1. El centenario del nacimiento de Jorge Semprún está siendo la ocasión para algunos encuentros académicos, organizados con el noble propósito de honrar, incluso reivindicar, a una figura cultural de primer orden, más reconocida fuera que dentro de España. Con ser esta una loable labor de justicia, marraríamos la ocasión si no sirviera para hacer valer aquellas ideas y propuestas que mejor le caracterizan y que por extrañas razones unas veces nos negamos a reconocerlas y, otras, nos afanamos en desfigurarlas. Por supuesto que nos sumamos al reconocimiento de uno de los testigos más importantes del siglo XX, que fue al tiempo importante político, exitoso escritor y celebrado intelectual. Pero más allá de esta celebración, hagamos justicia a una figura que espera ser atendida.
Entre tanto se produce un hecho de capital importancia. En el año 1961, tres lustros después de su opción amnésica, Semprún puede recordar, sin tener que pensar en el suicidio. Puede recordar, vivir y, por tanto, escribir. Se esfuma el doble de Semprún que había tomado el nombre de Federico Sánchez y vuelve en sí el verdadero Semprún que se convierte en el escritor que quiso ser. Su memoria no sólo le va a permitir escribir sino ver todo desde la experiencia del Lager que él durante todo este tiempo había mantenido dormida.
Para eso quiere ser escritor. Resulta significativo que en su mochila de maquisard llevara consigo un ejemplar de un libro de Kant sobre “el mal radical”. Allí tenía elementos para bucear en el alma humana que, según decía el libro, estaba diseñada estructuralmente para hacer el bien (Kant habla de Anlage) pero que fatalmente estaba dominada por una inclinación al mal (Hang). Disponía pues de un buen material conceptual de partida para un desafío intelectual de esa magnitud. Pero no es esa tensión filosófica entre la estructura por el bien (Anlage) y la inclinación al mal (Hang) lo que ahora le preocupa, sino cómo contar lo vivido. El escritor que quiere ser, una vez liberado, prepara el terreno con tiempo pues, según cuenta, pregunta a los supervivientes antes de la dispersión cómo van a contar lo vivido. Todos tienen ganas de hablar, algunos incluso entienden que tienen el deber de testimoniar, pero ¿cómo hacerlo? Lo vivido es tan extremo que muchos pensarán que exageran. La mayoría de las respuestas son de sentido común: contemos lo que hemos vivido lo más fiel posible, sin exagerar, porque si nos pillan en un renuncio nos descalifican totalmente. Semprún no va por ahí. Defiende más bien la idea de que de poco sirve contar los hechos vividos; lo importante es transmitir la experiencia vivida, más aún, el (sin)sentido de todo ese horror o el sentido de los gestos de solidaridad. Pero para eso, sigue diciendo Semprún, hay que recurrir al arte, a la creación artística, a la imaginación literaria. El joven Rotspanier está en minoría, hasta que un viejo Profesor de la Universidad de Estrasburgo toma la palabra para darle la razón: mirad, les dice, lo que ha ocurrido dentro y fuera del Lager será objeto de interés para historiadores, documentalistas y reporteros. Dirán cosas muy ajustadas sobre lo ocurrido “pero faltará la verdad esencial… la verdad esencial de la experiencia no es transmisible o, mejor dicho, solo lo es mediante la escritura literaria” (Semprún, 1995,182).
No se puede desvincular este debate del que luego vendrá cuando, por ejemplo, Adorno se pregunte cómo hacer poesía después de Auschwitz o, en los años sesenta Peter Weiss busque una forma de representación teatral que atrape existencialmente a quien lo vea o ya, en los años ochenta, un Claude Lanzmann se plantee en su film Shoah una estética del Holocausto emparentada con la “prohibición de imágenes” (Sucasas, 2018, 209).
Lo que sorprende es que un joven sin experiencia artística intuya que no basta contar los hechos para dar a conocer lo vivido. Hay que reconocer que el camino que emprende Semprún no es nuevo. A su favor tiene la opinión de Aristóteles -“hay más verdad en la poesía que en la historia”- pero en su contra la de la mayoría de los testigos que vinculan la verdad al relato documental o al atestado policial. El propio Primo Levi, por quien Semprún tenía tanto respeto a pesar de sus reservas sobre la literatura testimonial, no estaría del todo de acuerdo. El italiano recurrió a la ficción pero entendiéndola como un género diferente del testimonio, por eso firmaba con pseudónimo sus novelas y con su nombre propio, los relatos del campo. Pese a todo él bien sabía que incluso en su obra testimonial había toda una parte de artificio, de creación literaria (la selección de hechos, el modo de contarlos, el orden en la narración, las emociones que quería suscitar) de ahí que se definiera como un “híbrido, un centauro: mitad narrador-mitad escritor”. En lo que sí difieren totalmente es en cómo uno y otro vivían su creación literaria: Semprún la disfrutaba mientras que Levi la sufría, siempre atento a que su palabra sólo fuera un trampolín hacia el silencio de los que no podían contar. Decía Jiménez Lozano que “lo más espantoso que le podía ocurrir a un escritor es hacerse más grande que su obra”, algo que firmaría sin dudar Primo Levi; algo que difícilmente aceptaría Jorge Semprún, siempre tan seguro de estar por encima de sus personajes. Se consideraba “un Dios de la narración” y un dios, ya se sabe, “no suele conceder la palabra a los personajes secundarios de sus relatos” que son todos menos los que representan al autor, dice una de sus críticas literarias menos complaciente (Lahoz, 2023, 321).
Tan verdad como que la ficción tiene acceso a una zona profunda de la realidad es que la ficción puede deformar los hechos. Tan innegable como que en los hechos hay mucho de realidad, es que los hechos pierden realidad cuando se erigen en sus únicos portadores.
Entre Escila y Caribdis navega la obra de Jorge Semprún, pero también la de Primo Levi y la de cuantos reconozcan en su obra literaria un compromiso indesmayable con la verdad. Cuando hoy un poeta, un dramaturgo, un novelista o un cineasta recurran a la creación artística para captar la realidad de una experiencia personal o colectiva, harán bien en asomarse a la obra de Jorge Semprún. Sus aciertos y contradicciones siguen siendo harto instructivos. Que a la hora de hablar del mal radical se fíe más de la novela que de la razón kantiana, sin renunciar a ella, no deja de tener su picante.
Esa voluntad o necesidad de vivir de espaldas a Buchenwald se traduce en una militancia incondicionada dentro del Partido Comunista que él mismo interpreta como “huída hacia adelante”. Todo con tal de no mirar hacia atrás. La verdad es que su juventud, su procedencia, su experiencia en la Resistencia, su inteligencia y don de lenguas y, finalmente, su declarado estalinismo le abren paso a una gran carrera política profesional. En 1953 recibe el importante encargo de reorganizar al Partido Comunista en sectores culturales, intelectuales y estudiantiles, una tarea de máximo riesgo pues se juega la vida en cada incursión. Esa misión le permite tomar el pulso a la sociedad española. Capta que algo está cambiando; hijos de vencedores se unen a hijos de los vencidos en la oposición al franquismo; la situación económica empieza a mejorar con el turismo y los Planes de Estabilización; la guerra va quedando lejos. Todos estos datos invitan al abandono de una estrategia, diseñada por protagonistas de la Guerra Civil que no están dispuestos a cambiar nada. Las tensiones entre gente como Jorge Semprún y Fernando Claudín y la dirección del Partido Comunista crecen hasta llegar a su expulsión en 1964. No parece, sin embargo, que los críticos estuvieran muy equivocados pues sus dirigentes, con Pasionaria y Santiago Carrillo a la cabeza, acaban asumiendo las críticas de los disidentes con el viraje hacia el eurocomunismo.
Pero, en 1961, se produce la recuperación de la memoria: desaparece Federico Sánchez y aparece Jorge Semprún. Cuenta él que estaba en un piso clandestino, propiedad de unos militantes. El titular, Manuel Azaustre, era un superviviente de Mauthausen, quien, por razones de seguridad, ignoraba que Semprún lo era de Buchenwald. Quizá por eso se permitía martillear su cabeza en aquellas horas de duermevela con relatos mal contados que Semprún aguanta con disgusto, así hasta que una buena noche se abalanza sobre su vieja Olivetti y se pone a escribir sobre el viaje que le llevó al campo de Buchenwald. En una semana se libera de los recuerdos que había reprimido a lo largo de sus últimos quince años. El resultado es su primera novela, Un largo viaje. Descubrió que ya podía recordar y vivir. Pudo volver en sí y podía ser escritor. Lo que nos interesa es ver cómo esa memoria, ya recuperada, incide en su visión política, es decir, ver si “el deber de memoria” de Jorge Semprún altera o no la visión política de Federico Sánchez. Su entorno reconoce que hay un cambio (se aleja de la militancia, radicaliza su crítica al comunismo, se aproxima a la literatura, al cine) pero lo interpretan como una evolución del comunista crítico en base a su mejor conocimiento de la realidad española, francesa o soviética. Quienes así piensan no tienen en cuenta el valor determinante de la memoria del campo de Buchenwald. La visión del mundo de alguien que recobra su condición de ex–deportado no es la misma que la del marxista crítico o autocrítico que no estuvo en el Lager. Las críticas de Jorge Semprún no están en función de las lógicas internas sino de la experiencia del mal absoluto que descubrió en el Lager; el problema que le acuciaba ya no era el estalinismo de Carrillo, sino los totalitarismos del siglo XX, el comunista y el fascista; el objetivo ya no era la utopía revolucionaria sino la respuesta al problema del mal; su mirada no se detenía en la clase obrera, ni siquiera en la dictadura del franquismo sino en una nueva concepción de Europa.
Ese cambio de mirada no ha sido entendido ni por sus mejores amigos. Javier Pradera, por ejemplo, amigo y ex-camarada, editorialista de El País, hizo una crítica muy ilustrativa en Diario 16 del libro premiado por Planeta en 1977. Pradera descalifica sin miramientos el libro al situarle como “un libro en la vieja tradición de los excomunistas” (Lahoz, 2023,220). Con el rótulo de “ex-comunista” se convocan todos los demonios anticomunistas imaginables: el de resentido, traidor, reaccionario. Pradera le contrapone a Fernando Claudín. Ambos, Claudín y Semprún, compartieron ideas, críticas y destino (ambos expulsados al tiempo del PCE). Pero, viene a decir Pradera, evolucionaron de manera diferente: Semprún, como “ex-comunista”, mientras que Claudín como “antiguo comunista”, que no es lo mismo pues este tal –como el propio Pradera- reconoce que se ha alejado de la disciplina comunista pero siguen siendo gente de izquierdas.
Es verdad que son diferentes pero no por lo que dice Pradera. La diferencia es que Claudín no estuvo en el Lager y Semprún, sí. Claudín hace una crítica desde dentro de la cultura comunista (o desde una izquierda democrática), mientras que Semprún, desde Buchenwald: si ahí el comunismo tomó la forma del mal absoluto, sólo puede reaparecer ahora revestido de democracia si se produce una interrupción (Unterbrechung) con el pasado. “Pasar de una actividad comunista a otra sin haberla explicado me parece inmoral”, declaraba Semprún a El País en diciembre de 1976. Eso valía para Carrillo pero también, de alguna manera, para su amigo Claudín. La famosa revolución, que estaba en boca de todos, cambia aquí de significado: en vez de referirse a la construcción en la tierra de algún paraíso o utopía, significa ahora, como decía Walter Benjamin, “tirar del freno de emergencia”, es decir, revisar el pasado, asumir responsabilidades, cambiar de objetivos y de estrategias, de valores y de enfoques. José María Ridao habla en su contribución a la obra colectiva Destino y Memoria, de las frecuentes ausencias de Semprún incluso cuando estaba entre amigos. El lo interpreta como si de repente conectara con algún momento del pasado que en ese instante reclamara su atención, sea porque ayudara a interpretar el tema de la conversación o para distanciarse de él. En cualquier caso, como una necesidad de convocar constantemente todo su complejo y plural pasado. Dice Ridao: “si el poeta Fernando Pessoa se multiplicaba en sus heterónimos a través de la escritura, Jorge Semprún, a través de la escritura, convocaba a los suyos” (Lahoz, 2023, 72). Tiendo a pensar que sus ausencias no hay que explicarlas como una necesidad identitaria de aunar “vida y disfraz”. Ese Semprún no necesitaba ya cargar con la mochila de Federico Sánchez. Lo que realmente pesaba era la experiencia y la sabiduría del campo que le resultaba incomunicable incluso a sus amigos. El podía compartir con los amigos una opinión política sobre España o celebrar el éxito de la última de sus novelas, pero ¿cómo hacerles ver que todo eso, visto desde la experiencia del Mal Absoluto del Lager, era asunto menor? ¿cómo relativizar y encajar el presente en esa otra perspectiva? Si a Semprún los torpes relatos de Azaustra le resultaban insoportables ¿cómo tendría que parecerle una de esas tertulias políticas? Apasionante, sin duda, como toda animada conversación entre amigos, pero quizá insubstancial. Se taire est impossible (Imposible callarse) es el título que se dio a un libro que recoge unas conversaciones entre dos supervivientes, Elie Wiesel y Jorge Semprún. Y ese libro es una buena prueba de que si los dos están urgidos por la necesidad de hablar, también son conscientes de que hay algo incomunicable. Quizá radique ahí la razón de sus ausencias.
En su última visita a Buchenwald Semprún entrega su testamento a las generaciones futuras. Recuerda a los jóvenes que Europa nace en Buchenwlad que fue un campo nazi y también soviético (Semprún, 2006,156 y 2011, 390). El futuro sólo puede ser tal si responde del totalitarismo fascista y estalinista. ¿En qué Europa está pensando Semprún? En una concebida como un “espacio espiritual”, allende las patrias, las divisiones en clase o las razas; un espacio político donde las normas de convivencia no estén dictadas por los intereses de los Estados o los sentimientos de la pertenencia sino por las necesidades de los individuos, como decía Simone Weil; un espacio espiritual, transnacional, que aprenda de los totatitarismos, es decir, un espacio democrático cercano a lo que Derrida llamaba “democracia por venir” y Arendt “la democracia como promesa”. Una Europa, en definitiva, que no sea la suma de Estados sino el encuentro de ciudadanos buscando con imaginación figuras e instituciones políticas que respondan a esa dinámica.
Es un proyecto de gran alcance para el que son necesarias mimbres que seguramente aún no tenemos. Semprún se afana en esa tarea con un par de propuestas que no deben pasar desapercibidas. Habla, en primer lugar, de que de Europa, de la Europa que ha sido, podemos aprender mucho. Su historia de guerras y confrontaciones marca al camino que no debemos transitar. Hay una idea de Europa que ha llevado al desastre. Semprún señala con el dedo una tradición filosófica que ha propiciado el desastre que hemos vivido: señala a Hegel y Heidegger pero también alude a una corte de pensadores, como Hobbes o Machiavello, que han divinizado el poder del Estado, el protagonismo de la sangre y de la tierra o, sencillamente, el nacionalismo. Frente a ella, otra, frecuentada, dice, por nombres judíos, que han propuesto un espacio político abierto, plural y hospitalario (Semprún, 2010, 314). Cita, en primer lugar, La crisis de la humanidad europea y la filosofía de Edmund Husserl, pero también a Maurice Halbwachs, Marc Bloch, Karl Marx, Walter Benjamin y hasta al mismo Maimónides del que destaca su sentido de la tolerancia. También para Semprún Europa tiene dos almas, Atenas y Jerusalem. No deja de ser significativo que relacione la posibilidad de una nueva Europa con la recuperación de la tradición olvidada, la que viene de Israel.
Hay otro apunte de mayor calado polémico. Me refiero a la importancia de la memoria, clave para la identidad personal y para la construcción política. Digo que polémico porque no apunta en la dirección que se espera. Semprún ha visto cómo poco a poco la memoria se convertía en un tema respetable. La derrota de Hitler, en efecto, facilitó el despliegue de una memoria crítica del fascismo que puso su foco precisamente en la catástrofe de Auschwitz. Pero algo vio Semprún en esa onda histórica que le llevó a hablar de “memoria hemipléjica”. Se lo echó en cara a los libreros alemanes, en 1994, cuando le conceden el Premio de la Paz. Les suelta sin más que los alemanes tienen un problema con la memoria, ellos precisamente que son un modelo de elaboración responsable del pasado. Es verdad que lo han hecho bien respecto al pasado hitleriano, pero no respecto a su pasado comunista. Y les pone delante dos casos que así lo prueban: la consideración que todavía les merece un Bertold Brecht que nunca denunció los crímenes estalinistas; y el caso de Thomas Mann, compañero de viaje del comunismo, que siendo agasajado en Weimar en 1949 no tuvo el coraje de llegar a Buchenwald convertido en ese momento en campo soviético de concentración. Una memoria pues hemipléjica sólo sensible al pasado fascista pero no al estalinista. También España, sigue diciendo, tiene un problema con la memoria. Entiende que la transición pagara su tributo al olvido pero eso no salda la deuda con la memoria. En algún momento aparecerá. En algún momento los españoles tendrán que enfrentarse al pasado franquista pero también al estalinista. A Semprún le indigna la hemiplejia de la memoria de la izquierda y también la idealización del pasado republicano (Lahoz, 2923,284). “Solo el que esté dispuesto a hablar de estalinismo que hable de fascismo”, dice parafraseando un dictum conocido de Horkheimer. Y es lo que él hace en el documental Les Deux Mémoires. En España él detecta dos memorias pero no referidas a las dos Españas de Machado sino a dos miradas distintas dentro de cada bloque o bando político. Hay dos miradas republicanas sobre el pasado español: una es complaciente, como la de Carrillo o Pasionaria, que idealizan el papel del Partido Comunista; y otra, como la Fernando Claudín, mucho más crítica pues califica la “ayuda” soviética de cara y mala. Aquí muchos brigadistas no vinieron a defender la República de sus agresores sino para ganar la partida de la Unión Soviética aunque fuera a costa de la República. Llega a decir que el enemigo real del comunismo no era el fascismo (por eso Stalin pudo en un momento entenderse con Hitler), sino la democracia. Otro tanto ocurrió en el campo de los sublevados: los hubo, como Ridruejo o Gil Robles, que tenían razones atendibles y otros, como Franco o el General Eugenio Espinosa de los Monteros, que sólo tenían intereses inconfesables. Con su documental Semprún quería romper tópicos que repetidos en los años setenta u ochenta no contribuían en nada a encontrar una salida democrática a la España de entonces. A la pregunta que le hace Ives Montand sobre el objetivo del documental, responde: “Escuchar a otros; esconder el discurso, la retórica que se ha vivido durante muchos años y que en un momento dado ya no encaja con la realidad. Ni con la realidad de España ni la de la tradición de la cual procede, es decir, la del movimiento comunista. La voluntad política de Les deux mémoires consiste en dejar hablar a los otros, lo cual implica escuchar muchas tonterías y cosas que ya se saben, pero que por lo menos hay que escuchar e intentar comprenderlos”. Lo que está diciendo es que la lectura romántica de la guerra de buenos contra manos no ayuda a la España actual (1972) que no es la de antes. La están cambiando los millones de turistas y la prueba de que ha cambiado es que hijos de vencedores sean tan antifranquistas como hijos de vencedores. Pero es que, dice ahora dirigiéndose a los suyos, esa idealización del pasado “no se corresponde con lo que fue el comunismo en España”.
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