Un ejemplo de la polarización de nuestro
tiempo es el hecho de que quienes defendieron en el pasado el concepto de
guerra justa piensen ahora que todas son injustas, mientras que, en el extremo
opuesto, se radicaliza la apuesta por la guerra que pasa de justa a santa.
Ilustra la primera posición el Papa
Francisco que en su encíclica Fratelli
Tutti tuvo el coraje de enmendar la plana a una teología milenaria que había
defendido el concepto de guerra justa si se daban ciertas condiciones, a saber,
que fuera declarada por una autoridad competente; que la causa fuera justa; que
se hubieran agotado los medios diplomáticos para resolver el conflicto y que
hubiera proporción entre el bien que se buscaba con las armas y el mal que
éstas podrían causar. En una discreta nota a pie de página Francisco corregía
la doctrina de la guerra justa “que hasta san Agustín forjó” pero que “hoy ya
no sostenemos”. ¿Las razones del cambio? En primer lugar, que las armas
actuales son tan letales que dañan más a la población civil que a la
combatiente; en segundo lugar, el peso de una rica experiencia tras tantos
siglos de guerra: la paz que se consigue con la armas sólo es una tregua entre
dos guerras. Aunque la razón de fondo es propiamente religiosa: que “la guerra,
como decía el Consejo Mundial de las Iglesias Evangélicas, es contraria a la
voluntad de Dios”.
No parece que las Iglesias ortodoxas
sean del mismo parecer. El Patriarca Cirilo, Presidente del Consejo Mundial de
los Pueblos Rusos, declaraba solemnemente que “la Operación Militar Especial”, como
también dice Putin, ”es una Guerra Santa”, un punto de vista que rechaza
Bartolomé, el Patriarca de Kiev. Si tenemos en cuenta lo implicadas que están
las Iglesias de Moscú y de Kiev, expresiones del mismo tronco y con
parroquianos a uno y otro lado de las fronteras políticas, se podrá entender la
desorientación de unos cristianos llamados constantemente a filas de una Guerra
Santa pero donde los santos de una acera son demonios para los de enfrente.
Otro tanto ocurre en la Gaza de
Palestina donde se enfrentan sionistas y Hermanos Musulmanes de Hamás. Los
primeros invocan pasados bíblicos como el exterminio de los amalecitas o la
destrucción de Sodoma o el envío de las siete plagas sobre el Faraón para
justificar una guerra tan gratuitamente cruel que carece de justificación
racional o moral alguna. Los de Hamás –que tienen “a Alah como objetivo, Mahoma
como modelo y El Corán como Constitución”- no parecen que entiendan otro
lenguaje que el sacrificial: para defender su causa política, que es sagrada,
se han servido de su pueblo, ofreciéndole en sacrificio, ante la mirada atónita
del mundo, para traducir la indignación mundial ante tanta muerte en descrédito
del Estado de Israel. Cruel es Netanyahu, sin paliativos, pero también Hamás
que sólo calcula el rédito político que puede sacar con el sufrimiento de los
suyos.
Ante este juego perverso de unos y
otros, no convendría responder con una santa indignación, es decir,
reaccionando ciegamente. Lo que está claro es que algo hay que hacer para parar
esa guerra y lo más urgente es detener la ofensiva israelí. Bienvenidos pues
todas las presiones planetarias que vayan en ese sentido. Pero podemos hacer
mucho más por la paz como, por ejemplo, sostener a ese 20% de la población
israelí que está contra su Gobierno, y multiplicar las relaciones con muchos
intelectuales, académicos y universitarios que, en condiciones muy difíciles,
están por la convivencia entre los dos pueblos. Lo que no tiene sentido son
medidas que, portadas por la indignación santa, confunden lo judío con lo
israelí (como si el ser del judaísmo estuviera impreso en cada medida del
Gobierno de Netanyahu) o a todos los israelíes con el sionismo
ultranacionalista (olvidando a los muchos israelíes que son partidarios de la
convivencia). Esas confusiones favorecen el renacimiento de viejos demonios
históricos, como el antisemitismo, con el que Europa no puede permitirse el
menor flirteo.
Hace unos días un filósofo moral
español, con no pocos galones, decía, animado sin duda por una santa
indignación, que los alemanes debían acabar “con su vieja cultura de la culpa”.
Enfrente estaba un periodista alemán que le respondió discretamente diciendo
“eso es lo que en Alemania dice la extrema derecha”. Esta aproximación de la
santa indignación con la extrema derecha debería dar que pensar. La cultura de
la culpa, es decir, la conciencia de que la sociedad actual tiene una
responsabilidad para con el pueblo judío por un comportamiento histórico,
obliga a aproximarnos al conflicto palestino de una manera más compasiva y más
justa. Más compasiva porque el acento se pone en acabar con el sufrimiento de
tantos inocentes -de los gazatíes y de las familias de los secuestrados
israelíes; y, más justa por nuestra parte porque nos obliga a preguntarnos por
lo que nos une a los causantes de tanto sufrimiento, que es mucho. España tiene
una historia de violencia contra los judíos que, como los alemanes, obliga a
tener presente nuestra responsabilidad histórica. El sentido de la compasión
compensa menos que el justiciero pero es, a la larga, más eficaz porque opera
sobre nosotros mismos y no sobre terceros.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 1 de
junio 2024)