El nacionalismo es ahora un tema de
interés. Este trabajo de Daniel Barreto no es interesante, sin embargo, porque
trata del nacionalismo sino por cómo lo hace. No encontrará el lector ninguno
de los tópicos que frecuentan politólogos conocidos y luego mil veces
reproducidos por articulistas o tertulianos. Lo aborda convocando a un pensador
singular, Franz Rosenzweig, uno de esos genios, mal conocido por el público
hispanohablante, que explican el renacer del pensamiento judío en el siglo
veinte o, lo que es lo mismo, el renacimiento de la filosofía en Occidente. A
ese universo pertenecen movimientos filosóficos como la Teoría Crítica o pensadores como Benjamin o Adorno. Nada de eso
hubiera sido posible, sin embargo, sin el discurso innovador de Franz
Rosenzweig. El desafío nacionalista
que aquí presentamos se adentra en ese proteico asunto desde la perspectiva que
dice el subtítulo del libro "El pensamiento teológico-político de Franz
Rosenzweig". No espere el lector razonamientos convencionales, a favor o
en contra, donde encajar sus preferencias. Prepárese, más bien, para
sorprenderse porque el pensador alemán le va a llevar por vericuetos
insospechados que desvelarán a la postre las claves profundas de un fenómeno
cuya fuerza no se explica diciendo que es un sentimiento. Tras él hay severas
opciones teóricas tanto más eficaces cuanto menos conocidas son. Me voy a
permitir adelantar algunas de estas manifestaciones con la esperanza de que el
lector haga por su cuenta acopio de todas ellas leyendo el libro.
1.
La falsa universalidad moderna.
La Ilustración llegó a Europa como
la expresión de la mayoría de edad de la razón. Hegel se la representa como
dando tumbos por la historia hasta que por fin llega a casa. Esa razón crítica
que emanaba de la libertad del sujeto es una razón emancipada de todas las
tutelas que la mantenían en minoría de edad. El ejercicio libre de la razón tenía
que sacudirse toda pretensión normativa de la religión, de la naturaleza o de
la sociedad.
Liberada de toda tutela, la
Ilustración se presenta en la historia como expresión de una racionalidad
adulta que está a disposición de todo el mundo, es decir, se presenta con
vitola de universalidad. Lo que pueda llegar a afirmar no sólo está al alcance
de todos sino que debe valer para todos. Pero no todos lo ven así. En aquel
momento había racionalidades pendientes de otras tradiciones religiosas,
distintas de ese cristianismo que había dominado en Europa y enseguida captaron
que tenían que pagar un alto precio para formar parte del mundo ilustrado.
Tenían, en efecto, que elegir entre ser ilustrados o ser judíos o musulmanes,
por ejemplo. Si no se sentían a gusto en esa universalidad canónica, que
llamamos Ilustración, era porque pronto vieron que esa razón moderna tenía una
historia vinculada a otra tradición religiosa, la cristiana, con lo que la
pretendida universalidad de la razón se les aparecía como la universalización o
generalización de un modelo particular de racionalidad. Cuando Max Weber coloca
en el protestantismo la matriz originaria de la racionalidad occidental, está
reconociendo que otras religiones pueden ser matrices igualmente fecundas de
racionalidades diferentes pero que la fuente de la razón europea moderna era
cristiana.
Quien quisiera ser alguien tenía que
ser realista y aceptar que la razón que mandaba era esa forma adulta de
racionalidad europea que llamamos Ilustración. Mosés Mendelssohn, un notable filósofo
ilustrado de origen judío -tan ilustrado era que sirvió de modelo al filósofo
Efraim Lesssing para dibujar uno de los personajes más conmovedores de la
Ilustración: Natán el Sabio- buscó
una mediación entre la pretensión de universalidad de la Ilustración y la
autoconciencia del judío de tener que decir algo propio, proponiendo al judío
moderno algo así como una doble militancia: hacia dentro, judíos y, hacia
afuera, ilustrados. Lo expresaba así en su gran libro sobre la identidad judía
titulado Jerusalén: “adaptaos a las
costumbres y a la constitución del país al que os hayáis trasladado, pero
manteneos también con perseverancia en la religión de vuestros mayores.
¡Soportad tan bien como podáis las dos cargas!” (Mendelsshon 1991: 263). No era mero tacticismo porque la constitución que tenían que
respetar estaba construida con una racionalidad moderna que ellos podían
perfectamente compartir. Les proponía ser ilustrados pero no pagar el precio de
la asimilación, en el sentido de renegar de las propias raíces.
Ese equilibrio era difícil de
sostener y fracasó. Al judío ilustrado le resultaba difícil poner un límite al
proceso de asimilación. ¿Cómo sostener que el día de fiesta es el Sabbat cuando el calendario decía que
era el domingo? No era fácil. Menos aún, que las virtudes cívicas no fueran las
que marca la ética protestante que informaba esa racionalidad. Por eso la
asimilación acaba traduciéndose en integración social y cultural. La doble
militancia del filósofo Mendelsshon no arraigó ni en los suyos. Su hijo Abraham
se hizo bautizar y el mismo camino siguieron los descendientes entre los que
figuran ilustres músicos, escritores y financieros. Habría que tener en cuenta,
por otro lado, cómo veían los no judíos esa cascada de conversiones: no se
creían que fueran sinceras y no estaban dispuestos a dejar de tratarles como
judíos por muy profundo que fuera su compromiso con la Ilustración.
Seguía pues activa la alternativa
entre ser judío y ser moderno y eso se traducía en cada judío adulto en una
crisis existencial. Quien tuviera aspiraciones tenía que elegir entre ser
alguien o se judío, una decisión que desgarraba cada una de esas biografías
porque el resultado, cualquier que fuera la decisión, no iba a ser reconocido
ni por los judíos ni por los no judíos. De esa crisis sólo salía “una especie
de marrano, como los miles que vivieron la clandestinidad en España”, como
alguien dijo de Gustav Mahler, un personaje que ilustra perfectamente este
desgarro (Lebrecht, 2010: 122). Mahler, siendo ya un músico prestigioso, sabe
que para dirigir la Opera de Viena tiene que dejar de ser judío y por eso, como
tantos otros, se bautiza. Pese a sus esfuerzos por asimilar la religión
cristiana, no puede silenciar lo que su mujer, Alma, calificaba de “orgullo
veterotestamentario”. Y él mismo confesaba a su amigo Bruno Walter haber tenido
que pasar por esto “por instinto de conservación”. El bautismo no supuso la
negación de sus raíces judías, tan presentes en su música, a las que él rendía
reconocimiento con gestos sencillos como no privarse de visitar la sinagoga de
cada ciudad en la que actuaba o tan decididos como ofrecer su música como
bandera de los Dreyfussards.
Este es el panorama, tal y como relata
Barreto en su primer capítulo, que se encuentra Franz Rosenzweig que se presta
a hacer una tesis doctoral sobre Hegel, el autor que más contundentemente ha
vinculado la racionalidad moderna con el cristianismo. Todo apunta a que este
genial pensador quiere ser moderno sacrificando su ser judío.
2. Pero ni siquiera él lo va a tener
fácil. Esas dos almas, la de Atenas y la de Jerusalén, se van a dar cita en su
interior en una confrontación modélica que va a marcar de alguna manera el
destino del pensamiento europeo. El debate se despliega en un carteo entre
Franz Rosenzweig y Eugen Rosenstock, entre mayo y diciembre de 1916. Uno y otro
son historiadores y judíos con la diferencia de que Rosenstock ha dado el paso
del bautismo para ser un moderno consecuente, es decir, alguien capaz de casar
religión con historia, o, más exactamente, lo excesivo de la religión con lo
absoluto de la historia. Rosenzweig, por el contrario, todavía está en la
estela historicista que inspira su maestro, Friedrich Meinecke, más cercano al
relativismo que al absolutismo; más interesado en conocer los hechos que el
sentido de la historia. En el curso de una noche de discusión entre los dos
primos y amigos, en 1913, Rosenstock desarbola el relativismo de su
interlocutor sobre todo por el testimonio de su vida. A Rosenzweig le fascina
esa congruencia entre creencias y razón. Lo que descubre Rosenzweig es la
fuerza de la idea de revelación que está en la razón de ese compromiso
existencial y filosófico. La revelación es ciertamente una categoría teológica
pero si dice verdad lo será para todos porque afecta a la realidad común. Su
interlocutor le hace saber que la revelación que inspira esa confluencia no es
la judía sino la cristiana, algo que para un estudioso de Hegel, como él, le
resultaba cercano y comprensible. De aquel encuentro agónico Rosenzweig sale
dispuesto a convertirse, tal y como recuerda Daniel Barreto en el Capítulo
Primero. Cuando el contacto se reanuda en 1916, después de un tiempo de
silencio, Rosenstock se sorprende no sólo de que Rosenzweig no se haya
convertido sino que de que haya hecho del judaísmo el centro de su vida y al
enterarse se lo echa en cara diciendo, citando a Cyrano de Bergerac, “pero ¿qué
demonios haces en esa galera?” Rosenzweig quiere explicarse ante amigo, porque
se lo ha pensado a fondo. Y empieza un apasionante debate epistolar en el que se
cruzan las consideraciones teológicas con las políticas.
Importante para la argumentación de
Rosenzweig es la valoración del momento histórico. Estamos en plena guerra
mundial, una catástrofe humanitaria en la que naufragan los valores europeos
pero que hay que ver también como la realización de posibilidades -perversas
ciertamente- inscritas en el programa ilustrado. La Primera Guerra Mundial
sería así la consumición o destrucción, pero también la consumación o
realización de la modernidad. Ese acontecimiento que Rosenzweig está viviendo
en el frente de batalla, inspira su reflexión y le permite captar su
significación epocal. Si además tenemos en cuenta la tesis de su oponente que
defendía con energía el cariz cristiano de la modernidad, no podemos
sorprendernos de que Rosenzweig se lo pensara dos veces antes de dar el paso
del bautismo. Por eso a la observación del amigo que defiende la misión
civilizadora del cristianismo que ha inspirado la modernidad, Rosenzweig le
replica que el no embarcarse en esa aventura nada tiene que ver con el tópico
cristiano que moteja al judío de “duro de cerviz”, sino con la mirada
específica que pueda tener el judío sobre la crisis de la modernidad. Lo que
Rosenzweig quiere hacer ver a su oponente es que el judío hace una lectura de
la modernidad distinta de la del
cristiano (o poscristiano) no sólo porque la tiene que vivir desde el
margen sino porque valora de otra manera los principios que la inspiran.
Lo que le propone entonces es que
uno y otro, antes de descalificarse entre ellos con tópicos (los del cristiano
respecto al judío, cargados de antisemitismo; los del judío respecto al
cristiano, no exentos de resentimientos), se escuchen, traten de comprender cómo
cada cual se entiende y luego analicen cómo se sitúa el cristianismo y el
judaísmo ante la historia en general y sobre todo ante ese momento histórico
particular que es la modernidad.
Lo primero que diría el judío al
cristiano es cómo le ve. Rosenzweig reconoce que hay dos miradas posibles. La
primera, más superficial, diría que el judío considera al cristianismo como una
“religión-hija”, como una religión que hereda los grandes principios éticos de
la casa paterna. La otra, más profunda, entendería que “el Mesías vaga de
incógnito entre las naciones y sólo cuando haya atravesado todas esas
estaciones acontecerá el tiempo de nuestra redención”. Colocaría entonces al
Mesías o a la verdad por encima de uno y otro, siendo uno y otro momentos
distintos y complementarios de la misma revelación. Propio del cristianismo
sería ir al mundo, salir de sí, mientras que propio del judaísmo sería
identificarse consigo mismo. En su jerga, aquel sería “vía” y éste, “vida”.
Rosenzweiz
quiere que ambas especializaciones revelatorias fueran complementarias pero
bien sabe que expertos y autoridades de uno y otro lugar no lo ven así. No se
refiere sólo al enfrentamiento histórico entre la Iglesia e Israel, sino al
conflicto que nace de su mismo existencia. En efecto, el papel de testigo de lo
absoluto que ejerce el judío, con su mera existencia, es una protesta
permanente contra el poder de la historia que el cristianismo nunca ha querido
entender, siendo más bien la causa fundamental del antijudaísmo del
cristianismo. El ancestral antisemitismo cristiano nace de lo que Israel es y
no sólo de avatares históricos. Así de claro lo dice Rosenzweig en las últimas
páginas de La estrella de la redención: "la
existencia del judío impone en todos los tiempos al cristianismo el pensamiento
de que no ha llegado a la meta, de que no ha llegado a la verdad, sino que
siempre sigue estando de camino. Este es el motivo de odio más hondo del
cristiano al judío, que ha recogido la herencia del odio pagano. En última
estancia no es más que odio a sí mismo, pero dirigido sobre el contumaz
amonestador silencioso, que sólo advierte, sin embargo, con su existencia”. Y
un poco más adelante dirá que "el judío sin quererlo, avergüenza al
cristiano. Es odio contra la propia imperfección, contra el propio todavía
no...". El judaísmo es como el espejo en el que el cristiano ve su imagen,
la imagen esforzada de quien corre hacia la meta. Es tanto su empeño que tiende
a pensar que ya ha llegado cuando la verdad es que sigue en camino. No le gusta
que se lo recuerden por eso devuelve con antisemitismo el favor que le hace el
judío al recordarle dónde se encuentra.
La
tragedia cristiana es que el cristiano no puede renunciar al judío so pena de
descarrilar en su proyecto histórico. Y como descarrilaría si identificara su
ideal con alguna estación de paso, por y para eso el cristiano tiene que
renunciar a "enraizar su fe en una realidad nacional", es decir, el
cristiano no puede reducir el contenido de su fe a un momento de la historia. Que
el punto de vista del judío cause desazón o indignación en el cristiano es
harto comprensible dado que cuestiona la autoridad de la autonomía que el
moderno piensa haber conquistado, gracias ciertamente al cristianismo según la
versión weberiana, pero liberándose de él (lo que no impide reconocer que, como
dice el teólogo Johan Baptist Metz, “no haya causa moderna que no haya sido desautorizada
por la Iglesia católica”). Ahora resulta que la libertad soberana tiene que
medirse con el sentido que el judío dice representar por nacimiento. Se
entiende el desconcierto de su interlocutor que ha llegado a la autonomía del
individuo dejando atrás el condicionante judío que Rosenzweig hace valer ahora.
Rosenzweig
tiene que justificar en qué sentido el pueblo judío es “vida”, es decir, está
cabe Dios, descansando en el final. Pues eso es así, sigue diciendo Rosenzweig,
porque la existencia del pueblo judío es, a diferencia de la cristiana, un
pueblo elegido, vive de la experiencia de ser un pueblo de Dios. El pueblo
judío es un pueblo “santo”, es decir, segregado o apartado de la marcha de la
historia para llevar una existencia cabe Dios. Esa existencia es clave para el
cristiano que al tratar de convertir el mundo corre el peligro de tomar una
etapa por la meta y una determinada ideología o teología por expresión de la
experiencia espiritual que conlleva la existencia en Dios. Para escapar a ese
peligro necesita vitalmente apoyarse en la existencia física del pueblo judío.
El Dios cristiano tiene sus raíces en el Dios de Israel. Jesús era judío. No
habría Nuevo Testamento sin el viejo. Rosenzweig cuenta en La Estrella de la Redención la anécdota de Federico el Grande que
pidió un buen día a un párroco pruebas de la verdad del cristianismo: "los
judíos, Majestad", fue su respuesta (Rosenzweig, 1997: 485) "De
nosotros", añade Rosenzweig, "no pueden dudar los cristianos. Nuestra
existencia les garantiza su verdad". Quien da sentido a la figura de Jesús
es la promesa hecha a sus padres judíos y que ellos, los judíos actuales,
mantienen vivos. Se entiende por qué Pablo defienda que los judíos deban de
estar hasta el final de los tiempos. El judaísmo, con su eterna supervivencia,
"es fuego que alimenta los rayos que irrumpen en el cristianismo".
Mientras el pueblo judío sea judío y no cristiano, señal de que el cristiano
está por el buen camino, es decir, en camino.
Para
evitar que el cristianismo no desmaye en su esfuerzo por llevar la historia a
su punto Omega, como diría Teilhard de Chardin, para que no caiga en la tentación
de la idealización, no hay que perder de vista al Jesús histórico, tentación
permanente de “sus adoradores filosóficos o nacionalistas" (Rosenzweig,
1997: 485). El adorador filosófico puede caer en la tentación de convertir a
Jesús en un Sócrates, grave error, porque lo que está en juego no es la
sabiduría sino la salvación y eso está ligado a una historia del ser humano que
hemos conocido gracias al pueblo judío. El peligro del nacionalista es traducir
la elección en protagonismo o poder político, algo que un judío como
Rosenzweig, tan consciente de la dimensión diaspórica, no se puede permitir.
Esa doble mirada del judío explica
que no pueda sentir por el cristiano odio. Al contrario, la presencia del
cristiano le hace sentirse orgulloso por ser elegido. Entonces, se pregunta
Rosenzweig: “¿tengo que convertirme yo cuando soy elegido por nacimiento?” Esta
conclusión saca de quicio a su interlocutor que, para contrarrestar la
argumentación teológica de Rosenzweig, desempolva torpes tópicos como comparar
los logros históricos de una y otra tradición. Frente a la majestuosidad de una
historia occidental, labrada desde el cristianismo, el judaísmo sólo podría
aportar “un par de nombres célebres que son el orgullo de una sinagoga”. Poca
cosa, en su opinión. Aquí se
le va la mano al primo asimilado porque lo que no se puede poner en duda es la
creatividad de este pueblo que, siendo, por ejemplo, el 02% de la humanidad,
tiene el 26% de los premios Nobel de Física. Y, aunque no inventa el
monoteísmo, sabe interpretarle con una fecundidad asombrosa. Son ellos los que
descubren y ensayan los dos modelos posibles de organización política, a saber,
el nacionalismo y el cosmopolitismo. Si el nacionalismo es tierra y sangre, ahí
están ellos, sacralizando la tierra que pisan (tratándola de “tierra
prometida”) y prohibiendo sin matices los matrimonios mixtos porque había que
garantizar la pureza de la sangre. Pero también es inconfundiblemente suya la
experiencia contraria, la de la diáspora, que desmitifica la sangre y la
tierra, convirtiendo al judío en ciudadano del mundo.
Como se ve la política comparece en
este debate de la mano de la teología y, más concretamente, a propósito del
concepto de elección. Rosenzweig sabe, como buen conocedor de Hegel, que es un
término en disputa porque al habérselo apropiado el cristianismo, le ha
cambiado el sentido, de ahí la disputa. Una versión secularizada de ese
concepto lo encontramos en su filosofía de la historia donde la elección -que
ahora toma el nombre de Weltgeist- es
adjudicada al “mundo germánico y protestante”. Rosenzweig no puede aceptar esa
traducción y por eso precisa que el cristianismo ha transformado y desvirtuado
el sentido originario de pueblo electo al hacerlo coincidir con conciencia
nacional o, más exactamente, con la conciencia nacional del pueblo líder de su
tiempo. Elegido sería el que tuviera la conciencia nacional más poderosa: los
ilustrados lo colocan en la Francia revolucionaria; Fichte lo desplaza a
Alemania. Hegel sistematizará esta idea política de la elección diciendo que el
pueblo elegido es el que tiene una misión universal porque encarna al Espíritu Universal
ante el que no hay pueblo que se resista y, aunque acabe asignando esa tarea a quien
mejor represente “lo germánico y protestante” -es decir, a Alemania- no puede
impedir, viendo a un Napoleón triunfante por las calles de Jena, rendir
homenaje “al Espíritu Universal a caballo”. Como los liderazgos cambian y pasan
de un pueblo a otro, también el pueblo elegido, que puede ser cualquiera.
Pues bien, nada de esto tiene que
ver con el sentido judío de la elección. Para empezar, que no trivialice Rosenstock
el asunto de la elección diciendo que es una antigualla: basta echar un vistazo
a esta Europa, modulada por el cristianismo, para ver la actualidad del tema.
Europa es un campo de batalla donde se libra un singular combate por el protagonismo
de la historia El concepto de pueblo elegido está en el epicentro de la
tragedia de Europa ya que la Gran Guerra fue un choque de nacionalismos. Un
tema pues de la máxima actualidad, alimentado por un concepto de pueblo elegido
que nada tiene que ver con el bíblico. Lo que a éste caracteriza es algo que
incumbe sólo al pueblo judío y no a otros, y que consiste en mantenerse fuera
de la historia (“ausencia de la escena histórica”), algo que va contra la
versión cristiana de la elección que mete al pueblo en cuestión en el devenir
histórico, como bien recuerda el autor. Tampoco es, como piensa Eugen Rosenstock,
una especie de derecho hereditario que se transmita pasivamente de una
generación a otra, como una prebenda, sino una forma de existencia que define
al pueblo judío y que cada generación tiene que hacer valer. Consiste ni más ni
menos que en vivir escatológicamente, es decir, anticipando el final,
pendientes de la utopía de la redención. ¿Cómo se traduce esa exigencia en modo
de vida? Pues organizando la convivencia real litúrgicamente, a partir de sus
ritos y cultos. Como si ese pueblo tuviera que vivir al ritmo del tañido de la
campana y no del tic-tac del reloj. Su tiempo no es el del progreso sino el
apocalíptico. El pueblo judío es un pueblo elegido porque es el único que
plantea así su existencia, mientras que las demás naciones (sobre todo las que
se piensen elegidas) están en la historia sea luchando para hacerse con las
riendas, sea entregados a su lógica porque han depositado la posibilidad de ser
felices en el devenir de los acontecimientos.
Rosenzweig no convence a su
interlocutor que se hace fuerte apoyándose en el desarrollo de la historia
occidental, marcada por un imparable proceso de secularización que se llevará
por adelante toda forma de existencia que se sitúa al margen. Débil parapeto
contra el vendaval del progreso es la existencia litúrgica. Para Rosenstock el
destino de la campana es el reloj; el de los pueblos, la ciudad; y a una
cultura campesina sucederá necesariamente otra industrial que convertirá lo
rústico en arcaico y lo litúrgico en prehistoria de la ciencia.
3.Que Franz Rosenzweig se sitúe y
sitúe al judaísmo fuera de la historia no significa, como bien muestra Daniel
Barreto, que se desinterese de la política. Lo que se plantea en el carteo es
definir los perfiles del judaísmo y del cristianismo. Son irreductibles pero
complementarios. Por lo que respecta al judaísmo, lo que Rosenzweig quiere
hacer ver a su interlocutor es que tiene vida propia, no es por tanto un
momento del desarrollo del cristianismo, aunque éste hará bien en no perderle
de vista, por su bien y el de la causa.
Pero él bien sabe que lo tiene
difícil. Ni el cristianismo, ni Occidente han sabido valorar la singularidad
del judaísmo, de ahí el antisemitismo tanto el de origen religioso como el
laico que han jalonado la historia europea. Lo que Rosenzweig quiere mostrar es
que una historia con matriz cristiana, como es la occidental, está condenada al
fracaso si pierde de vista la interpelación judía. Esa es la tarea que se echa
a la espalda en la construcción de su tesis doctoral, titulada Hegel y el Estado. Lo que ha ocurrido en
Europa a lo largo del siglo XX no es un accidente sino la realización de
latencias ocultas en su forma de entenderse.
El fracaso del proyecto histórico
que encarna el cristianismo lo centra Rosenzweig en el destino de la figura del
Estado. De esto tratan los capítulos centrales, el segundo y tercero, del Desafío nacionalista. Veamos esto.
Para empezar, la complicidad entre
Estado e historia es típicamente hegeliana. En su filosofía política, el Estado
es el motor de la historia y la historia, el horizonte transcendental del
Estado o de los Estados. En lo que se dividen los hegelianos es en cómo
entender esa relación. Los hay, como el maestro de Rosenzweig, Meinecke, que
someten la historia al interés del Estado, del Estado propio (en este caso el
prusiano), primando así al nacionalismo sobre la historia; y los hay, como su
discípulo Rosenzweig, que se plantean una investigación sobre la filosofía
política hegeliana desde el supuesto o la sospecha de que no todo Hegel debe
leerse en clave nacionalista, sino que hay en él en algún momento un enfoque
universalista en el sentido de que somete el interés del Estado a las
exigencias de la historia, de una historia claramente transnacional. Hay en
ambos enfoques un interés político: el primero apuesta por la expansión
imperialista de Prusia; el segundo, por un espacio más amplio en el que la
historia se confunda con la humanidad.
Rosenzweig se propone ciertamente un
estudio pormenorizado de la filosofía política hegeliana. Está claro desde el
principio que este filósofo pretende aunar contrarios, también en el terreno
político. Quiere, en efecto, cohonestar libertad individual con solidez
institucional, es decir, subjetividad con Estado; a Kant con Machiavello. Lo
original en él es anclar su discurso filosófico-político en la religión. No es
que reniegue de la crítica ilustrada de la religión, ni que tenga veleidades
teocráticas, sino que ha visto el papel angular de la religión tanto en la
construcción moral del individuo como en la formación del “espíritu del
pueblo”. Fue Hegel quien dijo que “los antiguos eran éticos pero no morales”. Éticos,
sí, porque reconocían en las leyes de la ciudad los principios de su conducta;
pero no morales porque el deber no nacía de la libertad. Este punto de vista,
que heredamos de Kant, es también herencia religiosa. No se puede pues hablar
de subjetividad sin tener en cuenta esta remisión a su origen religioso como
bien señaló un neokantiano de pro, Hermann Cohen, a quien Rosenzweig pudo
llegar a escuchar. Cohen remitía el descubrimiento kantiano de la moralidad
individual al mismísimo profeta Ezequiel (véase La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo, XIX). Por
lo que respecta al “espíritu del pueblo”, Hegel reconoce en la religión el
principio que conecta a los individuos hasta hacer con ellos comunidad.
Lo que no podemos perder de vista es
que esa religión es la cristiana y el cristianismo tiene características
propias que van a marcar lógicamente al tipo de Estado que conforme. Y en esto
de entender el cristianismo, Hegel es muy suyo. A Hegel le intriga cómo esta
secta judía consigue imponerse a lo largo y ancho del imperio romano. Se lo
explica diciendo que el “imperio” acabó con la “polis”. El imperio es la sombra
de un poder romano que se extiende por el mundo conocido. La sombra es
expresión de un poder abstracto pero real que tiene la virtud de disolver la
“polis” que era un poder real pero no abstracto sino encarnado. Al disolverse
la “polis”, el individuo quedó abandonado, sin referencias concretas que le
marcaran el camino. Es en ese momento cuando aparece el cristianismo que se
hace cargo de él. Le ampara y protege pero no integrándole en una nueva
comunidad social, sustitutiva de la “polis”, sino convirtiéndole en parte de
“Reino” que no es de este mundo. Esa integración transcendente en el Reino
espiritual tiene como efecto inmediato la despolitización del individuo. El
cristiano no se siente parte del mundo.
Quien representa de una forma
eminente esta escisión entre religión y política es Jesús. Hegel le presenta
como enemigo del mundo, arrojado a una existencia marginal a la historia. A esa
existencia errática o nómada la llama Hegel “destino” que es lo opuesto a
historia. Aunque esa visión hegeliana de Jesús va a durar poco, Franz
Rosenzweig toma buena nota de ella pues expresa bien, sin que Hegel lo
sospechara, cómo el judío se sitúa ante la historia. Y le llama la atención que
Hegel interprete esa forma de estar ante el mundo como “höchste Subjetivität”.
La amundaneidad de este Jesús es expresión de una subjetividad extrema. Frente
al embrujo seductor o abductor de la historia, ahí está este Jesús y los suyos
que se sustraen o contraen, erigiéndose en una especie de “reserva de sentido”,
al margen del sentido que impone la propia historia.
Es verdad que ese momento dura poco
en la interpretación hegeliana. Jesús acaba claudicando, mundaneizándose. Y eso
ocurre porque su Reino, aunque no sea de este mundo, quiere salvar la historia
y no encuentra otro modo que institucionalizándose. Eso tiene consecuencias. Por
un lado, coincide con pérdida de humanidad: la mundaneidad desubjetiviza y
vacía de humanidad al sujeto; por otro, desplaza la eticidad del lado del
sujeto al de la política y sus representaciones (el Estado o la historia).
Jesús acaba siendo absorbido por la historia.
¿Qué queda en ese modelo que
privilegia al Estado de la libertad individual? Se deshace la idea de que la
libertad individual pueda ser algo al margen del Estado. Es este quien la
garantiza y protege. Sin el Estado, la libertad individual da risa. Lo dice
Hegel literalmente. El sujeto pretendidamente libre es como esos políticos que
dibuja Nikolai Gogol en su pieza teatral El Inspector. Lo original de esta obra escrita hace dos siglos sobre un tema tan viejo
como la corrupción, es la risa. La risa es aristocrática ya que quien ríe
piensa estar un codo por encima del objeto o del sujeto risible. El espectador
se ríe, se ríe del político corrupto, que se considera muy listo porque estafa
a los demás, pero no se da cuenta de que un perillán del tres al cuarto le está
estafando a él. El público se ríe porque conoce al truhán, mientras que el
político le agasaja pensando que es quien no es. El sujeto libre es como el
actor que encarna al político: se mueven soberanamente por la escena de vida,
sin darse cuenta de que son objetos de trampas que los demás conocen y ellos
ignoran. A Hegel la libertad individual, sin el Estado, le da risa.
Este cambio político, tan radical, que
va de desafiar al Estado a proponerle como garante de la libertad, es
inexplicable sin una subyacente “teología política” hegeliana. El progresivo
protagonismo del poder no le viene a Hegel por cálculo político sino por un
sentido de la realidad que se le hace visible gracias a una estrategia teórica
muy teológica.
Ese papel estelar del Estado se
explica porque en un momento determinado afirma el carácter divinal del Estado.
Decir que “el Estado es divino” es tanto como des-trascendentalizar la
divinidad o afirmar el reino de Dios en la tierra. Para el idealismo alemán ese
es un lugar conocido. Rosenzweig tiene presente la teoría de las tres fases de
Schelling, expuesta en su Filosofía de la
Revelación. Schelling distingue en la historia del cristianismo tres
épocas, colocada cada una de ellas bajo la advocación de un apóstol: Pedro,
Pablo y Juan. La época petrina va desde los orígenes del cristianismo hasta la
crisis luterana del siglo XVI; la época paulina, marcada por la Reforma
protestante, se extiende hasta la Revolución Francesa; la época joanea inaugura
la fase final del cristianismo y significa su cumplimiento o acabamiento. Lo
que caracteriza a la primera época, la petrina, es el establecimiento del poder
temporal de la Iglesia, mientras que lo propio de la paulina es el reinado de
la interiorización de la fe. En cuanto a la época presente, la joanea (Duque,
1998: 907), lo que la constituye es la absorción del cristianismo por la
sociedad. Ese momento culminante del cristianismo, el de la animación cristiana
del mundo, significa al mismo tiempo el fin del cristianismo como una religión
separada. Como dice Rosenzweig, ahora la Iglesia lo es todo. Ya no constituye
una realidad particular, ya no hay nada exterior a ella, realidades que se la
opusieran y que permitieran definirla con alguna especificidad: ni paganismo,
ni sabiduría griega, ni imperio romano. Se ha producido el encuentro del
cristianismo y la historia, el reinado de Dios en la tierra. Y eso se expresa
políticamente en la figura del Estado.
Hay otra línea de reflexión
teológica que orienta esta filosofía política, a saber, la teología de la
encarnación. Para que Hegel pueda decir que “todo lo real es racional” tiene
que haber pasado por ese enunciado teológico que plantea la encarnación de lo
absoluto en la historia. A partir de ese momento se puede decir que la historia
tiene un sentido o, lo que es lo mismo, que la realidad es racional.
La teología de la encarnación abre
el camino a la secularización, desde luego, pero también a algo más. Si lo
absoluto entra en la historia, la historia se carga de divinidad (lo que
permite decir que el mundo es secularización de lo divino), pero también de que
la eternidad se hace temporal. Lo eterno, depone su carácter de atemporalidad
(negación del tiempo) y se hace temporal. Esta precisión temporal es importante
para entender en qué sentido esta tierra es el lugar del Reino de Dios. Es
verdad que esta tierra es ante todo un valle de lágrimas, pero es también algo
más en el sentido de que puede ser un lugar de la justicia o de la esperanza. Gracias a la teología de la encarnación lo
eterno acontece. El acontecimiento no disuelve la eternidad, pero la eternidad
al hacerse presente depone una forma de ser para hacerse posible en la
historia. Eso es importante para el Estado que es divino no porque signifique
la realización del reino, ni se superponga a aquel, sino porque le hace posible,
asequible, realizable. Barreto, desarrollando estas ideas en el CapítuloTercero,
transcribe un texto de Rosenzweig donde reconoce que “la necesidad del Estado
moderno, del Estado racional, no hace otra cosa que llevar a su madurez las
diversas tentativas de fundar en la tierra un pueblo de Dios”. Se entenderá
mejor ahora por qué los monjes de Monserrat mantienen en Cataluña el fuego
sagrado del nacionalismo. Lo patrimonializan porque saben que la religión le ha
alumbrado. Y si ese tándem es tan persistente se debe a que no se basa en meros
sentimientos sino en un tipo de racionalidad, cautiva ciertamente, pero que ha
sido hegemónica en Occidente.
4. Este discurrir de Rosenzweig por
el pensamiento político de Hegel tiene la clara intencionalidad crítica, dice
Daniel Barreto, de desacreditar la forma de Estado que propicia y proponer
otra. Crítica, pues, del nacionalismo y propuesta de un nuevo espacio político
universalista.
La crítica al Estado hegeliano, en
particular, y a la filosofía política correspondiente, se desprende de la tesis
hegeliana según la cual “la historia universal es el tribunal del mundo” (“die
Weltgeschichte ist das Weltgericht”). Esa tesis que en la lógica hegeliana
resume toda su osadía política, es, para Rosenzweig, su tumba.Veamos cómo la
historia se convierte en tribunal del mundo.
Entre Estado e historia hay una distancia.
El Estado no es la única instancia. Por encima está la historia que no es un
espacio transnacional -tipo ONU o Unión Europea- sino el espacio en el que se
desarrolla la acción del Estado, de los Estados. Un espacio moral que
transciende al Estado y donde podemos percibir el alcance o el sentido de sus
acciones. Porque el Estado puede cometer errores. Puede, por ejemplo, ir contra
los individuos o no respetar la libertad individual, pero ¿cómo entonces
juzgarlo si es la máxima instancia, “la totalidad ética”? Sólo cabría entonces
resignarse y aceptar lo inaceptable en nombre de una fe ciega en su poder. No
hay por qué, dirá Hegel, porque en ese preciso momento aparece la historia como
tribunal superior de la razón.
Lo que se quiere decir es que la
verdad es histórica. Algo es verdad en la medida que es. El llegar a ser, el conatus essendi, es el criterio de
verdad o, dicho en su jerga, “la realidad es lo que ha llegado a ser” (“das
Wesen ist das Gewesene”). Decir entonces que la historia es el tribunal de la
verdad significa que solo vale lo que ha llegado a ser. ¡Vae Victis!. De nada vale lo que ha quedado en el camino. Eso es la
prehistoria o, en el mejor de los casos, el precio de la historia.
Convertir a la historia en tribunal
de la verdad de lo que ocurre en el mundo es una operación de máxima
importancia. Que solo tenga visos de realidad lo fáctico es algo profundamente
discutible por más que sea el supuesto intocable de nuestras convicciones.
Ese supuesto, en efecto, nutre la
ideología del progreso que valora la realidad en función de sus logros. El
nuevo hecho deja atrás la marca anterior que es la que señalaba el límite
existente. No cuenta el costo humano o social. Todas las víctimas de la
historia se justifican por el éxito, la nueva meta, el logro. Ese gesto
progresista es un gesto de guerra, por eso hay tanta complicidad entre razón
moderna y violencia. No es una casualidad que Hegel dedique en su Fenomenología del Espíritu un apartado
al tema “Terror e Ilustración”. Al entender la Ilustración como un movimiento emancipatorio, podríamos
pensar que nada le es más extraño que la violencia o el terror. Sabemos, sin embargo, que la Revolución Francesa, expresión política
de la Ilustración, casó Revolución y Terror, como bien demuestran los discursos
de Robespierre.
Pues bien, la originalidad de Hegel es la de
situar el terror en el corazón mismo de la Ilustración, es decir, Robespierre
era inevitable en la Revolución Francesa porque el concepto ilustrado tiene al
terror como un componente necesario. ¿Cómo lo explica? Recordando que la
Revolución piensa representar al ser humano como ser absoluto y soberano. Es la
expresión política de su soberanía. La Revolución Francesa sería entonces la expresión lograda de un proceso histórico
que ha costado ciertamente mucho sufrimiento pero que se la logrado gracias a
la maduración de su racionalidad. La Revolución encarna así una racionalidad
histórica insuperable, superior a cualquier otro momento histórico y superior a
cualquier individuo; a lo que pueda pensar o sentir cualquier individuo.
Consecuentemente un ciudadano no puede decir, por ejemplo, que es infeliz en el
nuevo espacio político revolucionario. Pero ¿qué pasa si lo dice? ¿si alguien
ve defectos en la Revolución? que ésta no lo podría tolerar, porque si lo
hiciera tendría que reconocer que el individuo sabe más que esa conciencia
histórica y colectiva que es la Revolución. El individuo estaría por encima de
la historia. Por eso si alguien dice que es infeliz o se muestra crítico con la
gran revolución, ésta tendría que enfrentarse contra ese individuo concreto,
eliminarle sin complejos, un gesto insignificante, tanto como "cortar una
cabeza de col o la de beber un sorbo de agua". Eso, en nombre de la “vertu
républicaine”.
Lo
que terror revolucionado nos ha enseñado es que si el concepto de soberanía
colectiva o razón histórica no respeta la soberanía del individuo, el terror
está servido; que cualquier proyecto emancipador abstracto, que haga
abstracción del sufrimiento y de la libertad de los individuos, está llamado a
reproducir las cadenas y el dolor que trata de superar. Ese es el gran fracaso
que señala Rosenzweig en su crítica a
Hegel y el Estado.
5.
Y ¿qué propone Rosenzweig? A explicitar la propuesta dedica el autor múltiples
referencias. Ya ha quedado dicho que inicialmente quería minar el orgullo
nacionalista prusiano en nombre de una concepción política, de origen
igualmente hegeliana, que abriera la nación a los demás pueblos. La Primera
Guerra Mundial acabó con esos sueños de paz haciéndole ver que el problema no
era el Estado prusiano sino el Estado tout
court y, por tanto, el nacionalismo y el patriotismo consiguientes.
Barreto
señala un momento clave en el devenir del pensamiento hegeliano y es cuando la
categoría “destino” cambia de mano. Inicialmente recaía sobre Jesús, ese Jesús
“enemigo del mundo”, al margen de la historia y recogido en los adentros, lugar
de la verdadera vida. Luego se lo adjudicó al Estado y a partir de ese momento
el poder del Estado se apoderó del alma y del mundo. Pero el Hegel político no
pierde de vista a Jesús que también se hace mundano y le suministra, con su
teología de la encarnación (y la visión joanea
de Joaquín de Fiore), material para cargar de divinidad al nuevo destino. Ese
Estado divinal es nuevo respecto a los antiguos porque ya no hay oposición entre libertad y comunidad.
Este
proceso requiere un papel activo del cristianismo. La conciencia del miembro de
ese nuevo Estado tiene que hacer un viaje de iniciación que Rosenzweig ubica en
el protestantismo. Ahí se ahorma el espíritu moderno, por eso dice Hegel que el
Weltgeist es “germánico y
protestante”. Claude Lefort, recuerda Barreto, lo ha formulado con precisión: “el cristianismo
libera al hombre de la imagen de su finitud temporal, le inspira el sentido de
la comunidad, de la fraternidad, de la obediencia a un principio moral
incondicionado, le enseña a valorar el sacrificio… (sin eso) no habría ya lugar
para una ética al servicio al Estado y de patriotismo”. El protestantismo
libera a la conciencia de la Iglesia y la pone a disposición del Estado.
Entre el Estado divinizado, por un
lado, y una conciencia individual, por otro, que ha interiorizado la
incondicionalidad de la obediencia al Estado, entendido ya como principio
superior, forjan el concepto de patriotismo o, mejor, la justificación racional
de algo tan emocional como el patriotismo. Porque este viene de lejos. ¿Acaso
no decía Horacio, mucho antes del Siglo de las Luces, dulce et decorum est pro patria mori? Patriotismo es disposición a
morir por la patria. A veces nos preguntamos cómo el nacionalismo puede tomar
decisiones que van contra los propios nacionalistas en el sentido de que ponen
en peligro su bienestar material, sus relaciones sociales, incluso su prestigio
político. La explicación está en el patriotismo: si este pone el listón en la
disposición a sacrificar la vida ¿cómo no sacrificar el trabajo, las
jubilaciones, la salud o la educación?
Esta disposición a sacrificarlo todo
por el Estado sólo es posible entenderla si se tiene en cuenta el recorrido
teórico que han hecho tanto el Estado como el individuo. El mérito de
Rosenzweig es haber remitido esta distorsión de la subjetividad y valencia del Estado
a una racionalidad inspirada en el cristianismo. Habría que preguntarse si
valía la pena. Brecht responde desde una cultura marxista que no. En un poema
titulado “Cuestiones de un obrero que lee” se pregunta si fueron reyes los que
construyeran las siete puertas de Tebas, o los que arrastraron los bloques de
piedra con los que se construyeron las pirámides o los arcos de triunfo. No.
Los señores no se manchan las manos ni mandan a sus hijos a las guerras. Quien
ha hecho andar las ruedas de la historia ha sido la gente de a pie y no esas
figuras abstractas que nos piden hasta el sacrificio de la vida. El marxismo se
plantea que quienes hacen de verdad la historia, guíen su destino.
El planteamiento de Rosenzweig es
diferente y más radical porque va a la raíz y ésta no es el hombre, como diría
Marx, sino la matriz teológica. Él se sitúa en la misma longitud de onda de Max
Weber que, fiel en esto a Hegel, ubicó en el protestantismo el patrón de la
racionalidad occidental moderna. Rosenzweig lamentó, en una carta a su madre,
haber leído a Weber después de terminar su Estrella
de la Redención. Se sentía cercano al planteamiento weberiano aunque él
sacara consecuencias muy diferentes. Weber se resignó a constatar el fracaso
del proyecto ilustrado al no haber conseguido el desencantamiento del mundo.
Los dioses, expulsados por la puerta se habían colado por la ventana, de ahí el
reencantamiento del mundo. La racionalidad ha sido un logro pero sólo en una
parte. Sabe cómo ganar etapas pero no dónde colocar las metas. Ha triunfado la
racionalidad instrumental y fracasado la encargada de los fines. A eso se
refería el sociólogo con su expresión “politeísmo de los valores”. La
definición de los valores, esto es, de los objetivos o fines de la acción
humana escapa a toda racionalidad. Cada cual se inventa los suyos de una forma
arbitraria. Ese mundo ha sido invadido por multitud de dioses, una metáfora
para designar la absoluta irracionalidad con la que un moderno decide lo que
vale o no vale; lo que se debe o no se debe.
Rosenzweig se arriesga a pensar una
alternativa (y a ello se refiere el autor en sus dos últimos capítulos). Habla
paladinamente de un “Nuevo Pensamiento”. No es el tema de esta tesis, aunque
Daniel Barreto, plantea una lectura combinada de los dos grandes libros de
Rosenzweig (Hegel y el Estado y La
Estrella de la redención). Sí podemos decir, en cualquier caso, que algunas
de las ideas políticas más novedosas brotan de este manantial, por ejemplo, las
reflexiones de Benjamin o Agamben sobre una comunidad sin violencia; o la
superación del nacionalismo en base a una interpretación simbólica, y no
materialista, de la tierra, la sangre o la lengua.
6. Lo que no podemos dejar de
reseñar es la reflexión originaria que desencadena la posibilidad de una
alternativa política. El punto de partida es la tesis, ya citada, según la cual
las distintas racionalidades responden a determinados patrones religiosos. El
cristianismo sería el que correspondería a la racionalidad occidental. Ahora
bien, no se puede señalar la matriz religiosa de la racionalidad occidental, es
decir, el cristianismo, sin tener en cuenta su relación con el judaísmo. Lo
dice Rosenzweig pero nunca lo diría Weber porque para él el cristianismo
aparece como un universo distinto del judío. O uno u otro. El mismo sopesa la
posibilidad de que el judaísmo hubiera sido el núcleo religioso del capitalismo.
Títulos no le faltan, pero lo desecha porque, más allá de determinados rasgos
comunes, le falta al judaísmo el protagonismo indispensable para liderar el
proceso. Los pueblos cristianos tienen madera de líder, en tanto que el judío
es un “Pariavolk”.
Por ahí no va Rosenzweig al entender
el judaísmo y el cristianismo como dos momentos complementarios de la misma
revelación. Si son complementarios, el fracaso de la racionalidad occidental no
sólo hay que buscarle en una determinada manera de entender la historia que la
lleva al colapso, sino a que el cristianismo inspirador de la modernidad se
pensó al margen del judaísmo (como su superación, dicho en términos
hegelianos). Rosenzweig no se resigna, a diferencia de Weber, porque cree que
si el cristianismo recupera la conexión judía, puede ser fecundo. La
alternativa política pasa, por tanto, por encajar la alternativa en el seno de
esos dos momentos de la revelación. Pongamos el ejemplo de la historia. La
historia no es como decía la enciclopedia escolar “la sucesión de sucesos
sucedidos en el mundo”, sino, de acuerdo con la tradición bíblica, una elipse
que va de la experiencia del sufrimiento a la necesidad de darle una respuesta.
El primer foco de esta elipse lo simboliza el Primer Hombre, Adán, cuyo primer
gesto libre fue una transgresión que trajo consigo el sufrimiento y la muerte;
el otro foco lo representa el Segundo Adán que interviene para dar una
respuesta a esa interpelación existencial con su proyecto de redención. La
historia es pues ese espacio de tiempo que va de la pregunta por el sufrimiento
a su respuesta redentora.
Nuestro problema es que somos
deudores de una interpretación cristiana de la historia que ha derivado en
ideología del progreso. La espera infructuosa de la parusía fue vivida por la comunidad de cristianos como un fracaso
que obligaba a pensar de nuevo y de otra forma el tiempo. La espera de una
pronta vuelta del Mesías -y con ella la realización de la promesa mesiánica de
una paz y justicia para todos- no tuvo respuesta. Se depuso entonces al tiempo
apocalíptico y fue sustituido por el gnóstico. El progreso es la marca blanca
del gnosticismo. La diferencia entre uno y otro es que el tiempo apocalíptico
tiene un fin y el gnóstico es inagotable; el primero es mesiánico porque habla
de justicia aquí y ahora, el otro es aplaza y desplaza la promesa a un momento atemporal
y abstracto; el uno es escatológico porque vive pendiente del final
reconciliado que se empeña en anticipar con propuestas política fraternales, mientras
el otro teme al final al que considera catastrófico por eso alarga
indefinidamente el presente.
¿Cómo sería una concepción de la
historia que tuviera en cuenta la dimensión judía del cristianismo, es decir,
las dos formas de revelación de las que habla Rosenzweig? Tendría que tener en
cuenta los dos momentos representados en la metáfora de “camino” y “vida”: un
proceso que tiene desarrollo y final, pregunta y respuesta. Sería algo muy
cercano a lo que sería una historia construida sobre una concepción apocalíptica
-y no gnóstica- del tiempo. En esa historia la revolución no sería aceleración
del tiempo, como quería Marx, sino interrupción de los tiempos que corren, que
decía Benjamin.
También podría ilustrar el carácter
alternativo del Nuevo Pensamiento sus reflexiones sobre la identidad colectiva.
El Romanticismo armó su visión nacionalista de los pueblos en base a cuatro
pilares: la sangre, la tierra, la lengua y le religión. Cuatro elementos que,
interpretados de una manera groseramente materialista, podían neutralizar los
principios de libertad, igualdad y fraternidad con los que los herederos de la
Revolución Francesa pretendían nada más y nada menos que conformar Europa.
Rosenzweig, inspirándose en la tradición del pueblo judío, plantea una
interpretación simbólica y no materialista de esos mismos elementos.
Interpretar simbólicamente la tierra
equivale a decir que ésta no es tangible sino una promesa. Tierra de promisión.
Los demás pueblos convierten la tierra que pisan en su patria. Sólo el pueblo
judío vive separado de ella. Esto les lleva a ser siempre extranjeros en la
tierra donde se encuentran porque su verdadera tierra es prometida, “de ahí”,
comenta Rosenzweig, “que, a diferencia de los demás pueblos, no le es dada la
propiedad plena y entera de su patria, incluso aunque viva dentro de ella. El
es un extranjero, un residente provisional en su propio país” (Rosenzweig,
1997: 357). Otro tanto ocurre con la lengua. La lengua está ligada a la vida de
sus hablantes. Expresa sus deseos, frustraciones, conflictos o experiencias.
Eso vale en general pero no para Israel. Este pueblo mantiene con la lengua la
misma distancia que con la tierra. Su lengua es sólo cultual. No sirve para comunicarse
sino para orar y estudiar. Dice Rosenzweig: “la santidad de la lengua tiene el
mismo efecto que la santidad de la tierra: orientar lo más profundo del
sentimiento por fuera de lo cotidiano; impedir que el pueblo eterno viva
totalmente acoplado a los tiempos que corren” (ibíd., 359). En la cultura judía hay mucha referencia a la sangre
pero Daniel Barreto se encarga de recordarnos en el Capítulo Quinto que, para
Rosenzweig, el concepto de “comunidad de sangre” (“Blutgemeinschaft”) no tiene
en el judaísmo una significación étnica sino todo lo contrario. Por paradójico
que suene, tiene que ver con universalidad - con la universalidad del
monoteísmo- pero una universalidad concreta, anclada en el pueblo judío. Se
quiere dar a entender con él que los contenidos de la promesa están vinculados,
garantizados y comprometidos con la existencia del pueblo judío. No es una idea
abstracta, sino un pacto entre sujetos reales. El pacto de Yawéh con la
humanidad se concreta en el pueblo judío que no es que la represente (“Vorstellung”)
sino que la encarna (“Vertretung”). Y, junto a esta idea de materialidad, el
término “sangre” o “comunidad de sangre” conlleva la de que esa comunidad no
tiene fronteras, no está circunscrita a un territorio, sino que está abierta a
todos los pueblos y a todos los tiempos. Estamos en las antípodas del
nacionalismo y del Estado. Las precisiones de Daniel Barreto son muy
pertinentes ya que el romanticismo tiene una visión étnica de la sangre
-combustible del concepto de nación y pueblo- que nada tiene que ver con la de
Rosenzweig. La sangre no está ahí por la raza sino por la vida que se opone a
lo muerto, es decir, a la tierra y a la raza. “Nosotros, dice Rosenzweig, echamos
raíces en nosotros mismos, y carecemos de ellas en la tierra; somos, pues,
eternos caminantes, hondamente enraizados en nosotros mismos, en nuestro propio
cuerpo y sangre” (ibíd., 363). Con
razón decía Schelling que el pueblo judío “nunca sintió la tentación de
construir un Estado en el sentido mundano del término" (Mate, 1997: 164).
Decía que el concepto de
“Blutgemeinschaft” es el propio de una universalidad concreta con el añadido de
que esa concreción no sólo quiere dar a entender que la promesa es algo más que
una idea abstracta sino que remite a un pueblo que es él mismo, es decir, que
no se disuelve en una historia universal sino que se sustrae a ella; más aún,
que la juzga desde una individualidad incondicionada. Barreto se remite a
Levinas, autor de esta osada declaración: “ser judío en nuestro tiempo
consiste, más que en creer en Moisés y en los profetas, en reivindicar el
derecho a juzgar la historia, esto es, en reivindicar el lugar de una
conciencia que se afirma incondicionalmente”. Una idea ésta que corresponde a
una reflexión de Rosenzweiz , en “Célula Originaria”, que le sirve de
inspiración: “yo, individuo ordinario y común, yo, con nombres y apellidos,
polvo y ceniza, ahí estoy dispuesto a filosofar fuera de la totalidad del sistema
que niega mi incondicionalidad”.
Podríamos preguntarnos entonces cómo
sería una comunidad política inspirada en este concepto espiritual de
“Blutgemeinschft”, allende la tierra y la sangre biológica. Habría que traer al
presente la vieja categoría de “diáspora” que no hay que confundir con exilio. El exilio es un destino impuesto a los perdedores que no renuncian al
lugar de partida aunque tengan un punto de llegada. Nunca se sentirán del todo
en la tierra de acogida y perderán con el paso del tiempo el lugar que les
hubiera correspondido en el país de origen. El exilio, una constante en la vida
de todos los pueblos y, sobre todo, en la construcción de los Estados, ha sido
siempre tratado como un accidente. Sólo un pueblo, el judío, osó enfrentarse a
ese accidente hasta convertirle en algo substancial. La diáspora, la forma de
exilio propia del pueblo judío, pasó a ser su forma de existencia. Está por
hacer una teoría de la sociedad basada en la diáspora pero es seguramente la
que podría estar a la altura de los tiempos que corren.
El
autor señala en un momento determinado la relación que pueda tener Giorgio
Agamben con tesis centrales de Rosenzweig, por ejemplo, sobre la violencia
política. Es un apunte afortunado que sin duda ayudará a clarificar el
pensamiento de un escritor sugerente, ciertamente, pero oscuro, como el
italiano. La
violencia, ha acompañado la construcción de Europa. Hegel reconoce que la
historia se ha construido sobre víctimas: “aún
cuando consideremos la historia como el ara ante el cual han sido sacrificadas
la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los
individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién,
a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?"(Hegel, 2005: 144).
Lo llamativo no es la pregunta final sino lo que dice antes, a saber, que la
historia se ha construido sacrificando la dicha de los pueblos, la sabiduría
política y la virtud de los ciudadanos. Y eso, a saber, que la historia se haya
construido sobre la desdicha de la gente, la ignorancia de los poderosos y el
recurso a los peores instintos de los ciudadanos, le sorprende: no le parece
propio del homo sapiens.Y se pregunta por qué así, por qué
tanta violencia.
Hay un gran
sentido moral en esa indignación que le dura media hora porque enseguida se da una
explicación tranquilizadora: el progreso. La violencia siempre dispone de buenos
abogados. Sloterdijk
habla del carácter fundante de la ira. La Ilíada
comienza así: “canta, oh diosa, la ira de Pelide Aquiles”. El primer muerto de
la Biblia es un asesinato. Para Marx es la partera de la historia. Pues bien, Agamben
se planta en Altissima povertà, y se
plantea cómo imaginar una política sin violencia. Una tarea ingente porque la
violencia política va ligada al derecho que se funda en la violencia y gracias
a ella se mantiene. La alternatva sería la renuncia al derecho a tener derecho
(de propiedad). Y eso significa re-pensar la
povertà franciscana. Hay ahí ecos rosenzweigianos. En La Estrella de la redención sostiene que la
vida es movimiento y la muerte, inmovilidad. El Estado, sin embargo, necesita
paralizar el movimiento, imponiendo su ley. Hay una tensión entre el pueblo que
quiere vivir y el Estado que quiere mandar mediante el derecho. Y “es entonces
cuando el Estado revela su verdadero rostro. El derecho no era más que su
primera palabra. Esa palabra no puede sostenerse contra el cambio de la vida.
Pronuncia ahora su segunda palabra: la palabra de la violencia” (Rosenzweig,
1997: 394).
Esta oposición entre pueblo y Estado
es común a ambos. La crítica de Agamben al concepto de biopolítica lo que
realmente denuncia es la reducción de bios
a zoe, del ciudadano al mero hombre o
nuda vida. Para la política todo ser humano es prescindible. Algo de esto
encontramos en Rosenzweig. En Vox Dei?
opone la vida del pueblo a la lógica del poder del Estado. Lo que les distingue
es el tiempo. Para el Estado sólo hay presente porque su poder se substancia en
decisión, en el acto de decidir. Para el pueblo, sin embargo, hay pasado y
futuro; memoria y esperanza, por eso la política tiene un patrimonio que
gestionar y una esperanza que realizar. La negación del tiempo, en la teoría de
Rosenzweig, coincide con el sacrificio del individuo y del pueblo al poder del
Estado. Desde estos supuestos la filosofía política de Giorgio Agamben pierde
algo de su espesor y gana en claridad.
En efecto, la crítica de Rosenzweig
al nacionalismo afectaba a su invisibilización del individuo y del pueblo. El
Estado se los apropiaba y, por tanto, los negaba. Negaba que pudieran tener una
palabra propia frente a los intereses del Estado. Rosenzweig hbía llegado a esa
conclusión persiguiendo paso a paso la formación y el sentido de la historia
occidental. La suya era pues una estrategia genealógica.
Pero ocurrió Auschwitz y eso obliga
a un ajuste de la lente de lectura. La novedad reside en la negación del
individuo y del pueblo que acarreaba la figura del Estado, según Rosenzweig,
era sobre todo legal y funcional. Legalmente el individuo solo era sujeto de
derechos en apariencia y el pueblo solo existía como receptor pasivo de las
decisiones del Estado. Ahora bien, tras la "solución final", dictada
por el nacionalsocialismo, la negación del otro es física y metafísica. Se
decretó y llevó a efecto la expulsión de la condición humana y su exterminio
físico. Hay un cambio cualitativo entre el antes y el después de Auschwitz
también en lo tocante al nacionalismo.
Este hecho excedió todo lo pensable
e imaginable y cuando lo impensable tiene lugar se convierte en lo que da que
pensar. Como he señalado en otros lugares, ese es el origen del concepto de
"deber de memoria". Obligación de repensar todo a la luz de lo que
hicimos y no supimos pensar: Remitir el conocimiento al acontecimiento. Pues
bien "el deber de memoria" afecta a la lectura que hoy hagamos de
Rosenzweig en el sentido de que tenemos que completar la estrategia genealógica
de la anamnética. No solo tenemos que tener en cuenta cómo se ha forjado el
nacionalismo sino también recordar lo que ha llegado a ser. No nos es permitido
ya quedarnos a las puertas de lo que el nacionalismo puede llegar a ser en su
negación del otro sino que tenemos que medirle por lo que ha llegado a ser: Hay
que verle desde el origen y desde el final. Es verdad que hay nacionalismos de
muchos colores y algunos de ellos conviven con la democracia. Ahora bien, lo
que nos pide el "deber de memoria" es considerarles desde lo que, en
una versión extrema pero coherente, ha llegado a ser o, lo que es lo mismo,
desde lo que pueden ellos mismos llegar a ser.
Esta perspectiva, lejos de debilitar
el análisis de Rosenzweig, lo refuerza porque nadie ha visto con tanta claridad
la impasibilidad del Estado. Es verdad que lo ocurrido hubiera sorprendido al
propio Rosenzweig, pero la finura de su análisis, sustentada en un discurso
teológico político, ya advirtió que por la puerta del nacionalismo podía
colarse no solo el antisemitismo, sino la catástrofe para toda la humanidad.
8. El trasfondo teológico, nunca explicitado, del
nacionalismo puede ayudar a entender su persistencia. Deberíamos
consecuentemente abandonar la idea de que es un sentimiento irracional y, por
tanto, ajeno a cualquier mediación
racional. Hay tras él mucha teoría y teología. Que sus defensores se adornen
con la túnica de la laicidad es solo muestra de la superficialidad de sus
análisis. Si Hegel está detrás del
Estado-Nación, no se puede decir que el nacionalismo sea un asunto meramente
sentimental. Si además, como muestra Daniel Barreto, tras el carácter absoluto
del Estado-Nación está la secularización del poder divino, habrá que
preguntarse qué tiene que ver el nacionalismo con la democracia, es decir, con
una forma política heredera de la Ilustración. Al situar el debate sobre el
nacionalismo en esta perspectiva teológico-política, Daniel Barreto ha hecho un
inestimable servicio a la reflexión política y a su práctica también.
Reyes Mate (presentación al libro de Daniel
Barreto, El
desafío nacionalista. El pensamiento teológico-político de Franz Rosenzweig, Anthropos,
Barcelona, 2018)
Bibliografía
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