17/4/23

Jorge Semprún tiene algo que decir

             Cien años ahora del nacimiento de uno de los testigos más inquietantes del siglo XX, porque Jorge Semprún, que de él se trata, es portador de un mensaje que nadie parece dispuesto a deletrear. De él sabemos que fue, en Francia, escritor de éxito y, en Europa, un intelectual respetado. También que en España fue Ministro de Cultura, un cargo con el que Felipe González quiso reconocerle en vida aunque le cesara por criticar el amodorramiento del Partido Socialista en manos de Alfonso Guerra.

            De sí mismo decía, en cambio, “yo soy un ex deportado de Buchenwald. Ahí echó raíces mi identidad desarraigada”. La guerra civil le obligó a exiliarse de niño; con veinte años ya formaba parte de la Resistencia francesa, hasta que fue detenido por la Gestapo y condenado a un campo de concentración en Alemania. Eso le marcó de por vida. Cuando Hitler fue vencido y los supervivientes de los campos, liberados, él se dio cuenta de que no tenía patria donde volver. Los demás fueron repatriados, es decir, pudieron volver al lugar del que procedían. El no tenía patria que le acogiera: en España  lo que le esperaba era la cárcel o la muerte, como a tantos otros resistentes antifascistas, y, tampoco quería ser francés porque había descubierto que aquella maldita guerra era el resultado de “identidades asesinas”, como luego diría Amin Maalouf. La única patria de alguien que había padecido el exilio de España y la deportación de Francia, era Europa. Si Europa no quería volver a las andadas tenía que acabar con los nacionalismos y convertir la unión europea en la verdadera patria.

             No era ésta una idea exclusivamente suya. Otros muchos, como los padres de Europa, la tuvieron. Lo que sí dijo en exclusiva Semprún es que esa Europa, para que se convirtiera en la patria de todos, tenía que nacer en un campo de concentración como Buchenwald, donde él estuvo prisionero casi dos años. Lo que tenía de singular ese campo de concentración era que había sido campo nazi y estalinista. Hasta 1945 estaba destinado a enemigos del fascismo, pero desde entonces hasta 1950 el régimen soviético encarcelaba a enemigos del comunismo, entre ellos a cualquier comunista que osara criticar los crímenes estalinistas.

             Jorge Semprún tenía claro que una Europa democrática sólo podía ser el resultado de una crítica sin contemplaciones al totalitarismo fascista y comunista. Esto lo decía alguien que había pertenecido al selecto club de los dirigentes comunistas españoles y que había sido un devoto estalinista, como lo fueron Pasionaria y Santiago Carrillo. Este último, Secretario del PCE, tenía una consigna totalitaria que era oro de ley: “mejor equivocarse dentro del Partido que tener razón fuera de él”, una versión castiza del dogma católico “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Hasta que llegó un momento en que era imposible negar lo obvio, a saber, que el comunismo español estaba desnortado y que el estalinismo era un régimen criminal. Se imponía un cambio, pero radical, porque Semprún había descubierto entre tanto la profunda afinidad entre el fascismo y el estalinismo. Los dos sistema eran totalitarios y eso significaba que lo que realmente les repelía era la democracia. En eso era afines. Para que el comunismo superara el defecto de fábrica no bastaba un cambio estratégico, que fue lo que se hizo, sino que había que ir a las raíces, que fue lo que no se hizo. Las raíces del totalitarismo habían quedado al descubierto en Buchenwald. Si el comunismo quería transformarse en un partido democráticono bastaba con un arreglo de chapa y pintura. Tenía que deponer ese orgullo ideológico que le llevaba a pensar que, como era el salvador del mundo, todo le estaba permitido. La clave del cambio democrático lo situaba Semprún en la memoria de la barbarie estalinista que impregnó la existencia comunista. Sólo asumiendo la responsabilidad por el pasado criminal puede el comunismo convertirse en instrumento para una Europa unida. Eso era mucho pedir a un partido comunista muy crecido en su autoestima por haber sido baluarte contra el hitlerismo, por eso los dirigentes comunistas españoles le expulsaron del Partido. En aquel momento no estaban dispuestos ni al cambio de estrategia. Cambiaron luego, después de echarle, pero no asumieron sus responsabilidades.

             Hoy los herederos intelectuales o políticos de ese pasado están embarcados en reconstruir la memoria de la barbarie fascista o franquista, pero no de la estalinista. Semprún hablaba del peligro de una memoria hemipléjica que sólo exigiera cuentas a la otra España. El problema de esa memoria a medias es que puede ser un error total. A la memoria española le sobra un aire justiciero y le falta un punto de compasión, que es lo propio de la memoria histórica. Si su objetivo es que la historia no se repita, todo el mundo tiene que cambiar, por eso hay que pedir responsabilidades no sólo por lo que hicieron a los abuelos sino también por lo que ellos hicieron. Recordarnos que en esa doble memoria consisten las raíces de Europa, fue el mensaje moral de Jorge Semprún. Un aviso que sigue esperando acuse de recibo por parte de muchos nostágicos que no han aprendido nada, ni nada olvidado.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 9 de abril 2023)