11/11/19

Cuadernos, laboratorio del cambio


            1. Unas memorias de ida y vuelta dice Félix Santos, el autor de este libro, Cuadernos para el Diálogo y la morada colectiva, que fue su director desde 1968 hasta 1975. Cualquier memoria que se precie es de ida y vuelta, un viaje al pasado, por supuesto, pero también una luz sobre el presente. Si las batallas sobre la memoria son tan encarnizadas es porque en el pasado están las claves del futuro de ahí el empeño que tienen los dominadores de antaño en controlar el pasado para evitar que éste despliegue hoy su capacidad subversiva e innovadora.

Esta visita a un pasado tan cercano en emociones como alejado en el tiempo es una lectura moral de nuestro tiempo que no interpela sólo a las conciencias individuales sino también a la política.


Cuadernos para el Diálogo fue un arma formidable de lucha contra el franquismo y al tiempo en favor de la democracia, dos objetivos que en aquel tiempo parecían ir de la mano pero que no tienen por qué ir así: hubo fuerzas antifranquistas, como el estalinismo o ciertos nacionalismos, que eran antifranquistas sin que necesariamente casen con democracia. En Cuadernos sí iban de consuno.

Se pregunta Félix Santos cuando emprende este largo viaje hacia el pasado qué saben los jóvenes de aquello: ¿qué saben del franquismo y, también, del antifranquismo? Cada vez menos. Recuerdo una encuesta entre adolescentes hecha a los diez años de morir Franco donde la respuesta mayoritaria era la de “aún no hemos llegado a esa lección”. La dictadura era un tema histórico más. Y el antifranquismo, o una palabra extranjera o venía envuelva, en ciertos casos, en un aura épica tal y como recordaba la canción de Ismael Serrano “Papá cuéntame otra vez”. Quedaba lejos de su mentalidad esa experiencia tan singular que marcó a varias generaciones de españoles y que, todavía hoy, sigue pesando.

            2. Para esa memoria la historia de Cuadernos para el Diálogo es fundamental porque fue la revista política más importante durante la dictadura, la más temida y castigada, la más eficaz también. Revistas críticas hubo otras -Triunfo, más cultural; Hermano Lobo, más satírica; Revista de Occidente, más intelectual- pero tan marcadamente política como ésta, ninguna.

Con acierto pone Félix Santos en manos del lector algunas cartas, firmadas por autores muy señalados, que dan idea de la capacidad de convocatoria de esta revista. Que sea Jorge Guillén, Caro Baroja, Juan Goytisolo, todos acuden presurosos a la llamada y algunos, como Marcelino Camacho, desde la cárcel de Carabanchel. Cuadernos era un espacio del que cualquier español de bien se fiaba.

Había nacido en el año de 1963 de la mano de Joaquín Ruiz Giménez, un personaje muy singular que había sido Ministro de Educación entre 1953 y 1955, defenestrado por su aperturismo, y que pasó luego a la oposición. Las razones de por qué una revista como Cuadernos lo explicaba él mismo en el número de presentación con texto titulado “Razón de ser”. Decía el autor que nacían estos cuadernos “con el honrado propósito de facilitar la comunicación de ideas y sentimiento entre hombres de distintas generaciones, creencias y actitudes vitales”. No estaban al servicio de ningún grupo, partido concreto o ideología determinada. Convocaba a todos, sin atender la procedencia de cada cual, siempre que creyeran “en la posibilidad de crear entre todos -mediante un diálogo fraterno- una morada colectiva, íntegramente fraterna”.

Para llevar a buen puerto esta empresa, en momentos tan desfavorables, era necesaria una personalidad como la de Ruiz Giménez y una sabiduría como la de Félix Santos.

Ruiz Giménez era un intelectual católico franquista. Como intelectual siempre creyó, como decía Voltaire a D´Alembert que “es la opinión la que gobierna el mundo y a Vd. le compete gobernar la opinión”. Católico, nunca dejó de serlo; franquista, sí, después de un tiempo en el que este Catedrático de Derecho llegara a ser embajador y ministro de Educación (1951-1956). A diferencia de sus colegas él sí creía en la superación de las dos Españas y lo intentó desde el poder: reintegró en sus cátedras a profesores depurados por razones ideológicas, allanó el camino para que intelectuales como Aranguren o Valverde pudieran ser catedráticos, nombró rectores a liberales críticos como Laín y Tovar, y, planificó con Dionisio Ridruejo un Congreso de Escritores Jóvenes que fue su ruina. Fallida su estrategia de abrir el régimen franquista desde dentro, entendió que había que volcarse a la sociedad y desde allí ganar la apertura. Es lo que se plantea en 1963 con la salida de Cuadernos para el Diálogo. En términos quijotescos, su segunda salida en el intento de reformar el régimen. Disponía de carisma para tamaña empresa. Su bondad concitaba voluntades. Su fe, puesta al día por el Vaticano II, le servía de inspiración y le protegía. Estaban lejos los tiempos de un Pio XII dispuesto a elevar la brutalidad de una guerra fratricida a la hornacina de Cruzada. Pablo VI respiraba libertad que era lo que el proyecto necesitaba. Cuadernos miraba de reojo otro proyecto innovador de origen cristiano como era la revista francesa Esprit. Ellos sí colocaban al franquismo entre las variantes fascistas, algo que la publicación española nunca podrá hacer, pero se miraban en ella, sabiendo que los lectores de Cuadernos podían acudir a ella si querían más. De su integridad personal dan buena fe las relaciones amistosas que mantuvo con Fraga Iribarne, a pesar de las posiciones enfrentadas en temas claves, y con Franco que siempre le trató con amabilidad. Cuando murió se sumó a los que fueron a la Plaza de Oriente a despedirle dejando en su diario esta anotación “debo respeto y afecto personal a un hombre que me trató humanamente y que me ha defendido muchas veces”. No estaba dispuesto a sumarse a los festejos que se anunciaban pero sí a acompañarle en el sentimiento. Este humanista confeso siempre puso al hombre por delante de todo lo demás. Una buena muestra de su talante humanista fue su sentido dolor por el asesinato de Carrero Blanco a manos de ETA. Debió ser uno de los pocos -si no el único- españoles enfrentados al franquismo que lamentó su muerte violenta. Siempre tuvo claro algo que muchos otros tardaron años en descubrir, a saber, que el crimen no puede ser un arma política. Esta compleja biografía, que no fue la única durante el franquismo, prohíbe todo tipo de simplificaciones. Hubo pasados que cambiaron y otros que no cambiaron. Dicen más las biografías que cambiaron porque había mucho de lo que distanciarse que las que no se movieron un milímetro, aunque fueran del otro campo, del antifranquista. Se dijo de los ultramontanos franceses que pudieron regresar a Francia tras la derrota revolucionaria que lo hicieron “sin haber aprendido nada ni haber olvidado nada”. Aquí también.

Félix Santos tenía otra historia. Pertenecía a una generación sin las hipotecas de la anterior. Hacía crónicas de tribunales en el diario Ya, un lugar privilegiado para captar las estridencias del régimen y, al tiempo, para descoser sus costuras en el tema de libertades. Una de esas crónicas que había llamado la atención de Gregorio Peces Barba, hombre fuerte del proyecto al ser ayudante de Ruiz Giménez y rondar también la democracia cristiana, quien le invitó a colaborar en la revista. El tono elegante y mesurado, a la par que agudo y comprometido, de Félix Santos, le llevaron a dirigir una empresa donde había algunos juniors pero en la que la mayoría de los que se paseaban por allí tenía cicatrices de innumerables guerras. El que viniera de fuera de la redacción le daba ventaja pues disponía de ese talante que la sociología del conocimiento atribuye a la “inteligencia libre”. Al venir de fuera estaba libre de prejuicios y compromisos por eso podía valorar lo que ocurría en su justa medida. En este caso se unía su libertad interior con una independencia profesional que dejó su sello en la revista y que queda impreso en las páginas de este libro.

Félix Santos recuerda en estas memorias el primer número que tuvo que armar. Llegó después del verano de 1968. Tenía por delante los tanques rusos en Praga y el mayo francés en plena efervescencia, dos temas aparentemente alejados de las cuitas nacionales pero que Cuadernos tenía que leer en clave nacional. La invasión soviética que ponía fin a una prometedora primavera en el campo comunista, era un acontecimiento goloso para la España franquista, tan visceralmente anticomunista, pero a Cuadernos le dolía la brutal represión del reformismo checo, de ahí un sopesado editorial en el que se decía “no seremos voceros de una nuevo ola anticomunista, ni tampoco nos dejaremos llevar de la mano por los que quieren suprimir lo que la Rusia soviética ha representado con su Revolución y sigue encarnando en las condiciones actuales de lucha imperialista. Censuramos todo lo que suponga una recaída en las prácticas estalinistas y nos subleva el dogmatismo soviético cuando pretende erigirse en definidor del socialismo…”. Era el talante de los propios comunistas españoles bien representado en el consejo de redacción donde se fraguaban estos editoriales. Sin llegar a lo que Bergamín decía -“con los comunistas hasta la muerte pero ni un paso más”- sí refleja el editorial un clima de comprensión y respeto muy propio de aquel colectivo. Del mayo francés se ocuparon evidentemente los periódicos españoles aunque su repercusión en España fuera escasa. También y profusamente Cuadernos. Aranguren, expulsado de la universidad tres años antes por encabezar protestas estudiantiles, precisaba en un artículo de este número, “La revolución de mayo en París y en España”, que “el movimiento estudiantil español no está tan alejado de la revolución francesa de los estudiantes”, pues uno y otro luchan ”por una sociedad más justa, desarrollada sí, pero con un tipo de desarrollo que lejos de sofocar sea apto para satisfacer las más nobles aspiraciones humanas”. Frases de las pancartas que se paseaban por le cartier Latin como “Nuestra esperanza sólo puede venir de los sin esperanza” podrían ondearse en España con más razón que en cualquier otro sitio. Si la desesperanza era un depósito de esperanza, aquí la había a caudales. Este número, en cualquier caso, se ocupaba extensamente del tema estudiantil con artículos sobre la universidad. No faltaba en él el gran tema de Ruiz Giménez que como en continuo ritornello se hacía regularmente presente. Esta vez lo titulaba “la contradicción esencial”. Se refería a la contradicción que supone para un Estado confesional como el franquista situarse en sistema oposición a las posturas políticas emanadas del Concilio Vaticano II. Al bueno de Don Joaquín le costaba entender que para el nacionalcatolicismo no hubiera más doctrina cristiana que la que le convenía, fiel al espíritu del reaccionario Charles Maurras que decía a quien quisiera oírle “soy católico pero ateo”. No faltaba en el número un artículo de un personaje singular que se daba en aquella España. Jesús Aguirre. Escribía con su desenvoltura habitual sobre ocio, veraneo y sexualidad, pero citando a Adorno. El resultado era una cursilería intelectual nada cínica porque estaba Adorno, pero con su toque frívolo porque estaba Aguirre.

            3. Cuadernos lleva el diálogo en sus genes, lo que no quiere decir que fuera el diálogo algo que se llevara en sectores críticos. El verso de Machado “para dialogar, preguntad primero/después escuchad” presidió de hecho toda esta aventura. Joaquín Ruiz Giménez venía entrenado por haber seguido de cerca el gigantesco experimento dialogante de la Iglesia católica durante el concilio Vaticano II. Esta institución, peleada secularmente contra todo lo que no fuera ella y su poder, había hecho un singular ejercicio de diálogo con otras confesiones religiosas, con muchas ideologías políticas y entre los propios católicos. Nada extraño entonces que la revista se planteara desde el principio la creación de una “morada colectiva”. Su fracasada experiencia política le había llevado a la conclusión de que el paso de una dictadura a la convivencia democrática sólo era posible desde una paciente y ambiciosa pedagogía que implicara a todos. Por eso decía que “nosotros practicamos el diálogo y no sólo lo predicamos”.

Para poder dialogar había que liberar al lenguaje, secuestrado por el régimen franquista. En la carta que escribe Juan Goytisolo a Félix Santos, respondiendo a unas preguntas sobre el destino de la dictadura, subraya el estado de postración en que se encuentra la lengua que hablamos todos. Los vencedores de la guerra se han apoderado del lenguaje sometiéndole a las mismas vejaciones que las que causaron a la población. Y es que, decía, “podemos hablar de idiomas ocupados como hablamos de países ocupados”. Esa batalla semántica era la más difícil pues el vencedor de la guerra podía aflojar en el trato a los vencidos pero era intransigente con el lenguaje. El fratricidio era una “cruzada”; el golpe de estado, un “alzamiento nacional”; la rebelión militar, un “plebiscito armado”; la defensa del orden constitucional, “auxilio a la rebelión” e cosí via. Para poder dialogar hay que poder expresarse libremente y, para lograrlo, había a veces que hablar en lenguajes cifrados, una habilidad que publicaciones como Cuadernos llegaron a dominar admirablemente. Ya el hecho mismo de que un maldito para el régimen como era Goytisolo fuera interloculor de Cuadernos daba a entender el rigor y alcance del diálogo que se proponía.

Tras cuarenta años de democracia podríamos caer en la tentación de pensar que hablar libremente es tan natural como el aire que respiramos. Y no era así. Por de pronto, aquel número, ya en 1974, fue secuestrado. En sus estertores el régimen seguía en esto tan feroz como después de la guerra civil. El todopoderoso ministro Fraga Iribarne, que quería serlo todo -el pasado y el futuro- lo tenía claro cuando decía “hay en España excesos de verbalismo, pues se tocan temas que no se deberían tocar. Tal ocurre con invocaciones e ideologías vencidas”. El ministro gallego se nos hacía volteriano por aquello de que “les raisons du plus fort sont toujours les meilleures”. Para rematar y en un alarde de atolondramiento muy suyo añadía: “en la Europa de la posguerra, las ideologías que perdieron la guerra están fuera de curso legal, no se puede hablar de ellas”. Claro, porque se referían al fascismo cuya apología era y es un delito en Alemania o en Francia. Le deba igual. El a lo suyo: “en cuanto a las ideologías vencidas en la guerra española, hay que establecer un principio de reciprocidad. Yo haré que estén fuera de la Ley”. O sea que si en Europa se condena el hitlerismo porque fue vencido, pues en España ya me encargo yo de poner el liberalismo, el marxismo o, incluso el catolicismo crítico entre rejas. ¡Esa era la reciprocidad! Arar con estos bueyes no era fácil. No olvidemos que el autor de este sin par razonamiento (¡) era el ministro de propaganda, el de la censura. Contra viento y marea Cuadernos seguía adelante gracias al temple cervantino de su director convencido de que “la discreción es la gramática del buen lenguaje”.

¿Dialogar con quien? Para los promotores, con el régimen. Querían reconducir mediante el diálogo la dictadura a la democracia. Hasta que vieron que aquella era irreductible. Así lo certificaba Dionisio Ridruejo en un balance que hizo la revista a los diez años de su existencia. Tenía que ser entonces un diálogo entre españoles dispuestos a escuchar y, también, como proponía Aranguren, un diálogo con el mundo. La propuesta de Aranguren tiene su miga porque lo que entonces se llevaba por el mundo no era precisamente el diálogo sino la confrontación. Los intelectuales críticos de aquella generación eran en buena parte herederos de Frantz Fanon y de Jean Paul Sartre que predicaban la violencia revolucionaria. Era lo que se llevaba, de ahí la multiplicación de movimientos revolucionarios en el mundo entero, también en el latinoamericano. Lo del diálogo parecía entonces una debilidad sin nervio teórico propia de espíritus pazguatos. Esto debería ayudar a valorar ahora la apuesta de Cuadernos en aquel momento. Cuando luego en la transición se hable de consenso no es en el franquismo ni en el gauchisme donde se inspiró sino en prácticas como las de Cuadernos.

Porque aquí efectivamente el diálogo se practicaba. El almario de la revista eran los Consejos de Redacción que era como un variopinto parlamento que convocaba a una treintena de personas. Bien organizados por Félix Santos, bajo la auctoritas de Ruiz Giménez, allí se cocinaba todo el pescado. Tenían lugar los miércoles y reunía a una treintena de participantes de distintas ideologías, procedencias territoriales y extracción social. Se diseñaban los números siguientes y se sometían a juicio los artículos recibidos. Donde sin embargo se ponía a prueba la capacidad de diálogo era en los editoriales. Cualquiera de los grandes temas que tratara la revista concitaba enfoques diversos y hasta opuestos. Macerar las opiniones hasta coincidir en el enfoque que iba a comprometer a la revista y también al conjunto del consejo de redacción exigía tiempo y discusión. Pero como aquella gente creía en la palabra estaba dispuesta a doblarse ante el mejor argumento. Y cuando la impaciencia de unos dificultaba el acuerdo entre todos, Ruiz Giménez deslizaba algunos tópicos que ayudaban, lubricaba los enfrentamientos. Decía, por ejemplo, “no hay que pisar muchos callos a la vez” o “por los obreros debemos estar dispuestos a todo” u “hoy es siempre todavía”. Y Félix encontraba siempre la puerta por donde desaguar la controversia. Se ha comparado ese “intelectual colectivo” que era el Consejo de Redacción al grupo fundacional de la Institución Libre de Enseñanza; también se ha recordado que fue un semillero de los políticos de la transición. Visto con la perspectiva de los años, sí fue un singular ejercicio democrático entre españoles. Digo singular porque ni siquiera entre las muchas plataformas de oposición al franquismo había esa confianza en la palabra y en la razón. Interesaban siempre más los intereses grupales o partidarios que dejarse llevar por el mejor razonamiento.

Cuadernos fue un modelo de diálogo pero que tuvo sus sombras. Félix Santos recuerda dos episodios donde el acuerdo fue imposible. Más allá de las anécdotas, lo cierto es que el fracaso del diálogo acabó con la revista. Y eso sí que merece una reflexión. El primer fracaso tuvo que ver con el golpe de estado de Pinochet contra Salvador Allende en septiembre de 1973. Cuadernos salió presto con un número especial titulado “Las trampas de la derecha” que fue muy bien recibido por los lectores. Entre los tramposos estaba “el imperialismo americano y sus intereses” pero también la democracia cristiana chilena considerada, con toda justicia, “como uno de los causantes inmediatos de la caída de Allende”. El editorial, que criticaba duramente a esta formación política, iba flanqueado por numerosas opiniones de personas significativas como Ridruejo, Aranguren o Sánchez Montero que no ahorraban críticas a los golpistas. También figuraba la opinión del viejo Gil Robles que condenaba “sin reservas toda subversión violenta de un orden constitucional”. Aquello no gustó a los democristianos del Consejo de Redacción que cargaban contra Allende y exculpaban a la democracia cristiana y a la iglesia chilena. Protestaron enérgicamente y Cuadernos pudo reconducir su crítica mediante la inclusión de artículos donde exponían sus puntos de vista. Ante todo el diálogo. La repercusión del conflicto llegó allende las fronteras mientras que en el interior muchos enemigos de la revista se frotaban las manos pues entendían que el conflicto ponía fin al diálogo democristiano-socialismo que, según ellos, era el objetivo de la revista. Cuando todo parecía apaciguarse saltó la chispa provocada por un polémico artículo de Gregorio Peces Barba. Situaba el conflicto en la historia de Cuadernos que había nacido con la ingenua pretensión de ser una plataforma de diálogo para todos, de inspiración humanista, pero que ahora, en su momento de madurez, se decantaba claramente por el socialismo. Seguramente Peces Barba describía su propio itinerario personal -acababa de abandonar las filas democristianas para engrosar las del socialismo- pero ponía en un brete a los democristianos. Muchos de estos, como Oscar Alzaga, Eduardo Cierco, Gregorio Marañón de Lis, Juan Antonio Díaz Ambrona y José Juan Toharia, pensaron que no tenían sitio en la “morada común” y abandonaron la revista.

Esta deriva ideológica de Cuadernos hacia el socialismo democrático que alcanzó al propio Ruiz Giménez y que estaba en el ambiente, no hubiera significado mucho si todo hubiera quedado en un debate ideológico. Si en un primer momento de “ingenuidad” democristiana, liberales, socialistas y comunistas, se sentían a gusto en Cuadernos ¿por qué no podrían sentirse ahora los democristianos en casa cuando pintaban bastos para ellos? Seguramente porque se estaba operando un cambio en profundidad donde empezaban a pesar más las instituciones que las ideas. La “Revolución de los Claveles”, en el Portugal de 1974, puso los dientes largos a las organizaciones políticas porque barruntaban cambio y poder, es decir, cambio en el poder. Es lo que se puso de manifiesto con la segunda crisis a la que se refiere Félix Santos. Peligro, pues, de que pesaran más los intereses que las ideas.

Todo empezó con la publicación de un artículo, firmado por Jordi Borja y Josep Ramoneda, sobre la convergencia de socialismo y del comunismo en Europa. El fino olfato periodístico de Félix Santos le permitió detectar ahí un problema muy de actualidad y decisivo para el futuro de las izquierdas. En ese momento ya se había diseñado en Francia el “programa común” con un candidato único, Mitterrand; en Italia aparecía el “compromiso histórico” que iba en la misma dirección; en el Portugal de la Revolución de Abril gobernaban juntos comunistas y socialistas”. Aunque el artículo hablaba de Europa y así fue presentado el tema en la revista, aquí fue leído en clave nacional. Félix Santos reconoce que no pudo imaginarse el terremoto que desencadenó. El potente grupo de socialistas del PSOE en el Consejo de Redacción -G. Peces Barba, P. Altares, M. de la Rocha, V. Zapatero, F. Tezanos, entre otros- pusieron el grito en el cielo. Le acusaban de gauchisme, de izquierdismo infantil. Y enseguida apuntaron hacia el director de Cuadernos. Es verdad que no eran los únicos socialistas. Había otros no vinculados a un PSOE casi inoperante en España sino que formaban parte de muchas iniciativas regionales, nacidas al calor de los problemas concretos, y que habían conformado una organización socialista diferente, la Federación de Partidos Socialistas, que se declaraba autogestionaria con una concepción federal del Estado. Para estos socialistas el debate puesto sobre la mesa era fundamental. En el debate consiguiente aparecían dos tesis sobre el socialismo español: los que reclamaban “una legitimidad histórica” frente a los que hablaban de una “legitimidad en ejercicio”. Por un lado el socialismo histórico que había sobrevivido en el exilio y que esperaba la vuelta a las urnas para demostrar su músculo; por otro, los que planteaban -o planteábamos- una refundación del socialismo teniendo en cuenta las experiencias socialistas del interior. Para estos el acuerdo con los comunistas era mucho más viable pues sobre ellos no pesaban tanto los duros enfrentamientos entre comunistas y socialistas del pasado. Aquello podía haber quedado en un conflicto ideológico más, en un debate ideológico que pudiera ayudar a clarificar el futuro. Pero no fue así porque a esas alturas las ideas ya estaban, al menos para algunos, al servicio de instituciones que jugaban a otra cosa. Los críticos del PSOE apuntaron al director, Félix Santos, que seguramente simpatizaba más con la otra posición pero que, como dijo en ese momento y luego demostró, había actuado en todo este asunto con estrictos criterios periodísticos. Aunque en ese momento no pidieron su cabeza, sí se le quiso maniatar, reduciendo sus funciones. De poco sirvieron las reflexiones que Félix Santos hizo llegar a Ruiz Giménez, recordando la inspiración fundacional de Cuadernos. El fundador del proyecto del diálogo no supo defenderle. El golpe de gracia sobrevino poco después cuando el director-gerente, Pedro Altares, presentó un informe económico ante el Consejo de Administración que “cargaba las tintas sobre la situación económica”. Proponía cambiarle de mensual a semanal. Peces Barba consumó la faena al proponer a Pedro Altares como nuevo director. El cambio se hizo y se saldó con un sonoro fracaso. En poco más de dos años Cuadernos desapareció. Cuando el país rozaba con los dedos de la mano la Constitución democrática por la que Cuadernos para el Diálogo tanto había batallado, se editaba el último número del semanal. Un 14 de octubre de 1978.

La llegada de la democracia supuso la realización de muchos sueños y, al tiempo, el fracaso de no pocos proyectos editoriales. Habría que ver en cada caso qué es lo que no se supo conectar con los nuevos tiempos. Por lo que respecta a Cuadernos hay un hecho innegable: mientras se debatía de ideas, de ideas políticas, el diálogo funcionó. Cuando esas ideas aparecieron ya como las ideologías de partidos políticos, el diálogo se transformó en cisma. Ocurrió con los democristianos y se repitió con los socialistas. Y esto no debería llevarnos a dudar de la capacidad de diálogo de los partidos, sino a la falta de libertad en el debate de sus militantes.

            4. La actualidad de estas memorias. Estamos ante un texto de ida y vuelta. Las referencias al presente son constantes y esto es así porque la memoria no sólo habla del pasado sino de las posibilidades que ese pasado ofrece al presente.

Para empezar, el diálogo. Ya hemos visto el rigor del diálogo en Cuadernos. Choca esa experiencia con el acoso al dialogo que vivimos ahora, en plena democracia. No me refiero sólo a esa parodia del diálogo que son muchas tertulias políticas, sino al poco lugar del diálogo para resolver conflictos políticos. En su lugar, recurso a la policía, a los jueces o las bajas pasiones. Hemos visto en estas fechas  cómo un tímido dialogo entre el Gobierno de España y el Govern de Cataluña, en Barcelona, tuvo que celebrarse bajo protección policial y en medio de una ruidosa algarada que no quería diálogo sino palos. Visto desde la experiencia de Cuadernos es un soberano sinsentido a no ser que los auténticos herederos de los censores de antaño sean estos comandos independentistas, unos y otros empeñados en anatematizar el diálogo. La memoria tiene estos inconvenientes.

Otro apunte digno de mención se refiere a la libertad de prensa. El periodista riguroso que siempre ha sido Félix Santos se detiene varias veces ante lo que está pasando. Para Cuadernos la censura fue una cruz que le acompañó hasta que llegó la democracia. Una censura que “estaba por doquier y en ninguna parte”, dice el autor, y que alcanzó también a Triunfo, el diario Madrid, Sábado Gráfico y a todo lo que se movía. Multas, secuestros y una constante vigilancia para estirar las palabras permitidas hasta conquistar sentidos prohibidos. Se pensó que la libertad de prensa, consagrada por la Constitución, resolvía el problema. Nada de eso. Estamos viendo como los periódicos o las televisiones se convierten en trincheras desde las que periodistas domesticados sirven en bandeja a sus amos la noticias que les conviene. Los gobiernos del Partido Popular convirtieron la televisión pública en un coto privado; la televisión catalana se ha visto degradada a un club de agitación y propaganda; y otro tanto cabría de decir de la televisión de Madrid o de Félix Santos que recoge palabras pronunciadas en Las Cortes de Cádiz, de 1912, que explicaban muy bien el papel primordial de la libertad de prensa. A la pregunta que se hacía un diputado por Extremadura, el sacerdote liberal Muñoz Torrero -“¿por qué nos aseguramos la facultad de inspeccionar las acciones del poder?”- se respondía él mismo que “porque ponemos poder en manos de hombres, y los hombres abusan fácilmente de él si no tienen freno alguno que los contenga”. Y ese es el papel del buen periodismo, algo que está ahora en mayor peligro que en tiempo de Cuadernos porque las mordazas de hoy son más sutiles y eficaces que la censura de antes.

Reseñable es igualmente lo que atañe al nacionalismo. Por Cuadernos fluía una corriente de simpatía por el nacionalismo vasco y catalán. La sistemática represión franquista les convirtió, como a tantos otros represaliados, en firmes críticos del franquismo. Eso explica que, ya en democracia, la generación de Cuadernos sitúe de una manera espontánea al nacionalismo del lado de la democracia. Luego hemos aprendido que ser antifranquista no significaba necesariamente ser demócratas. Ahí se impone algún matiz o algún distingo. Da pie a ello “lo hecho por Jordi Pujol en Destino”, una frase que deja caer Ruiz Giménez en su diario, hablando por Pedro Altares, justo en el momento de la crisis que obligaría a Félix Santos a abandonar la dirección. “Lo hecho por Pujol en Destino” era lo que, según Ruiz Giménez, no había que hacer en Cuadernos (aunque al final se hiciera). Lo que había hecho Pujol era comprar, a través de Banca Catalana, la revista Destino y defenestrar a un prestigioso director, Néstor Luján, treinta y dos años en ejercicio, y al jefe de redacción, Pérez de Rozas, colocando en el puesto de dirección a un mandado, Baltasar Porcel. Esta purga provocó la dimisión del asesor jurídico de la empresa, Manuel Jiménez de Parga, y un artículo airado de Alfonso Carlos Comín que vió el alcance de la jugada política de un Pujol: alguien que venía para ser árbitro y señor de la política catalana. Lo que Comín denunciaba de los recién llegados era que “otorgaban títulos de democratismo y de catalanidad según sus exclusivos criterios, elaborados con cierta alquimia de laboratorio a la sueca”. No se puede decir más en menos palabras. El nacionalismo catalán de Pujol se regalaba la facultad de decir quien era demócrata y quien, no; quien catalán, y quien no. Lo que este joven Pujol ya ponía sobre la mesa es la difícil relación entre nacionalismo y democracia. Félix Santos, respetando todas los procedimientos, estimó profesionalmente que el artículo era publicable y se publicó. Pujol protestó ante su amigo Ruiz Giménez que endosó el error de su publicación a “defectos objetivos de la institución”, es decir, a su director, a pesar de que éste le había hecho llegar previamente el artículo. La irónico del caso es que Comín oponía la felonía de Pujol en Destino a la gallardía de Cuadernos a propósito del terremoto desencadenado por el artículo de Borja y Ramoneda. Lo que Comín no sabía en ese momento es que el desenlace iba a ser parecido.

            Finalmente la visita de estas memorias a la memoria histórica. El autor se pregunta por la animadversión de la derecha española a la memoria histórica, y hace suya una reflexión de la periodista Sol Gallego cuando se pregunta, en relación al pasado: “¿cómo es posible que en todo este tiempo no se haya construido un espacio democrático simbólico aceptado por toda la ciudadanía”. Reconoce que todo el mundo contribuyó de alguna manera a que fuera posible "los únicos que no han hecho nunca la menor aportación al espacio simbólico son los dirigentes del PP”. Alguna clave desvela este libro. Recuerda Félix Santos que Ruiz Giménez les comentó en el Consejo de Dirección que Fraga Iribarne, con quien mantenía una relación amistosa, le había dejado claro que había dos temas que mejor ni tocarlos porque les iba en ello el ser o no ser de la revista: el primero, la figura de Franco; el segundo, la legitimidad del 18 de Julio.

Esos dos temas no sólo limitaban el campo de la crítica sino que iban a determinar poderosamente el futuro. El futuro político al que la revista quisiera aspirar tenía que ser planteado sin referencia al pasado. El pasado de la guerra civil o del franquismo podía ser alabado u olvidado pero no criticado. Eso cercenaba la posibilidad de la memoria histórica y explica lo que luego pasó. Ni ahora ni luego, en la transición, la memoria histórica jugó papel alguno. En honor a la verdad hay que decir que en aquellos años no había la sensibilidad anamnética que hay hoy. De haberla habido seguro que la revista hubiera sido más beligerante en este tema, pero no lo fue porque se jugaba el tipo y también porque entonces no había conciencia de su importancia.

Lo que luego ocurrió fue que el paso del tiempo trajo a la conciencia presente el valor del pasado, por eso hablamos ahora de memoria histórica. Y sin memoria histórica, es decir, sin una lectura moral del pasado es muy difícil “un espacio democrático simbólico” común. Ahora bien, la lectura moral no se refiere a la persona de Franco ni a la legitimidad o no del 18 de Julio, sino a lo que hicieron. Esto no va de ideas sino de hechos. Y lo que, referido a los hechos ocurridos, hay que valorar moralmente es si estamos de acuerdo o no en que “matar a alguien por una ideología no es defender una idea sino cometer un crimen”. A algo de esto se refería Manuel Azaña en su alocución del 18 de julio de 1938. En esa valoración moral del pasado no caben distingos. Esa mirada moral era la que prohibía Fraga a Cuadernos y se prohibía él a sí mismo. En este punto no hubo cambios en la transición y los que tenían que enfrentarse a esa responsabilidad moral siguen en las mismas.

Esa resistencia puede que en parte sea debida a un prejuicio muy extendido en la opinión pública española y no sólo entre los franquistas, a saber, que memoria equivale a venganza y se opone a perdón. Grave error porque aunque la memoria connote justicia a las víctima es también mucho más que eso: es clausurar el pasado, propiciar un nuevo comienzo, en suma, comprometerse a hacer las cosas de una manera diferente a ese pasado que desembocó en la catástrofe. Memoria rima con paz y reconciliación, por eso Félix Santos no puede evitar un sobresalto cuando alguien se suelta la frivolidad de titular un artículo con “La matraca de la reconciliación”.
El lector encontrará otras muchas visitas al presente desde la experiencia que supuso Cuadernos para el Diálogo. Sería una pena que una experiencia tan rica, con sus luces y sombras, resultara inútil porque olvidada. Al rescatarla del olvido pone en manos de las generaciones presentes el consuelo de que la historia puede hacerse de otra manera. Un libro que a los viejos traerá recuerdos y, a los jóvenes, esperanza porque de su lectura se desprende que podemos hacerlo mejor.

Reyes Mate (Prólogo al libro de Félix Santos, España quiere democracia. Cuadernos para el Diálogo y la morada colectiva. Memorias, Madrid, Editorial Post:Metro:Polis, 2019)