) que no va a ninguna
parte. La historia tiene que ser respuesta a una pregunta.
Para
eso hay que recuperar la idea originaria de historia: respuesta a la pregunta
originaria y no cantinflear con las dificultades. O, como dice Adorno, hay que pensar y construir la historia sub specie redemptionis. ¿Qué se quiere
decir? que el sufrimiento esta ahí pero que no es la última palabra porque hay un derecho
a la felicidad; se quiere decir también que este mundo, en su realidad injusta
y doliente, es un mundo privado de la chispa divina; un mundo en el que lo
divino sólo está presente como ausente… Captamos el sentido de sub specie redemptionis si lo
comparamos con sub specie creationis:
en este último caso el hombre se fía a sus fuerzas y esfuerzos. Es árbitro y
autónomo (como Kirilov que se toma por Dios en “Los Demonios” de Dostoievsky).
No tiene que dar cuenta de sus actos ni tiene más responsabilidades que las
derivadas de su libertad. En el primer caso
(sub specie redemptionis), por
el contrario, hay sentido de responsabilidad histórica: responsables del mal en
el mundo.
El
horizonte de la redención quiere decir también que podemos esperar más de lo
que podemos conseguir: reconocemos la validez
de la pregunta por la felicidad; descubrimos una estructura antropológica que
está abierta al acontecimiento.
Este
nuevo tiempo, tiempo apocalíptico, conlleva desde luego un giro epistémico. Para
la mirada apocalíptica (esa que ve el
mundo sub specie redemptionis), la
realidad aparece de otra manera, es como si se desdoblara: descubre que la
realidad es más que la facticidad. Lo fáctico -los hechos- son sólo la parte
triunfante de la realidad. Pero de la realidad también forma parte lo vencido,
lo fracasado, lo irrealizado.
Y
para apoderarse de esa aparte de la realidad oscurecida o destruida aparece la
memoria. Por eso hablamos de razón anamnética. Gracias a la memoria el pasado
destruido, nos es accesible. Esto es un rasgo de nuestro tiempo: nos
encontramos en un mundo marcado por el crimen contra la humanidad, i.e., donde
hay una parte de la realidad, su parte humana, que no está, que ha sido
destruida, que está desaparecida y que sólo a través de esa lente especial que
es la memoria nos es accesible.
Y
gracias a la memoria la injusticia vuelve a ser, no se disuelve en el olvido (sin
memoria es como si nunca hubiera existido): sólo podemos enfrentarnos a las
injusticias que recordamos; las otras, la mayor parte, es como si nunca
hubieran existido…; de ahí el peligro de pensar una realidad, referida al
hombre y el mundo, totalmente desfigurada si no tenemos en cuenta el vacío
destruido que de alguna manera nos es accesible gracias a la memoria.
Es
también una razón compasiva. Esa razón anamnética se substancia en el principio
“dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”…Entendiendo que el
sufrimiento no es sólo un sentimiento sino conocimiento, esto es, sólo
accedemos a la verdad de cualquier planteamiento (político, ético, jurídico o
estético) escuchando el sufrimiento del otro. Nos constituimos en sujetos
morales desde el otro, dice Levinas (el filósofo que mejor ha entendido el
desastre cognitivo que supuso el crimen contra la humanidad). El sufrimiento semánticamente
productivo es el del otro: “el
sufrimiento nos es dado por mor, en favor, de la compasión”, dice Cohen. Nos
constituimos desde el otro, i.e., nuestras posibilidades depende de lo que nos
advenga desde el otro.
5. Acabo el libro con un capítulo
encabezado con una frase de Hölderlin: “cuando hay peligro, crece la salvación”.
Peligro hay, desde luego, pero no reaccionamos a las señales de alarma: sea porque
no nos las tomamos en serio o porque pensamos que es inevitable o natural o
porque ya es demasiado tarde. Mi hipótesis
es que la desidia no es por pereza o maldad, sino porque hay unos supuestos
culturales, que nos los interpretamos como “valores” o “conquistas”, pero que
son los mejores aliados del mal que nos asfixia. Pongo a modo de ejemplo el
análisis benjaminiano de “El capitalismo
como religión”. Hay pocas dudas que los grandes males que nos azotan tienen
que ver con ese modo de producción: desde los refugiados al deterioro del
planeta, todo pasa por ese sistema de producción llamado capitalismo. ¿Por qué
no lo cambiamos si somos consciente de sus consecuencias? porque, dice
Benjamin, el capitalismo es mucho más que un sistema de producción: es una
religión, con el añadido de que los valores
de esa religión son los nuestros.
El
capitalismo, en efecto, se nos presenta como una religión, por eso su palabra
mágica es “crédito”, que viene de creer: sólo entregándonos confiadamente a
ella tenemos crédito. Es, en segundo lugar, una religión extraña pues no
promete la salvación eterna sino la satisfacción inmediata al precio de
destruirnos: nos da crédito, que es endeudamiento. Y deuda en alemán es también
culpa: al gastar lo que no tenemos, que para eso se nos
da crédito, nos estamos condenando. La condena por endeudamiento consiste en no
poder librarnos nunca de esa servidumbre: para pagar la deuda hay que seguir
endeudándose.
La
lección de Benjamin es que hay que distinguir entre “religión” y “teología”: lo
que nos permite librarnos o desmontar el emporio del capitalismo es un tipo de
teología que cifre la salvación en la ruptura. Todo es teología política: la
del capitalismo y la de Benjamin. Pero con una diferencia. Hay teologías
políticas que matan y otras que salvan. En el libro explico sus diferencias.
En
el fondo lo que Benjamin propone es que para luchar eficazmente contra el
capitalismo hay que entenderle como algo más que un sistema productivo: es una
religión, una religión a la que estamos entregados porque el crédito, la
tarjeta de crédito, promete la felicidad. Lo que pasa es que es una felicidad
perversa pues está construida sobre el endeudamiento y la culpa. Y eso es una
condena: la de no poder liberarnos de la deuda. La alternativa no es sólo otro sistema de producción sino una
“teología” que posibilite una visión del mundo que cree en la felicidad, que
nos haga ver que el capitalismo es un producto humano y no religioso…Todo es
posible desde una política animada por una “teología mesiánica”.
(*)
Este texto recoge las ideas expuestas en la presentación de "El tiempo, tribunal
de la historia" de Reyes Mate que tuvo lugar en el Centro de Ciencias
Humanas y Sociales del CSIC el día 26 de abril del 2018. Antes del animado
debate Juan José Sánchez hizo una valoración crítica que el autor agradece
sinceramente.