“No hay documento de cultura que no
lo sea también de barbarie”. Quien esto decía estaba pensando en las pirámides
de Egipto y en las catedrales góticas, obras artísticamente admirables pero que
fueron construidas gracias a una mano de obra esclava que tenía que trabajar
bajo condiciones inhumanas.
Al mundo de la cultura no le hizo
gracia la idea porque entendía que la obra de arte se mide por ella misma, por
el producto final, independientemente del material usado o de las
circunstancias de la creación. Importa poco si van Gogh no vendió un cuadro en
su vida o si Franz Schubert murió en la miseria o si Céline fue un fascista. Lo
que merece atención es la calidad de la obra. Hay que separar la historia de la
cultura de la historia real y, la historia de la creación artística, de la
historia de sus creadores.
Este cómodo punto de vista, que es
el que nos acompaña cuando visitamos relajadamente un museo, tiene un flanco
débil porque la mayoría de los grandes cuadros llevan la historia dentro. Si
son geniales es porque reflejan su tiempo y ahí queda, documentado para
siempre, independientemente de la intención del autor. Recordemos Las Meninas de Velázquez. Aparece la
familia real que el pintor realza desde todos los ángulos. Sobre ella dirige la
intención el artista invitándonos a que le sigamos. Es verdad que en el cuadro
se cuelan un par de “sabandijas”, como María Bárbola y Nicolasillo Pertusato,
que no son de la familia real pero que contribuyen a
realzar el color y la superioridad de las meninas. Entendemos con el autor que
están para eso. Pero también podemos ver el cuadro de otra manera: desde los de
abajo y preguntarnos por qué, para realzar a los unos haya que recurrir a la
fealdad de los otros. En este caso los feos son unos enanos, pero bien pudieran
ser negros, esclavos o colonizados, es decir, gentes y lugares que no ya en los
cuadros sino en la historia han sido sometidos por aquellos para los que los
pintores pintan.
De repente la historia de la cultura
se convierte en testimonio de la barbarie. Y el museo, concebido para solaz de
unas élites que querían ver representada su vida y obra de una forma
idealizada, se revela como una cámara oscura donde aparece toda la violencia y
el cinismo que ha acompañado la historia del mundo civilizado. Bastaba colocar
los mismos cuadros de una forma determinada para que la mirada del espectador
fuera de abajo arriba, de lo oscuro a lo claro, del esclavo al amo.
Y esto es lo está ocurriendo en la
exposición “La memoria colonial” del museo Thyssen de Madrid. Un viaje por 76
cuadros, distribuidos en seis salas, que invitan al espectador a considerar su
historia desde los vencidos. A la entrada, una pintura del siglo XVII ya
detecta la presencia de esclavos negros que formaban parte del paisaje madrileño.
No se habla mucho en España de la esclavitud más allá de algún episodio
aislado. Lo que estos cuadros demuestran, por el contrario, es que los esclavos
siempre han estado presentes aunque hayan pasado desapercibidos porque el foco
estaba puesto en el Rey a quien servían o en el señor que los había comprado o
en la cuna a la que se debían. Había esclavas hasta en los conventos. Estaban
siempre presentes porque no se explica el éxito de Occidente sin la explotación
del esclavo, pero eran casi invisibles porque carecían de entidad propia. La
poca luz con la que son retratados es la que les llega de la luminosidad con la
que brillan los personajes centrales que suelen ser reyes, ricos o colonos.
Muchos pintores, como Paul Gauguin,
fueron seducidos por la exuberancia de las colonias. Sus cuadros convierten a
esos lugares en paraísos naturales donde unos, los propietarios blancos, se
exhiben como bienaventurados, mientras otros, los nativos, vagan por los
alrededores como almas en pena. Podemos suponer que los propietarios de estos
cuadros querían disfrutar de esos espacios paradisíacos como si fueran
invitados de los personajes pintados. Querían sentir la misma brisa, oír los
mismos trinos y respirar los mismos aromas. Y cuando propietarios como la
familia Thyssen dieron el paso, transformando la casa en museo abierto al
público, ofrecieron al visitante la posibilidad de la misma experiencia
beatífica. Y así ha ocurrido y seguirá ocurriendo, a no ser que nos cambie el
paso con una ordenación de los cuadros que obliguen a desviar la mirada y
veamos ese paraíso desde los excluidos. Esto es lo que ha ocurrido con la
citada exposición. Comprendemos entonces que nos han pintado un idilio desde la
impostura, que hemos saqueado esos lugares y expulsado a sus moradores. Hay un
cuadro de Picasso muy revelador, titulado “Desnudo con paños”, que es el boceto
de un rostro. Lo que ha sido visto como una genialidad, resulta ser la copia de
un dibujo indígena.
Ahora que tanto se discute sobre si
pedir perdón o no por el pasado colonial, tenemos claro que el punto de vista
del colonizado es opuesto al del colonizador. La exposición da un paso más al
hacernos ver que el dominador redujo al dominado a peana sobre la que peraltarse.
Para la normalización de la relación política entre ellos puede ser de ayuda la
lectura ética de la obra artística que propone esta memoria colonial.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 20 de
octubre 2024)