Hace ochenta años comenzó uno de los
exilios más numerosos y dolorosos que haya habido. En la España vencedora no
había lugar para los vencidos. Se fueron con un rico patrimonio intelectual,
artístico, literario y científico del que se privó a las generaciones de
españoles que vinieron después. Este patrimonio, tenazmente negado y perseguido
por los vencedores de la Guerra Civil, es lo que en este año está siendo
recordado a lo largo y ancho de la geografía española. A finales del
septiembre, sin ir más lejos, tendrá lugar en Salamanca un Congreso
Internacional bajo el título “El exilio filosófico e intelectual español de
1939 ochenta años después”, que sellará esta voluntad de recuperación.
Resulta comprensible que el marco de
los actos rememorativos sea el del “exilio republicano” ya que republicanos
fueron la inmensa mayoría de los que tuvieron que abandonar su país, pero sería
un error pensar que exilio y república conforman una unidad indisoluble. La
memoria del exilio no conlleva necesariamente una reafirmación de la república.
Malgastaríamos el potencial ético y político del exilio si nos quedáramos ahí y
no hiciéramos caso a los pocos exiliados que han reflexionado a fondo sobre el
alcance de su singular y dolorosa experiencia.
Hay muchos tipos de exilio. Los hay
que, como los desterrados, sólo piensan en volver y por eso no se adaptan y ni
deshacen las maletas esperando regresar; o como los refugiados que de hecho
nunca se van; o como los transterrados que cambian una tierra por otra para
seguir haciendo lo mismo. Son pocos los que entienden que cuando se van, nunca
más volverán, aunque regresen. Es lo que María Zambrano, una gran filósofa,
discípula de Ortega y Gasset, llamaba la irreversibilidad de la frontera.
Cuando se abandona un país se le pierde definitivamente porque ese lugar va a
cambiar sin ella y cuando regresa, si regresa, se sentirá extraña.
He citado a María Zambrano porque es
de los pocos, con Max Aub, que convirtieron su experiencia de exiliados en
objeto de una profunda y constante reflexión. Por eso, a la hora de recordar el
exilio, conviene detenerse en ellos si queremos captar no la España que dejaron
(para eso están los historiadores) sino el mundo que descubrieron.
Para describir su experiencia acudió
a un viejo término de resonancias bíblicas. Llamó al exilio diáspora nombre que
dieron los profetas de Israel al exilio en Babilonia. Lo que querían dar a
entender con ese nombre es que el pueblo judío renunciaba a tener un Estado
propio (renunciando pues a la violencia que ello conlleva) y, en contrapartida,
asumían vivir pacíficamente entre los demás pueblos. No dejarían de ser un
pueblo porque les unía la memoria de una tradición, pero no tendrían una tierra
en exclusiva como deseaban los demás pueblos. Con la diáspora los judíos
inventaron el exilio como forma de existencia. Entendieron que la patria es el
mundo y que la errancia es la forma más humana de existencia porque por algo el
hombre tiene pies y no raíces.
María Zambrano se sintió bien
expresada en esos términos. Al dejar su tierra, descubrió su patria verdadera
que no eran las cuatro paredes en las que había nacido y crecido sino el vasto
mundo; no la lengua que le habían enseñado sino las que podía aprender; no la
cultura que había heredado sino la que podía crear. Como decía otro ilustre
exiliado, Franz Rosenzweig, “el exiliado queda enraizado en si mismo y eso le
permite irse de cualquier lugar o estar en cualquier sitio pudiéndose ir”.
Ahora bien, si como decía Zambrano
“tiene la patria verdadera por virtud crear el exilio”, es decir, desligar el
concepto de patria del de nación, entonces no procede identificar exilio con la
patria que se dejó. Por eso resulta tan equívoco lo de “exilio republicano”,
lema bajo el que se cobijan la mayoría de los actos que se están celebrando.
Si no queremos condenar el concepto
de exilio a improductiva nostalgia, debemos tomarnos más en serio su sentido
diaspórico. Albert Camus denuncia en La Peste ese tipo de exilio “cuya
memoria no sirve para nada porque ese pasado sólo tenía el gusto de la
nostalgia”. El exilio es, por el contrario, una forma política de existencia.
En un mundo globalizado al que le estallan por todos los lados las costuras
políticas heredadas -llámense Estado, nación o ciudadanía- porque todas suponen
fronteras y exclusiones, la experiencia del exilio puede ser fundamental. Sería
una verdadera torpeza convertir la memoria del exilio republicano en
reivindicación de la IIIª República y eso no sólo porque estos son otros
tiempos sino sobre todo porque el mensaje que nos manda el exilio es que
hagamos la política de otra manera, a la altura de un tiempo realmente
posnacional, por más que los nacionalismos se empeñen en políticas de
campanario. Si los nacionalismos vascos, catalanes o gallegos recuerden a sus
exiliados para alimentar sus expectativas o legitimar sus planteamientos, lo
que hacen es instrumentalizar el pasado al servicio del presente. Pero la
memoria es otra cosa, a saber, una interpelación del presente desde el pasado. Y
el mensaje más potente que nos llega de ese pasado es que la verdadera patria
no rima con lo local sino con la apertura al mundo.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 7 de septiembre 2019)