El obispo
de Alcalá, que está contra el aborto, niega al Estado legitimidad para legislar
sobre la despenalización de quien lo practique. Es tan encendida su oposición que la ilustra
con argumentos truculentos –esa ley garantizaría “el derecho a matar a un
inocente”- y con una potente imagen: “el Tren de la Libertad, como los trenes
de Auschwitz, debería llamarse el tren de la muerte”.
Los
jerarcas de la Iglesia
católica gustan de comparar el aborto con imágenes impactantes. Primero fue con
ETA y ahora que ETA anda de capa caída, con Auschwitz.
Este
recurso retórico, pensado sin duda para reforzar su argumentario, es inquietante.
Hay un acuerdo general en reconocer la singularidad de este genocidio, no
porque las víctimas del Holocausto sean superiores a las demás, sino por una
constatación histórica: la capacidad de mal del ser humano alcanzó en Auschwitz
una expresión desconocida. Hubo que inventar una figura jurídica –la de crimen
contra la humanidad- para aproximarse a lo que había tenido lugar. El ser
humano del siglo XX atacó las conquistas civilizatorias que tan duramente había
logrado a lo largo de los siglos. Al atentar contra su propia humanidad mutiló
la conciencia del bien y del mal o la capacidad de distinguir entre víctimas y
verdugos. Por eso nosotros, los que vivimos después de Auschwitz tenemos un
deber de memoria, es decir, si queremos enlazar con esa tradición
emancipatoria, rota en los campos, tenemos que partir de lo que hicimos, de la
barbarie que cometimos que, aunque nunca la imagináramos, tuvo lugar. En esto
Auschwitz es singular y por eso no se puede invocar en vano.
Auschwitz
hubiera sido imposible sin el ferrocarril por eso la imagen del tren es tan elocuente.
En el film Shoah, de Lanzmann, el
tren cruza la pantalla de izquierda a derecha adentrándose en la sala como si
quisiera embarcar al espectador en uno de esos siniestros vagones. El largo
viaje de Semprún comienza así: “Este hacinamiento de cuerpos… en un vagón
de mercancías cerrado con candados”. El horror de lo que le espera se le revela
a Primo Levi en uno de esos “vagones de mercancías, cerrados desde el exterior,
y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en
docenas, en un viaje hacia la nada, hacia allá abajo, hacia el fondo”. Adorno
expresa esa oscura y desconocida capacidad del ser humano de hacer el mal,
recurriendo al tren: “es innegable que los martirios y humillaciones nunca
antes experimentados de los que fueron deportados en vagones para el ganado
arroja una intensa y mortal luz hasta sobre el más lejano pasado”. Los nazis no
querían sólo matar sino expulsar al judío de la condición humana, por eso le
trasportaban en vagones de ganado.
Estos
trenes ¿qué tienen que ver con el Tren de la Libertad repleto de seres
libres que se han subido a él para defender sus derechos?. La pregunta ofende,
pero puesto que el obispo ha hecho la comparación habrá que preguntarse por
qué. Es evidente que Monseñor, de haber podido, hubiera detenido el Tren de la Libertad. ¿Hubiera
detenido alguno de los que llevaba a Auschwitz o Sobibor? La Iglesia católica no detuvo
ninguno y sus antecesores españoles en el episcopado se colocaron, brazo en
alto, del otro lado, del lado de los Hitler, Himmler o Eichmann. Monseñor no es
inocente y si hoy aquel horror resulta repugnante a cualquier obispo católico,
no debería ponerse del lado de las víctimas, sino de los verdugos.
Se lo
agradecerán las víctimas porque estas no reclaman compasión sino justicia y la
justicia se facilita mucho cuando cada cual asume su responsabilidad. Cuando
uno se identifica con la víctima corre el peligro de pensar que quien ha
sufrido el mal ha sido uno mismo. Si, por el contrario, se coloca junto al
victimario, preguntándose por su posible complicidad, puede entonces desactivar
algunas de las causas que llevaron a los campo de muerte. Quien eso hace no
sale convertido en juez que se permite cualquier condena porque se considera
por encima del mal y del bien. Sale, más bien, compasivo presto a aliviar el
sufrimiento de los demás y no a condenarlos al fuego eterno, como se permite
Monseñor.
El obispo
Reig Pla deforma peligrosamente lo que fue Auschwitz. El Tren de la Libertad nada tiene que
ver con los trenes de la muerte, ni el aborto con Auschwitz. La despenalización
de la interrupción de un embarazo forma parte de la historia de la libertad
pública. Ese tren no lleva al campo. Los que sí circulan en esa siniestra
dirección son todos aquellos que viniendo “del más lejano pasado”, como dice
Adorno, persiguieron la libertad. Dostoievsky da una pista de la estación de
origen cuando hace decir al Gran Inquisidor de Sevilla, “¡Es tan duro ser
libres¡”. La gente, piensan estos hombres de Iglesia, prefiere la seguridad a ser libres y por eso ellos se han ocupado de
anatematizar la libertad. Esos son los trenes que han llevado al desastre.
(Reyes Mate, artículo que no pudo ser publicado)