17/2/20

En Auschwitz llamaban al látigo "el traductor"


            En aquella Babel que era cada campo nazi de exterminio, con judíos provenientes de todos los rincones de Europa, llamaban al látigo el traductor. Era la forma que tenían los alemanes para darse a entender. Y que nadie preguntara qué pasaba o por qué ancianos y niños habían sido arrancados de la rutina diaria para ser deportados al infierno. “Aquí, se les decía, no se pregunta”. Lo primero que vivían los deportados era la suspensión del lenguaje. No había nada que decir, por parte de los verdugos, ni nada que preguntar, por parte de las víctimas.


            Eso explica que la conmemoración, cada 27 de enero, de la Memoria del Holocausto y la Prevención de los Crímenes contra la Humanidad, ponga el acento en la educación. Los países que, como España, han suscrito la Declaración de Estocolmo, se comprometen a llevar a las escuelas lo que fue y lo que significó la barbarie que cubrió a Europa entre 1933 y 1945. En aquellas fábricas de muerte - que llevan por nombre Auschwitz, Treblinca, Maydanek, Sobibor o Belzec- no sólo murió el judío sino el hombre. El verdugo no sólo quería matar; también, expulsar a la víctima de la condición humana, por eso los muertos tenían que ser llamados leños y no cadáveres, para que nadie les relacionara con ser humanos. Por eso se les privaba desde el primer momento de algo tan  exclusivamente humano como el lenguaje. El deportado no podía preguntar ni tampoco debía entender, sólo obedecer.

            Si hoy, 75 años después, asociamos memoria a educación, es para responder a la provocación del universo concentracionario. Dado que la barbarie se organizó atacando al lenguaje, démosla cumplida réplica honrando sus dos sentidos, esto es, cultivando el habla y el razonamiento. Hablamos en efecto para entendernos y para darnos a entender, para comunicarnos y para razonar.  Eso es lo que la memoria de la barbarie espera de la escuela.

            No es nada fácil. Pensemos que el pueblo que protagonizó, aunque no en exclusiva, ese naufragio moral y político que fue el fascismo, era quizá el más culto de Occidente. La barbarie se cuela en el progreso. El hitlerismo despertó tal entusiasmo en Alemania entre universitarios, artistas, filósofos y teólogos que alguien pudo escribir , a modo de epitafio, “no hay un documento de cultura que no lo sea también de barbarie”.

            Tarea de esta nueva educación, que tenga en cuenta la experiencia de la catástrofe, es liberar a la cultura de la barbarie y, para ello, no bastan nuevas teorías pedagógicas, sino tener en cuenta algunas lecciones aprendidas en los campos. Señalaría tres.

            En primer lugar, que tuvo lugar un crimen contra la humanidad, es decir, que la humanidad de la que nos enorgullecemos salió disminuida de los campos. Jorge Luis Borges dice en un memorable relato, titulado Deutsches Requiem, que allí murió la compasión. Será por eso que nos puede, a los que vivimos después de aquello, el sentido práctico o el cálculo (los filósofos dirán “la razón instrumental”). Eso nos obliga estar atento sobre nosotros mismos. Sólo podemos dar lecciones si nos ponemos en modo aprendizaje. Tenemos que ser conscientes de que somos pobres en humanidad.

            En segundo lugar, la banalidad del mal. Esta expresión se la inventó una reportera insigne, Hanna Arendt, que seguía en Jerusalén el juicio contra el dirigente nazi, Adolf Eichmann. El proyecto nazi de exterminio del pueblo judío no se explicaba recurriendo al odio (que no da para tanto) sino a la banalidad del mal, que no consiste, en absoluto, en banalizar el crimen sino en señalar que cualquiera puede convertirse en un criminal. La frontera entre el ser normal y el ser criminal es muy delgada. Basta suspender el juicio y entregarse a los sentimientos para que gente normal, como nosotros, acabe del lado de la barbarie. Primo Levi, que se preguntaba qué hubiera hecho él en el lugar del alemán, se negaba a juzgar  o condenar a nadie. Una educación responsable no tiene que buscar tanto la empatía con la víctimas como preguntarse lo que nos une con los victimarios. Por eso no puede haber complacencia ni con el antisemitismo, ni con la xenofobia, y vigilar todos esos discursos que buscan clientela azuzando sentimientos o bajas pasiones.

            Hay una tercera lección, a saber, enseñar a vivir y a morir. No somos seres inmortales. En el gheto de Varsovia hubo un médico con vocación pedagógica, Jan Korczak, que creó el primer hospital infantil de Europa, una residencia para 200 niños huérfanos. Poco antes de que los niños fueran llevados al campo de Treblinka, representaron El Cartero del Rey, de Tagore. Algunos le preguntaron que cómo elegía precisamente allí una obra como esa en la que un niño enfermo moría pensando que corría libremente. Respondió que en la escuela también había que enseñar a los niños a morir. El se lo enseñó con su vida pues se subió al tren, voluntariamente, para morir con ellos en una oscura cámara de gas. La educación no es sólo transmisión de conocimientos, sino también de virtudes cívicas. La lección de Korczak, como la de Sócrates, es que la mejor forma de transmitirlas es con el ejemplo.

            Recordar Auschwitz es, además de honrar a las víctimas, aprender las lecciones del mayor naufragio humanitario.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 1 de febrero 2020)