1. El escritor abulense afincado en Alcazarén deja una obra escrita en múltiples claves. Autor de cuentos y novelas, ensayista, periodista y poeta, lo mismo hace incursiones en la historia que en la mística. Decía Hannah Arendt de Walter Benjamin que pensaba en forma poética, sin ser poeta; que escribió como nadie sobre el pasado sin ser historiador; que buceó en la religión sin ser teólogo; que tenía una cultura mundial sin ser un erudito. Para responder a la pregunta de qué era lo propio de un ser tan polifacético tuvo que pedir ayuda al Das bucklichte Männlein, un entrañable hombrecillo del imaginario infantil protagonista de los cuentos alemanes. Lo propio de esta figura literaria, tan ingenua y frágil, era contemplar el mundo como si éste acabara de ser creado. Benjamin parecía como que lo descubría todo por primera vez: la belleza del caos, la torpeza de la inteligencia, el colorido de lo marginal…Por eso la madre pedía a Benjamin que rezara todas las noches para que no les faltara la mirada capaz de asombrarse.
Algo parecido puede decirse de Jiménez Lozano. Es verdad que tuvo una profesión, periodista, pero el resto de sus aficiones fueron por libre, al margen de compartimentos académicos. Difícil pues encasillarle porque el escritor es también ensayista y el ensayista poeta. Para entenderle hay que descubrir la atalaya desde la que él miraba el mundo. Sólo entenderemos el alcance histórico de Jiménez Lozano si descubrimos la naturaleza del vínculo que atraviesa todas sus actividades o la luz que ilumina todas sus incursiones pues de lo contrario todo quedaría en decir que fue un buen novelista o un estimable poeta o un ingenioso ensayista o un erudito articulista o un divertido conferenciante. La existencia y potencia del vínculo es lo que conforma su status histórico. Si no queremos convertir a Jiménez Lozano en una prolongación de nuestra propia sombra, deberíamos acercarnos a ese su propio punto de vista.
No soy un especialista en Jiménez Lozano. Es verdad que le conocí en los años sesenta, que me hizo el favor de su amistad, que le he leído cuando no se le leía, que he hecho reseñas suyas cuando todo eran resistencias, que he leído manuscritos suyos que nadie quería publicar, que he conversado mucho y aprendido más, que he estado muchas veces de acuerdo y otras, no, que le he visto cambiar a lo largo de los años como hace todo el mundo. No soy especialista pero le conozco lo suficiente para pensar que no se le ha hecho justicia. No me refiero al reconocimiento público que merezca, sino a su valoración histórica. No son honores lo que le falta sino reconocer en qué su figura ha aportado, a través de sus múltiples actividades, algo singular a la cultura de sus contemporáneos.
2. Ya me gustaría responder certeramente a esa pregunta. Me contento con que se considere pertinente este planeamiento, a saber, que sólo se valorará debidamente a Jiménez Lozano si entendemos que hay en él algo singular que informa su pensamiento y sus escritos. La manera de demostrar la validez de esta hipótesis es ensayar una respuesta que puede estar equivocada o ser insuficiente, pero que invitará, a quien así piense, a mejorarla y, por tanto, a avanzar en el descubrimiento de Jiménez Lozano.
Ese
hilo más o menos oculto que recorre toda su obra es el de una teología
política. José Jiménez Lozano ha sido un intelectual que ha elaborado una
visión de España en clave de teología política. Un intelectual no es un erudito
o un académico o un científico que habla de lo suyo sino un ciudadano cualificado
que mira al conjunto de la sociedad para intervenir en ella con criterio
propio. Al precisar que su mirada está impregnada de teología política, lo que
quiero decir es que su interpretación de la realidad española se fundamenta en
la relación entre religión y política, entendiendo por política el orden
mundano o mirada de la realidad desde sí misma.
Una visión de España en clave, pues, de teología política. Este concepto, que viene de tiempos precristianos, es un género que cobija muchas especies. Hay muchas variantes de teología política, tantas como relaciones posibles entre religión y política. Si en un extremo colocamos a Carl Schmitt, empeñado en señalar la dimensión religiosa de la política, en el otro podríamos situar a Walter Benjamin, interesado, por el contrario, en extraer de la religión su capital político. Carl Schmitt, el autor de referencia de la teología política católica que explica y justifica teológicamente el imperialismo de los Estados cristianos, está en las antípodas de un Walter Benjamin cuya teología política trata de extraer del profetismo judío toda su capacidad crítica para ponerla al servicio de una construcción del mundo verdaderamente humana. Entre esos dos extremos, toda una gama de matices que van del agustinismo al marxismo. San Agustín distingue claramente entre Ciudad de Dios y Ciudad Terrenal, pero el agustinismo sucumbe a la tentación de subordinar la política a la Iglesia; Marx, por su parte, cree ver en las formas modernas, aparentemente tan secularizadas y laicas, resabios religiosos que él trata de conjurar para que el mundo sea del ser humano, más allá de toda creencia.
Las teorías modernas de la política tienen a gala, de acuerdo con la Ilustración, formular visiones del mundo basadas en la racionalidad, allende pues de todo componente religioso. La singularidad de Jiménez Lozano es que desestima ese camino porque detecta bajo la identidad española una teología política –que Américo Castro califica de theobiosis- que exige, para su superación, un tratamiento específico. No una nueva versión de la modernidad sino otro tipo de teología política.
3. En el último encuentro que tuvimos, un par de años antes de su muerte, puso en mis manos un ejemplar de 7 Parlamentos en voz baja con el encargo explícito que leyera con atención el sexto, titulado “Personas y lugares en San Manuel Bueno, mártir”. Confieso que lo leí entonces y no vi nada especial, fuera de un potente ejercicio de crítica literaria. Ha sido ahora, al releerle con este objetivo de buscar, si procede, un hilo rector que recorra su obra, cuando he creído ver en él la pretendida clave. No coincide su lectura con la que habitualmente se hace. Para la crítica habitual esta nivola sería un caso de la agonía del cristianismo, es decir, de esa crisis agonal del cristiano modernista que, por lealtad a su tiempo, tiene que llevar su creencia ante el tribunal de la razón. Los ejemplos de David Strauss o Adolph von Harnack en Alemania, de Renan o Loisy en Francia, de Mary Humbphry Ward en Gran Bretaña, etc., serían buenos ejemplos de esa crisis doctrinal y existencial que aquí estaría representada por Miguel de Unamuno y algunas creaturas suyas como el párroco de Valverde de Lucerna, un lugar situado en el entorno del lago de Sanabria. La historia de la novela habla de un cura de pueblo que no cree pero que se mantiene en el puesto por sus feligreses. Sacrifica la coherencia personal en favor de la seguridad y tranquilidad de un pueblo cuyo capital mayor es la esperanza que le proporciona su fe. Ahí están los datos externos bajo los cuales se podría adivinar un drama de alto voltaje que afecta al Don Manuel pero que podría significar un terremoto para el pueblo.
Pues nada de eso, dice Jiménez Lozano. Nada de agonía religiosa. Don Manuel ni tiene fe ni quiere tenerla. El cura párroco es un “liberal racionalista” que ejerce su profesión en una comunidad religiosa pietista y tradicional. El está al servicio de sus parroquianos igual que un abogado al servicio de sus clientes. Lo que importa es cumplir con el servicio contratado por eso dice que “Don Manuel no tiene pensamientos osados, solamente pensamiento tranquilizadores para sus fieles” que no podrían soportar la realidad, si se descubriera. ¿Cuál es la intención de Jiménez Lozano al subrayar no el drama del personaje sino la trama de una historia convencional donde la subjetividad se sacrifica a la funcionalidad, en la que la creencia vale como un mecanismo social pero no como vivencia subjetiva? No creo que la intención sea reivindicarse como un mejor intérprete de Unamuno que otros. Creo, más bien, que ve a ese personaje como un símbolo de la historia española o, mejor, del papel que ha jugado la religión en la historia española.”Don Manuel, apostilla el escritor, participa de una visión maurrasiana de lo religioso” (Unamuno, 1995,127). Charles Maurras, conviene recordarlo, era quien decía en el fragor antirrevolucionario francés, “soy ateo pero católico”. Una subjetividad atea que comulga con el papel político reaccionario del catolicismo. Don Manuel y Monsieur Maurras, expresiones, pues, de una misma teología política, es decir, de una política que instrumentaliza la creencia.
4. Para adentrarnos en la teología política de Jiménez Lozano es obligado convocar los trabajos de Américo Castro. Su correspondencia revela, además de una gran amistad, la deuda de don José para con don Américo. Ya en Meditación española sobre la libertad religiosa, publicada en 1966, Castro aparece citado en momentos claves porque Jiménez Lozano ha incorporado la tesis central de La Realidad histórica de España. Lo que ahí se dice es que España se conforma a partir de la experiencia que supuso la presencia musulmana en España. Para el Islam el poder político deriva de su creencia. La suerte de los pequeños reinos cristianos del norte, débiles y divididos, cambió el día que adoptaron las armas del enemigo. La fe cristiana les unió políticamente, por encima de la diferencia, y esa creencia determinó su futuro. Primero ligaron indisolublemente lo cristiano con lo español con lo que se erigieron en titulares legítimos del poder político de Hispania. Fue una operación increíble porque tuvieron que recurrir al mito de Santiago en contra de toda evidencia histórica. Se españoliza a Santiago, elevado a cofundador del cristianismo, y se cristianiza lo español. El resultado fue declarar extranjeros a los no cristianos, es decir, a los judíos que llevaban más tiempo en Hispania que los cristianos, y a los musulmanes, tan forasteros como los godos cristianos. La expulsión de unos y otros no podía ser más que el corolario de estos supuestos. Con un matiz que fue decisivo: la larga convivencia durante siglos entre las tres religiones o leyes no podía evitar intercambios de todo tipo, desde los culinarios a los teológicos, que alteraron las pureza de las creencias y de los hábitos específicos: por vecindad, un mozárabe entendía mejor el monoteísmo que la Trinidad; y un converso podía tener afición a los libros, algo poco probable en un cristiano viejo. La consecuencia fue que cuando el cristiano consumó su victoria política expulsando a judíos y moriscos de España, reivindicando la nobleza de su casta, tuvo que emplearse en erradicar las herencias culturales de los otros incrustadas en las propias filas. El ser español se identificaba con el ser cristiano y eso significaba no sólo perseguir cualquier gota de sangre impura sino exterminar cualquier tic no sólo ideológico sino cultural que tuviera que ver con los otros –ex illis, se decía- una tarea imposible pues, como dice Castro a Bataillon, los muslimes y judíos, aunque vencidos, dejaron su huella en los vencedores.
Esa forma de entender la identidad nacional,
que Castro llama “de casta”, conforma un tipo de teología política que es a la
que Jiménez Lozano se enfrenta desde sus Cartas
de un Cristiano Impaciente. Son las crónicas del Concilio Vaticano II, una
asamblea religiosa que tuvo lugar entre 1961-64, pero que en España produjo un
cataclismo político porque minaba las fuentes ideológicas del franquismo. Esto afectó
particularmente al papel de la libertad que era lógicamente el talón de Aquiles
de una dictadura. Como para la oposición al franquismo el Vaticano II suponía
una desautorización al nacionalcatolicismo, que era su principio legitimador, cada
noticia del Concilio era combustible para la batalla política. Lo que hizo, sin
embargo, Jiménez Lozano fue poner las luces largas y enfocar sus comentarios no
pensando en el momento presente sino en la historia española o, como él decía,
en el “homo religiosus hispanicus”. Porque España tenía un pleito con la
libertad y eso tenía que ver con la religión, con el uso político de la
religión. Para avalar esa tesis tenía el soporte de los estudios filológicos e
históricos de Américo Castro, además de sus propias incursiones en el pasado
español. El problema, venía a decir Jiménez Lozano, no era el franquismo sino
una larga tradición que ha contagiado a todos, franquismo y oposición, que va
muchos más allá de adscripciones políticas porque forman parte de nuestra “vividura”.
Castro y Jiménez Lozano trataban pues de explicitar esa teología política
subyacente, con claras resonancias schmittianas, con el fin de conjurarla. Nada
extraño entonces la sorpresa de un Américo Castro, convencido de predicar en el
desierto, cuando le llega la voz de alguien, situado a miles de kilómetros de
La Jolla (California), haciéndose eco de sus planteamientos y hablando el mismo
idioma. Nunca Castro ha sido bienquisto por los historiadores españoles, pero
entonces, lo fue menos.
Hay, sin embargo, una gran diferencia entre ellos. Américo Castro se enfrenta directamente a la teología política que ha conformado España. Pone toda su atención en investigar “cómo y por qué llegó a hacerse tan dura y tan áspera la convivencia entre españoles, cuál es el motivo de haberse hecho endémica entre nosotros la necesidad de arrojar del país, o de exterminar, a quienes disentían de lo creído y querido por los más poderosos” . Esos trabajos le llevan a identificar el origen del problema en la Hispana musulmana, a desmontar mitos fundadores como el de Santiago Apóstol y a detectar la metamorfosis de los viejos demonios cuya última función ha sido la Guerra Civil. Jiménez Lozano, dando por fundada esa mirada, pone el acento en el costo de tamaña operación, es decir, detecta, en el envés de esa historia, otra, otra teología política que pudo ser y fracasó. No se puede decir que Castro se desinteresara de los conversos o de algunos “ex illis” como Cervantes, Teresa de Ávila o Fray Luis de León, pero el centro de su investigación era la España que tuvo lugar no la que pudo ser. En Jiménez Lozano, por el contrario, encontramos substanciosos materiales de la España que pudo ser y que conforman otro tipo de teología política. Lo formula con toda precisión desde muy temprano. En Meditación española sobre la libertad religiosa, que prolonga las ideas de sus crónicas vaticanas, se dirige a esa España católica que había ganado la guerra pero que ahora se sentía conmocionada por los aires renovadores que venían de Roma, recordándola amablemente que “la libertad humana, de la que la libertad religiosa es solamente la expresión más profunda, es el principio básico del cristianismo” (Jiménez Lozano, 1966,11). Cabe otra relación entre el poder y la creencia. Es posible imaginar una complicidad entre la religión y la política al servicio de la libertad y no en su contra.
El ejemplo más plástico de esa soñada posibilidad es Port Royal, el convento que acoge su primera novela, Historia de un otoño, un hogar al que siempre volvía. En una de esas visitas, casi veinte años después de su publicación, ve su novela como el relato "del aplastamiento del Monasterio de Port-Royal des Champs, esto es, la resistencia de unas cuantas mujeres a todos los poderes de este mundo, porque tienen muy claro que sobre su conciencia no hay rey, ni papa, ni canciller, ni universidad que valgan”. Y, apostilla, “es el primer gran acto de conciencia civil de la modernidad”. Esta apostilla puede ser equívoca porque estas monjas jansenistas no inauguran aquella modernidad que Jiménez Lozano no cesará de fustigar, por ser ideología del progreso, sino otra bien distinta. La modernidad canónica o ilustrada entroniza la libertad de conciencia en nombre de la autonomía de la razón, que dirá Kant, o en nombre de una teoría de la tolerancia basada en la igualdad de todos los seres humanos, que dirá E. Lessing.
El nuevo tiempo -que eso es lo que significa Modernidad- que inauguran estas mujeres jansenistas, es, sin embargo, de otro calibre: “Port Royal -dice alguien en la novela que expresa bien el punto de visto del autor- era ante todo la afirmación de que la preeminencia de la Cruz va aliada a un sentimiento extremo de la libertad humana, que Cristo nos conquistó: no hay poder sobre la tierra, suficiente para hacernos renegar de nuestra conciencia. Port Royal es ante todo la defensa de la libertad y de la dignidad humana, que son el honor de Dios” (Jiménez Lozano, 1971, 167). Port Royal es el modelo de una experiencia histórica de libertad que nace de la creencia. Es, por supuesto, una experiencia de la conciencia individual, pero algo más. Si sólo hubiera sido eso (un modo de espiritualidad) no hubiera provocado la reacción violenta por parte del Rey y del Papa que acabó en demolición. Esa libertad espiritual era un asunto político, de ahí que el poder tomara cartas en el asunto. Un espacio acotado, aunque sea un convento, puede convertirse en un problema político, si las reglas de convivencia se inspiran en la libertad, porque en ese preciso momento el principio de autoridad queda disuelto a todos los efectos. Esto es lo que trata de explicar el Cardenal de París que, junto al Rey de Francia, había perpetrado el aplastamiento del enclave jansenista, a cualquier simpatizante que ose juzgarles: “Ved por lo que Port Royal es un asunto de Estado. De vuestro abate Saint Cyran decía el Cardenal Richelieu que era más peligroso que seis ejércitos rebeldes. Porque nada hay más temible, en verdad, que el espíritu de libertad, unido al espíritu de fe. Eso es un explosivo bajo los pies de todas las construcciones de los hombres” (Jiménez Lozano, 1971, 175). Nada hay más peligroso para el poder político que una libertad inspirada en el espíritu de fe. Hay modos de libertad que se pueden atemperar o canjear o vender, pero la que esté animada por la fe es insobornable. Ahí se insinúa ese otro modelo de teología política por el que se afana Jiménez Lozano.
Si Port Royal brinda el símbolo histórico de esa otra teología política, el tema de la tolerancia proporciona un campo fecundo para sus componentes teóricos. A Jiménez Lozano le interesa la tolerancia “como expresión de la liberta humana” y no “como postura negativa, de pura concesión de gracia” (Jiménez Lozano, 1966, 17), es decir, reconoce que estamos ante un concepto polémico. Distingue entre la tolerancia de los antiguos, que acepta, y la de los modernos, que rechaza. Lo que les diferencia es la naturalidad, en un caso, y la artificialidad, en otro. Los antiguos entienden que los individuos y los grupos son diferentes, con lo que se asume de entrada la convivencia entre diferentes. Esa convivencia crea comunidad porque hay intercambio de todo tipo, de los culinarios a los religiosos, y, también, roces que, sin embargo, se superan “sin necesidad de mayores filosofías”. A esa cultura que comparte una comunidad plural la podemos llamar tolerancia, si entendemos que el “tollere”, que la conforma filológicamente, consiste en no tomar las diferencias como un obstáculo insuperable, sino que se las supera o “quita” con el fluir de la convivencia. Un ejemplo de este modelo fue el que se dio en la España medieval con la convivencia de las tres fes o leyes a las que les bastó el combustible que proporcionaban sus propias creencias (ya sea bajo la figura del valor del otro, en el caso del judaísmo; de la projimidad, en el cristianismo; y hospitalidad, en el islam) para convivir.
Nada que ver con la tolerancia de los modernos para los que la diferencia es, de entrada, un problema. La ideología de la igualdad lleva a la uniformidad que persigue toda diferenciación ya sea de sangre, estética, religiosa o ideológica. Se persigue cualquier expresión pública diferenciadora (por ejemplo, los Nacimientos de Navidad en edificios públicos) y se obliga a disimular, mentir u ocultar las diferencias. Todo se mide desde una razón superior, con pretensiones de universalidad, que somete las creencias a la razón, y la pluralidad a la unidad. En esta cultura igualitarista (porque concibe la unidad contra la diferencia) y abstracta (porque hace abstracción de las diversidad real), la tolerancia es “una concesión de gracia” que se otorga, desde el poder que gestiona la uniformidad, porque ha rebajado toda diferencia al nivel que tiene “el vestido y la comida”, como se dice en Natán el Sabio. El que uno crea en Alah o Yahhvé es cuestión de gustos o de colores. Se toleran las diferencias si no rebasan el nivel del gusto. Esta tolerancia sólo es soportable si las diferencias –y, por tanto, el ejercicio de la libertad- no rebasan determinados límites.
Es evidente que si la libertad de los modernos aparece en la historia es porque fracasó la de los antiguos. Jiménez Lozano sitúa con precisión ese momento a finales del siglo XV. Es un cambio propiciado por arriba (por ambiciones ideológicas e intereses políticos) que encontró tierra abonada por abajo. En el caso español el fracaso de la convivencia se saldó con una identificación del todo (del ser español) con la parte (ser cristiano). Lo grave de esta respuesta exclusivista es que llevó la dinámica de la exclusión al interior mismo de la parte (la España cristiana que se impone históricamente) convertida en todo: cristiano viejo versus cristiano nuevo; ortodoxo vs heterodoxo; conservador vs liberal, la España que bosteza vs la que madruga y labora. La tolerancia de los Voltaire, Locke o Lessing es la respuesta lógica a los conflictos que plantean las diferencias y desigualdades tras el ocaso del modelo medieval. Lo que vienen a decir es que si las diferencias son el problema, hagamos abstracción de ellas en nombre un algo previo humano que sea común.
Jiménez Lozano, que entiende ese proceso, se fija, sin embargo, en su costo, a saber, el sacrificio de la diferencia y espontaneidad natural o, dicho con sus propias palabras: “sólo la tranquila afirmación de lo que se es, y la no menos natural aceptación del otro, pero que cada quien siga siendo cada quien y cada cual, juntos pero no revueltos, hacen posible la libertad de todos” (Jiménez Lozano, 2005, 26). No es un precio menor porque si se asume ese momento de abstracción, propio de la tolerancia moderna, se condena la política a no ser ya un “acompañamiento de la vida del pueblo”, que diría Franz Rosenzweig, sino “un constructo”, es decir, una imposición ideológica, y esto ya sí son palabras mayores.
5. El objetivo último de toda teología política no es la ekklesia sino la polis, ya pretenda aquélla blindar un modelo político conservador (como en Carl Schmitt), o potenciar su carácter mesiánico (como en Walter Benjamin), o deconstruir el modelo identitario español (como en Américo Castro). En el caso de Jiménez Lozano hay, además de mucho Castro, un indudable y original interés constructivo. Su teología política no reivindica el modelo ilustrado que se impuso en Europa, emancipando la política de la religión que pasó a ser un asunto privado, sino Por Royal, esto es, un modelo político basado en la “libertad espiritual”.
Jiménez Lozano propone un modelo propio de teología política porque el problema del que parte no es comparable al de otros países europeos. El problema español es, según Castro, la theobiosis, mientras que el de Francia o Gran Bretaña era el de la teocracia. La theobiosis supone una identificación entre religión y política o, más concretamente, entre ser español y ser cristiano. En la teocracia, por el contrario, hay conciencia de la diferencia, pero voluntad de unión o alianza entre el trono y el altar. Esa alianza coyuntural no impedirá que, cuando se den las circunstancias, se produzca la separación o emancipación, como de hecho ha ocurrido. Jiménez Lozano desestima esa vía –de ahí su crítica a la Modernidad- porque si no se produce la separación desde dentro, la secularización será sólo aparente, es decir, se tenderá a sacralizar lo profano. Desde dentro significa entender lo mundano o político no como algo separado o enfrentado a lo sagrado, sino como su emanación; significa, pues, destilar lo humano que hay en lo divino en un movimiento que recuerda al tsimt-soum de la Kábala: Dios se retira para dejar espacio al mundo. Lo mundano o político aparece como desacralización de lo divino, de esta suerte se conjura el peligro de entender lo profano como sagrado. A esto se refería Unamuno, creo yo, cuando decía que el problema de España es que no ha habido heresiarcas, es decir, ha faltado una reflexión que rompiera la theobiosis desde la propia teología. A esto mismo apuntaba Jiménez Lozano cuando, ya en Meditación española sobre la libertad religiosa, contraponía al catolicismo político “un catolicismo evangélico: los Cisneros contra los Hernando de Talavera” (Jiménez Lozano, 1966, 52). Esto, que se suele interpretar como un aggiornamento del catolicismo, tiene, sin embargo, en Jiménez Lozano una pretensión política. Hernando de Talavera es uno de esos nombres, junto a los de Luis Vives, Las Casas, la Escuela de Salamanca o Vitoria, proyectan una mirada humanista sobre la política inspirada en la propia tradición cristiana. Fray Hernando de Talavera fue el alma de las “Declaratorias de Toledo”, una especie de desamortización de los bienes eclesiásticos a favor del Reino, empeñado en reducir la Iglesia “al estado de la primitiva”, de la libertad religiosa, así hasta que este ejemplar asesor de la Corona cayera, como el propio Luis Vives, bajo el rádar de la Inquisición. Conviene recordar que mucho antes de que Grotius bosquejara una teoría jurídica sobre los derechos humanos, los teólogos de la Escuela de Salamanca habían detallado sus contenidos específicos “desde los presupuestos de la doctrina del Derecho natural cristiano” (Osuna, 2012, 228). Todas estas “voces evangélicas”, como él dice, son portavoces de teología política que desde dentro plantean la ruptura de la theobiosis, generando un humanismo autónomo nacido desde dentro del cristianismo. Port Royal, la mística, la inspiración bíblica del relato, la figura de Cervantes o el marranismo de Spinoza serían materiales de esta original teología política que vertebra la obra de Jiménez Lozano.
Lo que hay que preguntarse es si esta teología política, de “inspiración evangélica”, no se queda a medio camino entre la antigua teocracia y la moderna secularización. Reconocido el calibre de los valores políticos que aquélla inspira –que no son pocos si uno mira, por ejemplo, el catálogo de derechos y deberes en Las Casas- la pregunta es si la política en nuestro tiempo tiene ya algo que ver no ya con la theobiosis sino con la religiosidad sin más. Nuestra sociedad ya ni tiene oído para la religión con lo que cualquier planteamiento político que remita a ella corre el riego del anacronismo. Con ser eso cierto, lo es también el hecho de que la pretendida emancipación, en muchas de sus versiones, es una forma encubierta de religión secularizada. Pensemos, por ejemplo, en la carga sagrada de los símbolos nacionalistas en ideologías aparentemente seculares. Para sacudirse esa sobrecarga que impide la convivencia y alcanzar así el momento humano, sin sobreactuaciones, no está claro que el camino del laicismo ilustrado sea más fecundo que el de la teología política que apunta Jiménez Lozano.
* Reyes Mate, Revista Ínsula, nr 935 (noviembre del 2024), 6-10.
Bibliografía consultada
Castro, A, 2021, La realidad histórica de España, Trotta, Madrid.
Castro, A. y Jiménez Lozano, J., 2020, Correspondencia 1967-1972, Trotta, Madrid. Introducción, edición crítica y notas de Guadalupe Arbona y Santiago López-Ríos.
Jiménez Lozano, J., 1966, Meditación española sobre la libertad religiosa, Destino, Barcelona.
Jiménez Lozano, J., 1971, Historia de un otoño, Destino, Barcelona.
Jiménez Lozano, J., 2015, 7 Parlamentos en voz baja, Confluencias Editoriales, Salamanca.
Jiménez Lozano, J., 2005,“La tolerancia y sus constructos”, en Cuadernos de pensamiento político FAES*, nº. 8, 2005, 9-26.
Marx, K., 2018, Sobre la religión, Trotta, Madrid (Edición y estudio introductorio de Reyes Mate y José A. Zamora).
Mate, R. y Zamora, J.A., (edts.), 2006, Nuevas teologías políticas, Anthropos, Barcelona.
Osuna, A., 2012, “ Qué son y qué justicia pretendían las Leyes de Indias, en AAVV, Pensar Europa desde América, Anthropos, Barcelona, 199-237.
Unamuno,
M.,1995, San Manuel Bueno, Mártir,
Alianza, Madrid.