1. Unas memorias de ida y vuelta
dice Félix Santos, el autor de este libro, Cuadernos para el Diálogo y la morada colectiva, que fue su director desde 1968 hasta
1975. Cualquier memoria que se precie es de ida y vuelta, un viaje al pasado,
por supuesto, pero también una luz sobre el presente. Si las batallas sobre la
memoria son tan encarnizadas es porque en el pasado están las claves del futuro
de ahí el empeño que tienen los dominadores de antaño en controlar el pasado
para evitar que éste despliegue hoy su capacidad subversiva e innovadora.
Esta
visita a un pasado tan cercano en emociones como alejado en el tiempo es una
lectura moral de nuestro tiempo que no interpela sólo a las conciencias
individuales sino también a la política.
Cuadernos para
el Diálogo
fue un arma formidable de lucha contra el franquismo y al tiempo en favor de la
democracia, dos objetivos que en aquel tiempo parecían ir de la mano pero que
no tienen por qué ir así: hubo fuerzas antifranquistas, como el estalinismo o ciertos
nacionalismos, que eran antifranquistas sin que necesariamente casen con
democracia. En Cuadernos sí iban de
consuno.
Se
pregunta Félix Santos cuando emprende este largo viaje hacia el pasado qué
saben los jóvenes de aquello: ¿qué saben del franquismo y, también, del
antifranquismo? Cada vez menos. Recuerdo una encuesta entre adolescentes hecha
a los diez años de morir Franco donde la respuesta mayoritaria era la de “aún
no hemos llegado a esa lección”. La dictadura era un tema histórico más. Y el
antifranquismo, o una palabra extranjera o venía envuelva, en ciertos casos, en
un aura épica tal y como recordaba la canción de Ismael Serrano “Papá cuéntame
otra vez”. Quedaba lejos de su mentalidad esa experiencia tan singular que
marcó a varias generaciones de españoles y que, todavía hoy, sigue pesando.
2. Para esa memoria la historia de Cuadernos para el Diálogo es
fundamental porque fue la revista política más importante durante la dictadura,
la más temida y castigada, la más eficaz también. Revistas críticas hubo otras
-Triunfo, más cultural; Hermano Lobo, más satírica; Revista de Occidente, más intelectual-
pero tan marcadamente política como ésta, ninguna.
Con
acierto pone Félix Santos en manos del lector algunas cartas, firmadas por
autores muy señalados, que dan idea de la capacidad de convocatoria de esta
revista. Que sea Jorge Guillén, Caro Baroja, Juan Goytisolo, todos acuden
presurosos a la llamada y algunos, como Marcelino Camacho, desde la cárcel de
Carabanchel. Cuadernos era un espacio
del que cualquier español de bien se fiaba.
Había
nacido en el año de 1963 de la mano de Joaquín Ruiz Giménez, un personaje muy
singular que había sido Ministro de Educación entre 1953 y 1955, defenestrado
por su aperturismo, y que pasó luego a la oposición. Las razones de por qué una
revista como Cuadernos lo explicaba
él mismo en el número de presentación con texto titulado “Razón de ser”. Decía
el autor que nacían estos cuadernos “con el honrado propósito de facilitar la
comunicación de ideas y sentimiento entre hombres de distintas generaciones,
creencias y actitudes vitales”. No estaban al servicio de ningún grupo, partido
concreto o ideología determinada. Convocaba a todos, sin atender la procedencia
de cada cual, siempre que creyeran “en la posibilidad de crear entre todos
-mediante un diálogo fraterno- una morada colectiva, íntegramente fraterna”.
Para
llevar a buen puerto esta empresa, en momentos tan desfavorables, era necesaria
una personalidad como la de Ruiz Giménez y una sabiduría como la de Félix
Santos.
Ruiz
Giménez era un intelectual católico franquista. Como intelectual siempre creyó,
como decía Voltaire a D´Alembert que “es la opinión la que gobierna el mundo y
a Vd. le compete gobernar la opinión”. Católico, nunca dejó de serlo;
franquista, sí, después de un tiempo en el que este Catedrático de Derecho llegara
a ser embajador y ministro de Educación (1951-1956). A diferencia de sus
colegas él sí creía en la superación de las dos Españas y lo intentó desde el
poder: reintegró en sus cátedras a profesores depurados por razones
ideológicas, allanó el camino para que intelectuales como Aranguren o Valverde
pudieran ser catedráticos, nombró rectores a liberales críticos como Laín y
Tovar, y, planificó con Dionisio Ridruejo un Congreso de Escritores Jóvenes que
fue su ruina. Fallida su estrategia de abrir el régimen franquista desde dentro,
entendió que había que volcarse a la sociedad y desde allí ganar la apertura.
Es lo que se plantea en 1963 con la salida de Cuadernos para el Diálogo. En términos quijotescos, su segunda salida
en el intento de reformar el régimen. Disponía de carisma para tamaña empresa.
Su bondad concitaba voluntades. Su fe, puesta al día por el Vaticano II, le
servía de inspiración y le protegía. Estaban lejos los tiempos de un Pio XII
dispuesto a elevar la brutalidad de una guerra fratricida a la hornacina de
Cruzada. Pablo VI respiraba libertad que era lo que el proyecto necesitaba. Cuadernos miraba de reojo otro proyecto
innovador de origen cristiano como era la revista francesa Esprit. Ellos sí colocaban al franquismo entre las variantes
fascistas, algo que la publicación española nunca podrá hacer, pero se miraban
en ella, sabiendo que los lectores de Cuadernos
podían acudir a ella si querían más. De su integridad personal dan buena fe las
relaciones amistosas que mantuvo con Fraga Iribarne, a pesar de las posiciones
enfrentadas en temas claves, y con Franco que siempre le trató con amabilidad.
Cuando murió se sumó a los que fueron a la Plaza de Oriente a despedirle
dejando en su diario esta anotación “debo respeto y afecto personal a un hombre
que me trató humanamente y que me ha defendido muchas veces”. No estaba
dispuesto a sumarse a los festejos que se anunciaban pero sí a acompañarle en
el sentimiento. Este humanista confeso siempre puso al hombre por delante de
todo lo demás. Una buena muestra de su talante humanista fue su sentido dolor
por el asesinato de Carrero Blanco a manos de ETA. Debió ser uno de los pocos
-si no el único- españoles enfrentados al franquismo que lamentó su muerte
violenta. Siempre tuvo claro algo que muchos otros tardaron años en descubrir,
a saber, que el crimen no puede ser un arma política. Esta compleja biografía,
que no fue la única durante el franquismo, prohíbe todo tipo de simplificaciones.
Hubo pasados que cambiaron y otros que no cambiaron. Dicen más las biografías
que cambiaron porque había mucho de lo que distanciarse que las que no se
movieron un milímetro, aunque fueran del otro campo, del antifranquista. Se
dijo de los ultramontanos franceses que pudieron regresar a Francia tras la
derrota revolucionaria que lo hicieron “sin haber aprendido nada ni haber
olvidado nada”. Aquí también.
Félix
Santos tenía otra historia. Pertenecía a una generación sin las hipotecas de la
anterior. Hacía crónicas de tribunales en el diario Ya, un lugar privilegiado para captar las estridencias del régimen
y, al tiempo, para descoser sus costuras en el tema de libertades. Una de esas
crónicas que había llamado la atención de Gregorio Peces Barba, hombre fuerte
del proyecto al ser ayudante de Ruiz Giménez y rondar también la democracia
cristiana, quien le invitó a colaborar en la revista. El tono elegante y
mesurado, a la par que agudo y comprometido, de Félix Santos, le llevaron a
dirigir una empresa donde había algunos juniors pero en la que la mayoría de
los que se paseaban por allí tenía cicatrices de innumerables guerras. El que
viniera de fuera de la redacción le daba ventaja pues disponía de ese talante
que la sociología del conocimiento atribuye a la “inteligencia libre”. Al venir
de fuera estaba libre de prejuicios y compromisos por eso podía valorar lo que
ocurría en su justa medida. En este caso se unía su libertad interior con una
independencia profesional que dejó su sello en la revista y que queda impreso
en las páginas de este libro.
Félix
Santos recuerda en estas memorias el primer número que tuvo que armar. Llegó
después del verano de 1968. Tenía por delante los tanques rusos en Praga y el
mayo francés en plena efervescencia, dos temas aparentemente alejados de las
cuitas nacionales pero que Cuadernos
tenía que leer en clave nacional. La invasión soviética que ponía fin a una
prometedora primavera en el campo comunista, era un acontecimiento goloso para
la España franquista, tan visceralmente anticomunista, pero a Cuadernos le dolía la brutal represión
del reformismo checo, de ahí un sopesado editorial en el que se decía “no
seremos voceros de una nuevo ola anticomunista, ni tampoco nos dejaremos llevar
de la mano por los que quieren suprimir lo que la Rusia soviética ha
representado con su Revolución y sigue encarnando en las condiciones actuales
de lucha imperialista. Censuramos todo lo que suponga una recaída en las
prácticas estalinistas y nos subleva el dogmatismo soviético cuando pretende
erigirse en definidor del socialismo…”. Era el talante de los propios
comunistas españoles bien representado en el consejo de redacción donde se
fraguaban estos editoriales. Sin llegar a lo que Bergamín decía -“con los
comunistas hasta la muerte pero ni un paso más”- sí refleja el editorial un
clima de comprensión y respeto muy propio de aquel colectivo. Del mayo francés
se ocuparon evidentemente los periódicos españoles aunque su repercusión en
España fuera escasa. También y profusamente Cuadernos.
Aranguren, expulsado de la universidad tres años antes por encabezar protestas
estudiantiles, precisaba en un artículo de este número, “La revolución de mayo
en París y en España”, que “el movimiento estudiantil español no está tan
alejado de la revolución francesa de los estudiantes”, pues uno y otro luchan
”por una sociedad más justa, desarrollada sí, pero con un tipo de desarrollo
que lejos de sofocar sea apto para satisfacer las más nobles aspiraciones
humanas”. Frases de las pancartas que se paseaban por le cartier Latin como “Nuestra esperanza sólo puede venir de los
sin esperanza” podrían ondearse en España con más razón que en cualquier otro
sitio. Si la desesperanza era un depósito de esperanza, aquí la había a
caudales. Este número, en cualquier caso, se ocupaba extensamente del tema
estudiantil con artículos sobre la universidad. No faltaba en él el gran tema
de Ruiz Giménez que como en continuo ritornello se hacía regularmente presente.
Esta vez lo titulaba “la contradicción esencial”. Se refería a la contradicción
que supone para un Estado confesional como el franquista situarse en sistema
oposición a las posturas políticas emanadas del Concilio Vaticano II. Al bueno
de Don Joaquín le costaba entender que para el nacionalcatolicismo no hubiera
más doctrina cristiana que la que le convenía, fiel al espíritu del
reaccionario Charles Maurras que decía a quien quisiera oírle “soy católico
pero ateo”. No faltaba en el número un artículo de un personaje singular que se
daba en aquella España. Jesús Aguirre. Escribía con su desenvoltura habitual
sobre ocio, veraneo y sexualidad, pero citando a Adorno. El resultado era una
cursilería intelectual nada cínica porque estaba Adorno, pero con su toque
frívolo porque estaba Aguirre.
3. Cuadernos lleva el diálogo en sus genes, lo que no quiere decir que
fuera el diálogo algo que se llevara en sectores críticos. El verso de Machado
“para dialogar, preguntad primero/después escuchad” presidió de hecho toda esta
aventura. Joaquín Ruiz Giménez venía entrenado por haber seguido de cerca el
gigantesco experimento dialogante de la Iglesia católica durante el concilio
Vaticano II. Esta institución, peleada secularmente contra todo lo que no fuera
ella y su poder, había hecho un singular ejercicio de diálogo con otras
confesiones religiosas, con muchas ideologías políticas y entre los propios
católicos. Nada extraño entonces que la revista se planteara desde el principio
la creación de una “morada colectiva”. Su fracasada experiencia política le
había llevado a la conclusión de que el paso de una dictadura a la convivencia
democrática sólo era posible desde una paciente y ambiciosa pedagogía que
implicara a todos. Por eso decía que “nosotros practicamos el diálogo y no sólo
lo predicamos”.
Para
poder dialogar había que liberar al lenguaje, secuestrado por el régimen
franquista. En la carta que escribe Juan Goytisolo a Félix Santos, respondiendo
a unas preguntas sobre el destino de la dictadura, subraya el estado de
postración en que se encuentra la lengua que hablamos todos. Los vencedores de
la guerra se han apoderado del lenguaje sometiéndole a las mismas vejaciones
que las que causaron a la población. Y es que, decía, “podemos hablar de
idiomas ocupados como hablamos de países ocupados”. Esa batalla semántica era
la más difícil pues el vencedor de la guerra podía aflojar en el trato a los
vencidos pero era intransigente con el lenguaje. El fratricidio era una
“cruzada”; el golpe de estado, un “alzamiento nacional”; la rebelión militar,
un “plebiscito armado”; la defensa del orden constitucional, “auxilio a la
rebelión” e cosí via. Para poder
dialogar hay que poder expresarse libremente y, para lograrlo, había a veces
que hablar en lenguajes cifrados, una habilidad que publicaciones como Cuadernos llegaron a dominar
admirablemente. Ya el hecho mismo de que un maldito para el régimen como era
Goytisolo fuera interloculor de Cuadernos
daba a entender el rigor y alcance del diálogo que se proponía.
Tras
cuarenta años de democracia podríamos caer en la tentación de pensar que hablar
libremente es tan natural como el aire que respiramos. Y no era así. Por de
pronto, aquel número, ya en 1974, fue secuestrado. En sus estertores el régimen
seguía en esto tan feroz como después de la guerra civil. El todopoderoso
ministro Fraga Iribarne, que quería serlo todo -el pasado y el futuro- lo tenía
claro cuando decía “hay en España excesos de verbalismo, pues se tocan temas
que no se deberían tocar. Tal ocurre con invocaciones e ideologías vencidas”.
El ministro gallego se nos hacía volteriano por aquello de que “les raisons du
plus fort sont toujours les meilleures”. Para rematar y en un alarde de
atolondramiento muy suyo añadía: “en la Europa de la posguerra, las ideologías
que perdieron la guerra están fuera de curso legal, no se puede hablar de
ellas”. Claro, porque se referían al fascismo cuya apología era y es un delito
en Alemania o en Francia. Le deba igual. El a lo suyo: “en cuanto a las ideologías
vencidas en la guerra española, hay que establecer un principio de
reciprocidad. Yo haré que estén fuera de la Ley”. O sea que si en Europa se
condena el hitlerismo porque fue vencido, pues en España ya me encargo yo de
poner el liberalismo, el marxismo o, incluso el catolicismo crítico entre
rejas. ¡Esa era la reciprocidad! Arar con estos bueyes no era fácil. No
olvidemos que el autor de este sin par razonamiento (¡) era el ministro de
propaganda, el de la censura. Contra viento y marea Cuadernos seguía adelante gracias al temple cervantino de su
director convencido de que “la discreción es la gramática del buen lenguaje”.
¿Dialogar
con quien? Para los promotores, con el régimen. Querían reconducir mediante el
diálogo la dictadura a la democracia. Hasta que vieron que aquella era
irreductible. Así lo certificaba Dionisio Ridruejo en un balance que hizo la
revista a los diez años de su existencia. Tenía que ser entonces un diálogo
entre españoles dispuestos a escuchar y, también, como proponía Aranguren, un
diálogo con el mundo. La propuesta de Aranguren tiene su miga porque lo que
entonces se llevaba por el mundo no era precisamente el diálogo sino la
confrontación. Los intelectuales críticos de aquella generación eran en buena
parte herederos de Frantz Fanon y de Jean Paul Sartre que predicaban la
violencia revolucionaria. Era lo que se llevaba, de ahí la multiplicación de
movimientos revolucionarios en el mundo entero, también en el latinoamericano.
Lo del diálogo parecía entonces una debilidad sin nervio teórico propia de
espíritus pazguatos. Esto debería ayudar a valorar ahora la apuesta de Cuadernos en aquel momento. Cuando luego
en la transición se hable de consenso no es en el franquismo ni en el gauchisme
donde se inspiró sino en prácticas como las de Cuadernos.
Porque
aquí efectivamente el diálogo se practicaba. El almario de la revista eran los
Consejos de Redacción que era como un variopinto parlamento que convocaba a una
treintena de personas. Bien organizados por Félix Santos, bajo la auctoritas de Ruiz Giménez, allí se
cocinaba todo el pescado. Tenían lugar los miércoles y reunía a una treintena
de participantes de distintas ideologías, procedencias territoriales y
extracción social. Se diseñaban los números siguientes y se sometían a juicio
los artículos recibidos. Donde sin embargo se ponía a prueba la capacidad de
diálogo era en los editoriales. Cualquiera de los grandes temas que tratara la
revista concitaba enfoques diversos y hasta opuestos. Macerar las opiniones
hasta coincidir en el enfoque que iba a comprometer a la revista y también al
conjunto del consejo de redacción exigía tiempo y discusión. Pero como aquella
gente creía en la palabra estaba dispuesta a doblarse ante el mejor argumento.
Y cuando la impaciencia de unos dificultaba el acuerdo entre todos, Ruiz
Giménez deslizaba algunos tópicos que ayudaban, lubricaba los enfrentamientos.
Decía, por ejemplo, “no hay que pisar muchos callos a la vez” o “por los
obreros debemos estar dispuestos a todo” u “hoy es siempre todavía”. Y Félix
encontraba siempre la puerta por donde desaguar la controversia. Se ha comparado
ese “intelectual colectivo” que era el Consejo de Redacción al grupo
fundacional de la Institución Libre de Enseñanza; también se ha recordado que
fue un semillero de los políticos de la transición. Visto con la perspectiva de
los años, sí fue un singular ejercicio democrático entre españoles. Digo
singular porque ni siquiera entre las muchas plataformas de oposición al
franquismo había esa confianza en la palabra y en la razón. Interesaban siempre
más los intereses grupales o partidarios que dejarse llevar por el mejor razonamiento.
Cuadernos fue un modelo
de diálogo pero que tuvo sus sombras. Félix Santos recuerda dos episodios donde
el acuerdo fue imposible. Más allá de las anécdotas, lo cierto es que el
fracaso del diálogo acabó con la revista. Y eso sí que merece una reflexión. El
primer fracaso tuvo que ver con el golpe de estado de Pinochet contra Salvador
Allende en septiembre de 1973. Cuadernos
salió presto con un número especial titulado “Las trampas de la derecha” que
fue muy bien recibido por los lectores. Entre los tramposos estaba “el
imperialismo americano y sus intereses” pero también la democracia cristiana
chilena considerada, con toda justicia, “como uno de los causantes inmediatos de
la caída de Allende”. El editorial, que criticaba duramente a esta formación
política, iba flanqueado por numerosas opiniones de personas significativas
como Ridruejo, Aranguren o Sánchez Montero que no ahorraban críticas a los
golpistas. También figuraba la opinión del viejo Gil Robles que condenaba “sin
reservas toda subversión violenta de un orden constitucional”. Aquello no gustó
a los democristianos del Consejo de Redacción que cargaban contra Allende y
exculpaban a la democracia cristiana y a la iglesia chilena. Protestaron
enérgicamente y Cuadernos pudo
reconducir su crítica mediante la inclusión de artículos donde exponían sus
puntos de vista. Ante todo el diálogo. La repercusión del conflicto llegó
allende las fronteras mientras que en el interior muchos enemigos de la revista
se frotaban las manos pues entendían que el conflicto ponía fin al diálogo
democristiano-socialismo que, según ellos, era el objetivo de la revista.
Cuando todo parecía apaciguarse saltó la chispa provocada por un polémico artículo
de Gregorio Peces Barba. Situaba el conflicto en la historia de Cuadernos que había nacido con la
ingenua pretensión de ser una plataforma de diálogo para todos, de inspiración
humanista, pero que ahora, en su momento de madurez, se decantaba claramente
por el socialismo. Seguramente Peces Barba describía su propio itinerario
personal -acababa de abandonar las filas democristianas para engrosar las del
socialismo- pero ponía en un brete a los democristianos. Muchos de estos, como
Oscar Alzaga, Eduardo Cierco, Gregorio Marañón de Lis, Juan Antonio Díaz
Ambrona y José Juan Toharia, pensaron que no tenían sitio en la “morada común”
y abandonaron la revista.
Esta
deriva ideológica de Cuadernos hacia
el socialismo democrático que alcanzó al propio Ruiz Giménez y que estaba en el
ambiente, no hubiera significado mucho si todo hubiera quedado en un debate
ideológico. Si en un primer momento de “ingenuidad” democristiana, liberales, socialistas
y comunistas, se sentían a gusto en Cuadernos
¿por qué no podrían sentirse ahora los democristianos en casa cuando pintaban
bastos para ellos? Seguramente porque se estaba operando un cambio en
profundidad donde empezaban a pesar más las instituciones que las ideas. La
“Revolución de los Claveles”, en el Portugal de 1974, puso los dientes largos a
las organizaciones políticas porque barruntaban cambio y poder, es decir,
cambio en el poder. Es lo que se puso de manifiesto con la segunda crisis a la
que se refiere Félix Santos. Peligro, pues, de que pesaran más los intereses
que las ideas.
Todo
empezó con la publicación de un artículo, firmado por Jordi Borja y Josep
Ramoneda, sobre la convergencia de socialismo y del comunismo en Europa. El
fino olfato periodístico de Félix Santos le permitió detectar ahí un problema
muy de actualidad y decisivo para el futuro de las izquierdas. En ese momento
ya se había diseñado en Francia el “programa común” con un candidato único, Mitterrand;
en Italia aparecía el “compromiso histórico” que iba en la misma dirección; en
el Portugal de la Revolución de Abril gobernaban juntos comunistas y
socialistas”. Aunque el artículo hablaba de Europa y así fue presentado el tema
en la revista, aquí fue leído en clave nacional. Félix Santos reconoce que no
pudo imaginarse el terremoto que desencadenó. El potente grupo de socialistas
del PSOE en el Consejo de Redacción -G. Peces Barba, P. Altares, M. de la
Rocha, V. Zapatero, F. Tezanos, entre otros- pusieron el grito en el cielo. Le
acusaban de gauchisme, de izquierdismo infantil. Y enseguida apuntaron hacia el
director de Cuadernos. Es verdad que
no eran los únicos socialistas. Había otros no vinculados a un PSOE casi
inoperante en España sino que formaban parte de muchas iniciativas regionales,
nacidas al calor de los problemas concretos, y que habían conformado una
organización socialista diferente, la Federación de Partidos Socialistas, que
se declaraba autogestionaria con una concepción federal del Estado. Para estos
socialistas el debate puesto sobre la mesa era fundamental. En el debate
consiguiente aparecían dos tesis sobre el socialismo español: los que
reclamaban “una legitimidad histórica” frente a los que hablaban de una
“legitimidad en ejercicio”. Por un lado el socialismo histórico que había sobrevivido
en el exilio y que esperaba la vuelta a las urnas para demostrar su músculo;
por otro, los que planteaban -o planteábamos- una refundación del socialismo
teniendo en cuenta las experiencias socialistas del interior. Para estos el
acuerdo con los comunistas era mucho más viable pues sobre ellos no pesaban
tanto los duros enfrentamientos entre comunistas y socialistas del pasado. Aquello
podía haber quedado en un conflicto ideológico más, en un debate ideológico que
pudiera ayudar a clarificar el futuro. Pero no fue así porque a esas alturas
las ideas ya estaban, al menos para algunos, al servicio de instituciones que
jugaban a otra cosa. Los críticos del PSOE apuntaron al director, Félix Santos,
que seguramente simpatizaba más con la otra posición pero que, como dijo en ese
momento y luego demostró, había actuado en todo este asunto con estrictos
criterios periodísticos. Aunque en ese momento no pidieron su cabeza, sí se le
quiso maniatar, reduciendo sus funciones. De poco sirvieron las reflexiones que
Félix Santos hizo llegar a Ruiz Giménez, recordando la inspiración fundacional
de Cuadernos. El fundador del
proyecto del diálogo no supo defenderle. El golpe de gracia sobrevino poco
después cuando el director-gerente, Pedro Altares, presentó un informe
económico ante el Consejo de Administración que “cargaba las tintas sobre la
situación económica”. Proponía cambiarle de mensual a semanal. Peces Barba
consumó la faena al proponer a Pedro Altares como nuevo director. El cambio se
hizo y se saldó con un sonoro fracaso. En poco más de dos años Cuadernos desapareció. Cuando el país
rozaba con los dedos de la mano la Constitución democrática por la que Cuadernos para el Diálogo tanto había batallado, se editaba el último número
del semanal. Un 14 de octubre de 1978.
La
llegada de la democracia supuso la realización de muchos sueños y, al tiempo,
el fracaso de no pocos proyectos editoriales. Habría que ver en cada caso qué
es lo que no se supo conectar con los nuevos tiempos. Por lo que respecta a Cuadernos hay un hecho innegable:
mientras se debatía de ideas, de ideas políticas, el diálogo funcionó. Cuando
esas ideas aparecieron ya como las ideologías de partidos políticos, el diálogo
se transformó en cisma. Ocurrió con los democristianos y se repitió con los
socialistas. Y esto no debería llevarnos a dudar de la capacidad de diálogo de
los partidos, sino a la falta de libertad en el debate de sus militantes.
4. La actualidad de estas memorias.
Estamos ante un texto de ida y vuelta. Las referencias al presente son
constantes y esto es así porque la memoria no sólo habla del pasado sino de las
posibilidades que ese pasado ofrece al presente.
Para
empezar, el diálogo. Ya hemos visto el rigor del diálogo en Cuadernos. Choca esa experiencia con el
acoso al dialogo que vivimos ahora, en plena democracia. No me refiero sólo a
esa parodia del diálogo que son muchas tertulias políticas, sino al poco lugar
del diálogo para resolver conflictos políticos. En su lugar, recurso a la
policía, a los jueces o las bajas pasiones. Hemos visto en estas fechas cómo un tímido dialogo entre el Gobierno de
España y el Govern de Cataluña, en Barcelona, tuvo que celebrarse bajo
protección policial y en medio de una ruidosa algarada que no quería diálogo
sino palos. Visto desde la experiencia de Cuadernos
es un soberano sinsentido a no ser que los auténticos herederos de los censores
de antaño sean estos comandos independentistas, unos y otros empeñados en
anatematizar el diálogo. La memoria tiene estos inconvenientes.
Otro
apunte digno de mención se refiere a la libertad de prensa. El periodista
riguroso que siempre ha sido Félix Santos se detiene varias veces ante lo que
está pasando. Para Cuadernos la
censura fue una cruz que le acompañó hasta que llegó la democracia. Una censura
que “estaba por doquier y en ninguna parte”, dice el autor, y que alcanzó
también a Triunfo, el diario Madrid, Sábado Gráfico y a todo lo que se movía. Multas, secuestros y una
constante vigilancia para estirar las palabras permitidas hasta conquistar
sentidos prohibidos. Se pensó que la libertad de prensa, consagrada por la
Constitución, resolvía el problema. Nada de eso. Estamos viendo como los
periódicos o las televisiones se convierten en trincheras desde las que
periodistas domesticados sirven en bandeja a sus amos la noticias que les
conviene. Los gobiernos del Partido Popular convirtieron la televisión pública
en un coto privado; la televisión catalana se ha visto degradada a un club de
agitación y propaganda; y otro tanto cabría de decir de la televisión de Madrid
o de Félix Santos que recoge palabras pronunciadas en Las Cortes de Cádiz, de
1912, que explicaban muy bien el papel primordial de la libertad de prensa. A
la pregunta que se hacía un diputado por Extremadura, el sacerdote liberal
Muñoz Torrero -“¿por qué nos aseguramos la facultad de inspeccionar las
acciones del poder?”- se respondía él mismo que “porque ponemos poder en manos
de hombres, y los hombres abusan fácilmente de él si no tienen freno alguno que
los contenga”. Y ese es el papel del buen periodismo, algo que está ahora en
mayor peligro que en tiempo de Cuadernos
porque las mordazas de hoy son más sutiles y eficaces que la censura de antes.
Reseñable
es igualmente lo que atañe al nacionalismo. Por Cuadernos fluía una corriente de simpatía por el nacionalismo vasco
y catalán. La sistemática represión franquista les convirtió, como a tantos
otros represaliados, en firmes críticos del franquismo. Eso explica que, ya en
democracia, la generación de Cuadernos
sitúe de una manera espontánea al nacionalismo del lado de la democracia. Luego
hemos aprendido que ser antifranquista no significaba necesariamente ser
demócratas. Ahí se impone algún matiz o algún distingo. Da pie a ello “lo hecho
por Jordi Pujol en Destino”, una frase que deja caer Ruiz Giménez en su diario,
hablando por Pedro Altares, justo en el momento de la crisis que obligaría a
Félix Santos a abandonar la dirección. “Lo hecho por Pujol en Destino” era lo
que, según Ruiz Giménez, no había que hacer en Cuadernos (aunque al final se hiciera). Lo que había hecho Pujol
era comprar, a través de Banca Catalana, la revista Destino y defenestrar a un prestigioso director, Néstor Luján, treinta
y dos años en ejercicio, y al jefe de redacción, Pérez de Rozas, colocando en
el puesto de dirección a un mandado, Baltasar Porcel. Esta purga provocó la
dimisión del asesor jurídico de la empresa, Manuel Jiménez de Parga, y un
artículo airado de Alfonso Carlos Comín que vió el alcance de la jugada
política de un Pujol: alguien que venía para ser árbitro y señor de la política
catalana. Lo que Comín denunciaba de los recién llegados era que “otorgaban
títulos de democratismo y de catalanidad según sus exclusivos criterios,
elaborados con cierta alquimia de laboratorio a la sueca”. No se puede decir
más en menos palabras. El nacionalismo catalán de Pujol se regalaba la facultad
de decir quien era demócrata y quien, no; quien catalán, y quien no. Lo que
este joven Pujol ya ponía sobre la mesa es la difícil relación entre
nacionalismo y democracia. Félix Santos, respetando todas los procedimientos,
estimó profesionalmente que el artículo era publicable y se publicó. Pujol
protestó ante su amigo Ruiz Giménez que endosó el error de su publicación a
“defectos objetivos de la institución”, es decir, a su director, a pesar de que
éste le había hecho llegar previamente el artículo. La irónico del caso es que
Comín oponía la felonía de Pujol en Destino
a la gallardía de Cuadernos a
propósito del terremoto desencadenado por el artículo de Borja y Ramoneda. Lo
que Comín no sabía en ese momento es que el desenlace iba a ser parecido.
Finalmente la visita de estas
memorias a la memoria histórica. El autor se pregunta por la animadversión de
la derecha española a la memoria histórica, y hace suya una reflexión de la
periodista Sol Gallego cuando se pregunta, en relación al pasado: “¿cómo es
posible que en todo este tiempo no se haya construido un espacio democrático
simbólico aceptado por toda la ciudadanía”. Reconoce que todo el mundo
contribuyó de alguna manera a que fuera posible "los únicos que no han
hecho nunca la menor aportación al espacio simbólico son los dirigentes del
PP”. Alguna clave desvela este libro. Recuerda Félix Santos que Ruiz Giménez
les comentó en el Consejo de Dirección que Fraga Iribarne, con quien mantenía
una relación amistosa, le había dejado claro que había dos temas que mejor ni
tocarlos porque les iba en ello el ser o no ser de la revista: el primero, la
figura de Franco; el segundo, la legitimidad del 18 de Julio.
Esos
dos temas no sólo limitaban el campo de la crítica sino que iban a determinar
poderosamente el futuro. El futuro político al que la revista quisiera aspirar
tenía que ser planteado sin referencia al pasado. El pasado de la guerra civil
o del franquismo podía ser alabado u olvidado pero no criticado. Eso cercenaba
la posibilidad de la memoria histórica y explica lo que luego pasó. Ni ahora ni
luego, en la transición, la memoria histórica jugó papel alguno. En honor a la
verdad hay que decir que en aquellos años no había la sensibilidad anamnética
que hay hoy. De haberla habido seguro que la revista hubiera sido más
beligerante en este tema, pero no lo fue porque se jugaba el tipo y también
porque entonces no había conciencia de su importancia.
Lo
que luego ocurrió fue que el paso del tiempo trajo a la conciencia presente el
valor del pasado, por eso hablamos ahora de memoria histórica. Y sin memoria
histórica, es decir, sin una lectura moral del pasado es muy difícil “un
espacio democrático simbólico” común. Ahora bien, la lectura moral no se
refiere a la persona de Franco ni a la legitimidad o no del 18 de Julio, sino a
lo que hicieron. Esto no va de ideas sino de hechos. Y lo que, referido a los
hechos ocurridos, hay que valorar moralmente es si estamos de acuerdo o no en
que “matar a alguien por una ideología no es defender una idea sino cometer un
crimen”. A algo de esto se refería Manuel Azaña en su alocución del 18 de julio
de 1938. En esa valoración moral del pasado no caben distingos. Esa mirada
moral era la que prohibía Fraga a Cuadernos
y se prohibía él a sí mismo. En este punto no hubo cambios en la transición y los
que tenían que enfrentarse a esa responsabilidad moral siguen en las mismas.
Esa
resistencia puede que en parte sea debida a un prejuicio muy extendido en la
opinión pública española y no sólo entre los franquistas, a saber, que memoria
equivale a venganza y se opone a perdón. Grave error porque aunque la memoria
connote justicia a las víctima es también mucho más que eso: es clausurar el
pasado, propiciar un nuevo comienzo, en suma, comprometerse a hacer las cosas
de una manera diferente a ese pasado que desembocó en la catástrofe. Memoria
rima con paz y reconciliación, por eso Félix Santos no puede evitar un
sobresalto cuando alguien se suelta la frivolidad de titular un artículo con
“La matraca de la reconciliación”.
El
lector encontrará otras muchas visitas al presente desde la experiencia que
supuso Cuadernos para el Diálogo.
Sería una pena que una experiencia tan rica, con sus luces y sombras, resultara
inútil porque olvidada. Al rescatarla del olvido pone en manos de las
generaciones presentes el consuelo de que la historia puede hacerse de otra
manera. Un libro que a los viejos traerá recuerdos y, a los jóvenes, esperanza
porque de su lectura se desprende que podemos hacerlo mejor.
Reyes
Mate (Prólogo al libro de Félix Santos, España quiere democracia. Cuadernos
para el Diálogo y la morada colectiva. Memorias, Madrid, Editorial
Post:Metro:Polis, 2019)