Un ejemplo de la polarización de nuestro
tiempo es el hecho de que quienes defendieron en el pasado el concepto de
guerra justa piensen ahora que todas son injustas, mientras que, en el extremo
opuesto, se radicaliza la apuesta por la guerra que pasa de justa a santa.
Ilustra la primera posición el Papa
Francisco que en su encíclica Fratelli
Tutti tuvo el coraje de enmendar la plana a una teología milenaria que había
defendido el concepto de guerra justa si se daban ciertas condiciones, a saber,
que fuera declarada por una autoridad competente; que la causa fuera justa; que
se hubieran agotado los medios diplomáticos para resolver el conflicto y que
hubiera proporción entre el bien que se buscaba con las armas y el mal que
éstas podrían causar. En una discreta nota a pie de página Francisco corregía
la doctrina de la guerra justa “que hasta san Agustín forjó” pero que “hoy ya
no sostenemos”. ¿Las razones del cambio? En primer lugar, que las armas
actuales son tan letales que dañan más a la población civil que a la
combatiente; en segundo lugar, el peso de una rica experiencia tras tantos
siglos de guerra: la paz que se consigue con la armas sólo es una tregua entre
dos guerras. Aunque la razón de fondo es propiamente religiosa: que “la guerra,
como decía el Consejo Mundial de las Iglesias Evangélicas, es contraria a la
voluntad de Dios”.