Cien años ahora del nacimiento de
uno de los testigos más inquietantes del siglo XX, porque Jorge Semprún, que de
él se trata, es portador de un mensaje que nadie parece dispuesto a deletrear.
De él sabemos que fue, en Francia, escritor de éxito y, en Europa, un
intelectual respetado. También que en España fue Ministro de Cultura, un cargo
con el que Felipe González quiso reconocerle en vida aunque le cesara por
criticar el amodorramiento del Partido Socialista en manos de Alfonso Guerra.
De sí mismo decía, en cambio, “yo
soy un ex deportado de Buchenwald. Ahí echó raíces mi identidad desarraigada”. La
guerra civil le obligó a exiliarse de niño; con veinte años ya formaba parte de
la Resistencia francesa, hasta que fue detenido por la Gestapo y condenado a un
campo de concentración en Alemania. Eso le marcó de por vida. Cuando Hitler fue
vencido y los supervivientes de los campos, liberados, él se dio cuenta de que
no tenía patria donde volver. Los demás fueron repatriados, es decir, pudieron
volver al lugar del que procedían. El no tenía patria que le acogiera: en
España lo que le esperaba era la cárcel
o la muerte, como a tantos otros resistentes antifascistas, y, tampoco quería
ser francés porque había descubierto que aquella maldita guerra era el
resultado de “identidades asesinas”, como luego diría Amin Maalouf. La única
patria de alguien que había padecido el exilio de España y la deportación de
Francia, era Europa. Si Europa no quería volver a las andadas tenía que acabar
con los nacionalismos y convertir la unión europea en la verdadera patria.
No era ésta una idea exclusivamente
suya. Otros muchos, como los padres de Europa, la tuvieron. Lo que sí dijo en
exclusiva Semprún es que esa Europa, para que se convirtiera en la patria de
todos, tenía que nacer en un campo de concentración como Buchenwald, donde él estuvo
prisionero casi dos años. Lo que tenía de singular ese campo de concentración
era que había sido campo nazi y estalinista. Hasta 1945 estaba destinado a
enemigos del fascismo, pero desde entonces hasta 1950 el régimen soviético
encarcelaba a enemigos del comunismo, entre ellos a cualquier comunista que
osara criticar los crímenes estalinistas.
Jorge Semprún tenía claro que una
Europa democrática sólo podía ser el resultado de una crítica sin
contemplaciones al totalitarismo fascista y comunista. Esto lo decía alguien
que había pertenecido al selecto club de los dirigentes comunistas españoles y
que había sido un devoto estalinista, como lo fueron Pasionaria y Santiago
Carrillo. Este último, Secretario del PCE, tenía una consigna totalitaria que
era oro de ley: “mejor equivocarse dentro del Partido que tener razón fuera de
él”, una versión castiza del dogma católico “fuera de la Iglesia no hay
salvación”. Hasta que llegó un momento en que era imposible negar lo obvio, a
saber, que el comunismo español estaba desnortado y que el estalinismo era un
régimen criminal. Se imponía un cambio, pero radical, porque Semprún había
descubierto entre tanto la profunda afinidad entre el fascismo y el estalinismo.
Los dos sistema eran totalitarios y eso significaba que lo que realmente les
repelía era la democracia. En eso era afines. Para que el comunismo superara el
defecto de fábrica no bastaba un cambio estratégico, que fue lo que se hizo,
sino que había que ir a las raíces, que fue lo que no se hizo. Las raíces del
totalitarismo habían quedado al descubierto en Buchenwald. Si el comunismo
quería transformarse en un partido democráticono bastaba con un arreglo de
chapa y pintura. Tenía que deponer ese orgullo ideológico que le llevaba a
pensar que, como era el salvador del mundo, todo le estaba permitido. La clave
del cambio democrático lo situaba Semprún en la memoria de la barbarie estalinista
que impregnó la existencia comunista. Sólo asumiendo la responsabilidad por el
pasado criminal puede el comunismo convertirse en instrumento para una Europa
unida. Eso era mucho pedir a un partido comunista muy crecido en su autoestima
por haber sido baluarte contra el hitlerismo, por eso los dirigentes comunistas
españoles le expulsaron del Partido. En aquel momento no estaban dispuestos ni al
cambio de estrategia. Cambiaron luego, después de echarle, pero no asumieron sus
responsabilidades.
Hoy los herederos intelectuales o
políticos de ese pasado están embarcados en reconstruir la memoria de la
barbarie fascista o franquista, pero no de la estalinista. Semprún hablaba del
peligro de una memoria hemipléjica que sólo exigiera cuentas a la otra España.
El problema de esa memoria a medias es que puede ser un error total. A la
memoria española le sobra un aire justiciero y le falta un punto de compasión,
que es lo propio de la memoria histórica. Si su objetivo es que la historia no
se repita, todo el mundo tiene que cambiar, por eso hay que pedir
responsabilidades no sólo por lo que hicieron a los abuelos sino también por lo
que ellos hicieron. Recordarnos que en esa doble memoria consisten las raíces
de Europa, fue el mensaje moral de Jorge Semprún. Un aviso que sigue esperando
acuse de recibo por parte de muchos nostágicos que no han aprendido nada, ni
nada olvidado.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 9 de
abril 2023)