Madrid 8 de junio del 2011
Soy uno de tantos dolidos pero no
sorprendidos por la derrota del 22 de mayo. Sabíamos, efecto, que la crisis
económica y su forma de gestionarla iba a pasar factura. Sabíamos también que
la socialdemocracia iba perdiendo la partida en su mano a mano con el
neoliberalismo. El socialismo hace tiempo que se dejó seducir por una cultura que
bajo el manto de la competitividad y de la globalidad esconde el
enriquecimiento como valor supremo, despidiendo así los mínimos solidarios que
ha caracterizado a la política europea después
de la Segunda Guerra
Mundial. Mientras todos sacaban provecho de la situación, la apuesta funcionaba.
Cuando ha llegado la crisis y cada cual ha tenido que contar con sus propias
fuerzas, el desastre se ha producido entre los más desfavorecidos.
En una
situación así, sólo cabía encomendarse al fallo del adversario, es decir, a que
el adversario desgranara sus medidas contra la crisis, mucho más duras e
insolidarias que las del gobierno socialista, pero el fallo no ha tenido lugar.
Le ha bastado al PP esperar y ver cómo las medidas adoptadas calaban en el
votante socialista y le alejaban en masa del Gobierno que decía representarle.
La derrota
del 22 de mayo ha sido tan contundente que no admite ninguna justificación
pero sí muchas explicaciones, al menos
estas tres referidas a la política desarrollada, al discurso socialista y a la
pertinencia de la organización, PSOE.
El 11 de
mayo del año pasado el Presidente del Gobierno da un volantazo a su estrategia
proponiendo una serie de duras medidas de ajuste demandadas por los mercados y
por los grandes organismos financieros. Se presentaron como necesarias e
imprescindibles para evitar el rescate financiero. El propio Presidente la
presentó con un gesto sacrificial como si alguien tuviera que morir para salvar
al pueblo. Hubo en ese momento un equívoco que ha resultado fatal. No resulta
difícil pensar que habíamos llegado a un punto en que esas medidas eran
imprescindibles para evitar un mal mayor. Había que tomarlas pero no porque
fueran justas sino para evitar un mal mayor. No es una mera distinción
retórica. Cuando la relación de fuerzas impone la solución que propone el más
fuerte, cabe siempre la conciencia de denunciar que es injusta. Hay que ser
consciente de la diferencia entre lo que en un momento se puede y lo que en
realidad se debe porque de esa diferencia depende la posibilidad de una
estrategia que cree condiciones para cambiar lo que ahora sólo se puede. Sin
esa distinción el movimiento obrero o los partidos socialistas nunca hubieran
empezado porque cuando arrancan poco es lo que se podía y mucho lo que se debía.
Nada más nefasto que la fatídica afirmación de que “no hay otra política
económica” cuando la que hay es injusta.
Al
situarnos en el centroizquierda, las diferencias con la derecha o con el centroderecha son menores, aunque no
irrelevantes. Sin la socialdemocracia el estado de bienestar sería impensable,
pero tampoco la derecha puede desmantelarlo sin más aunque le debilite y le
reduzca a mínimos. ¿Por qué entonces esa desafección de los menos pudientes,
emigrantes o jóvenes incluidos, al socialismo? Por falta de credibilidad. No
nos creen cuando hablamos de empleo, educación, corrupción, solidaridad o
futuro. Son palabras que hemos ido sacrificando
una a una y canjeándolas en el monte de piedad por otras como
sacrificio, no hay nada que hacer, el futuro será mejor, etc.
Lo que se
impone como tarea común es construir un discurso que arranque de palabras
verdaderas de suerte que si alguien dice “paro” entienda la tragedia personal y
familiar que hay tras esa palabra, y si alguien pronuncia “corrupción” tenga la
autoridad suficiente para provocar la indignación de los demás; y si alguien
habla de futuro entienda la desesperación de quien tiene que renunciar a un
proyecto de vida…
Pues bien,
esas palabras verdaderas están siendo pronunciadas estos días en La Puerta del
Sol y en otros muchos lugares. Si palabras viejas y nada espectaculares han
tenido esa expresividad es porque están encarnadas en destinos personales. No
son problemas que resolver; son algo previo, historias reales que ahogan
existencias personales.
Si queremos
construir un discurso nuevo hay que escucharlas, es decir, hay que hacerlas
frente dejándonos interpelar por todo su dramatismo, por lo que tienen de
sufrimiento, pérdida de calidad de vida, renuncia a bienes y alegrías que
parecen irrenunciables, enfermedades, soledad, abandono. Antes de convertirlas
en problemas de gabinete, procede empaparse de su significación existencial.
No es fácil
porque todos tenemos mucha prisa y el mundo competitivo en que vivimos
aconsejan no descuidar los asuntos propios so pena de acabar siendo una víctima
más.
Pero es
aquí donde debería aparecer el Partido Político. Su grandeza consiste en ser
una agrupación libre de ciudadanos que recogen esa realidad y la convierten en
el objeto de su preocupación y del poder
que la sociedad le confiere. ¿Está el PSOE a la altura de las circunstancias?
Este es el último punto al que quiero referirme.
El PSOE es
un partido con larga tradición. Debemos preguntarnos si no ha llegado el
momento de actualizar su organización.
En las
agrupaciones hay militantes ejemplares pero en su conjunto la agrupación ni
refleja la realidad del entorno ni es un referente atractivo para los que votan
socialistas o se sienten próximos. Son lugares aislado, a veces inhóspitos, que
sólo sirven para legitimar el poder interno.
Tampoco elegimos
a los mejores. Ha desaparecido, salvo excepciones, la cultura del trabajo
generoso. Nos pierde la prisa por trocar trabajo con recompensas. Se prima el
activismo institucional sobre el ser socialista en la sociedad.
Tampoco
este foro, el Comité Regional, cumple su función. Por su composición y
funcionamiento aquí hay lugar para discursos yuxtapuestos pero no para debates
en los que se pueda argumentar.
Tenemos un
tipo de dirección no tan lejano del "centralismo democrático": todo
depende de la voluntad de secretario general. Se suple la ausencia del colectivo
pensante y actuante que debería ser el Partido por la figura del asesor o
asesores que son sobretodo publicistas o aduladores.
Quisiera
terminar con dos sugerencias. La primera se refiere al talante con el que
acometer esta reflexión. Se impone un cambio de talante; y al hablar de ello no
pienso en Zapatero sino en Aranguren que lo entendía como una actitud moral que
afectaba al ser y al estar. El político socialista no es un profesional de la
política, sino un ciudadano que durante un tiempo sirve al bien común y luego
vuelve a lo suyo.
Se ha
hablado de una Conferencia que canalice la necesidad de reflexión sobre la
realidad del PSOE. Eso corre el peligro de reproducirnos, de cocernos en
nuestra propia salsa. Habría que abrir esa Conferencia a esos sectores que se
siente dolidos por los resultados o que los han causado con su abstención o
voto en blanco. Hacernos eco de las palabras de La Puerta del Sol. Más que de
una Conferencia, de lo que realmente tenemos necesidad es de un foro más
abierto.
Reyes Mate (carta abierta, 8 de junio 2011)