Alternan titulares que anuncian
catástrofes del estilo "colapso de la civilización", "sólo un giro
radical detendrá el cambio climático" o "si no reducimos la
población, lo hará la naturaleza", con otros que abren a la esperanza
como, por ejemplo, los logros de la ciencia capaces de corregir los fallos de
la naturaleza y hasta las impotencias de la ética.
Lo uno por lo otro, decimos, y
pasamos página porque siempre ha habido problemas y el ser humano se las ha
ingeniado para salir adelante. Lo nuevo es que los avisadores del fuego no son
ya radicales enrabietados sino instituciones como la ONU o la NASA o
científicos bien situados.
La música de estas coplas viene de
lejos, del famoso informe sobre límites del crecimiento del Club de Roma, 1972.
La diferencia entre aquellos avisos y las noticias actuales es que el tiempo no
ha pasado en vano.
Lo que entonces eran negros vaticinios son ahora realidades. Se ha hecho realidad lo que García Márquez decía en su discurso de Oslo, al recibir el Premio Nobel, contradiciendo a su maestro William Faulkner, a saber, que el desastre colosal que supondría la destrucción del hombre era ya una posibilidad. Si los ponderados análisis del Club de Roma proponían medidas cautelares para propiciar un desarrollo sostenible, hoy el mensaje que emiten es que eso ya no es posible y sólo nos cabe el decrecimiento, es decir, la austeridad general como forma de vida.
Lo que entonces eran negros vaticinios son ahora realidades. Se ha hecho realidad lo que García Márquez decía en su discurso de Oslo, al recibir el Premio Nobel, contradiciendo a su maestro William Faulkner, a saber, que el desastre colosal que supondría la destrucción del hombre era ya una posibilidad. Si los ponderados análisis del Club de Roma proponían medidas cautelares para propiciar un desarrollo sostenible, hoy el mensaje que emiten es que eso ya no es posible y sólo nos cabe el decrecimiento, es decir, la austeridad general como forma de vida.
¿Será el homo sapiens capaz de
evitar el suicidio colectivo? Uno de la especie, el poeta Hölderlin, ha
decretado que "cuando crece el peligro, aumenta la salvación". Nos
salvamos cuando suena la campana.
Razón hay para dudarlo ya que la
gravedad del caso exige un precio que no estamos dispuestos a pagar. No me
refiero a la reducción del consumo sino a algo mucho más resistente. Se trata
de una simple idea, la de que siempre hay tiempo y, por tanto, nunca faltarán
recursos, ya sean naturales o técnicos,
para salir del atolladero. La trampa es la idea de progreso.
Nadie está dispuesto a sacrificar la
idea del progreso que no consiste en estar a la última sino en la creencia de
que el tiempo es inagotable y que siempre vamos a mejor y que si en los avances
de la historia algunos caen que sepan que, como los héroes griegos, su
sacrificio no será inútil.
Eso es lo que hoy se lleva y eso es
lo que nos lleva al desastre porque los recursos son limitados y la técnica -como dice Ugo Bardi, el
científico que ha actualizado el informe del Club de Roma- cada vez será más
indiferente al costo del beneficio de los poderosos.
Desaprender la cultura del progreso
es reconciliarse con la idea de que el tiempo es finito. La vida del hombre
como la del mundo tiene un límite. Lo que se opone a progreso no es la barbarie
sino el apocalipsis, esto es, la sobria idea de la escasez de tiempo y de
recursos. Y esa conciencia de la limitación del tiempo es lo que hace
importante a todo lo que ocurre entre su inicio y su fin. Este es el tiempo del
que cada cual dispone para su realización, de ahí que no se puede sacrificar a
una parte de la humanidad por otra, ni a esta generación por la venidera. La
mejor expresión de la responsabilidad por el mundo que dejaremos a nuestros
nietos es el respeto a sus límites actuales. La finitud del tiempo nos prohíbe
sacrificar el presente al éxito de proyectos políticos que pintan el futuro de
color de rosa y el presente, negro, para los más débiles.
O progreso o apocalipsis. O la
ilusión de que el crédito de tiempo es inagotable o conciencia de que el tiempo
es escaso.
La catástrofe que nos amenaza, según
los avisos reiterados de quien tiene autoridad para hacerlo, no debería ser
tratada como un problema más, junto al calentón soberanista en Cataluña o la
crisis económica en Europa, por ejemplo, sino como el horizonte de todos los
problemas. La diferencia entre tener tiempo a discreción y tenerlo tasado, es
capital a la hora de abordar los problemas cotidianos. La destrucción del
hombre, a la que se refería García Márquez, o la del planeta, de la que se
ocupa el científico Ugo Bardi, condiciona evidentemente lo que tenga in mente
Artur Mas para Cataluña o Luis de Guindos para la economía española. Se trata
entender que lo que está en juego es la condición de posibilidad de existencia
del hombre y del mundo, tal y como los hemos conocido y deseado.
Por eso sorprende la alegría con la
que se festeja un dato sobre el crecimiento del PIB o se anuncia sacando pecho
que hemos superado lo peor de la crisis. Ahora como siempre son invisibilizados
los muchos cadáveres que han quedado en el camino. Es como hacer oídos sordos a
los gritos de las estirpes de Macondo condenadas durante siglos a la soledad
porque los gestores del progreso han decidido que algunos no cuentan ni en las
estadísticas.
(Reyes
Mate, artículo que no pudo ser publicado)