En aquella Babel que era cada campo
nazi de exterminio, con judíos provenientes de todos los rincones de Europa,
llamaban al látigo el traductor. Era la forma que tenían los alemanes
para darse a entender. Y que nadie preguntara qué pasaba o por qué ancianos y
niños habían sido arrancados de la rutina diaria para ser deportados al
infierno. “Aquí, se les decía, no se pregunta”. Lo primero que vivían los
deportados era la suspensión del lenguaje. No había nada que decir, por parte
de los verdugos, ni nada que preguntar, por parte de las víctimas.
Eso explica que la conmemoración,
cada 27 de enero, de la Memoria del Holocausto y la Prevención de los Crímenes
contra la Humanidad, ponga el acento en la educación. Los países que, como
España, han suscrito la Declaración de Estocolmo, se comprometen a llevar a las
escuelas lo que fue y lo que significó la barbarie que cubrió a Europa entre
1933 y 1945. En aquellas fábricas de muerte - que llevan por nombre Auschwitz,
Treblinca, Maydanek, Sobibor o Belzec- no sólo murió el judío sino el hombre.
El verdugo no sólo quería matar; también, expulsar a la víctima de la condición
humana, por eso los muertos tenían que ser llamados leños y no cadáveres,
para que nadie les relacionara con ser humanos. Por eso se les privaba desde el
primer momento de algo tan exclusivamente humano como el lenguaje. El
deportado no podía preguntar ni tampoco debía entender, sólo obedecer.
Si hoy, 75 años después, asociamos
memoria a educación, es para responder a la provocación del universo concentracionario.
Dado que la barbarie se organizó atacando al lenguaje, démosla cumplida réplica
honrando sus dos sentidos, esto es, cultivando el habla y el razonamiento.
Hablamos en efecto para entendernos y para darnos a entender, para comunicarnos
y para razonar. Eso es lo que la memoria
de la barbarie espera de la escuela.
No es nada fácil. Pensemos que el
pueblo que protagonizó, aunque no en exclusiva, ese naufragio moral y político
que fue el fascismo, era quizá el más culto de Occidente. La barbarie se cuela
en el progreso. El hitlerismo despertó tal entusiasmo en Alemania entre universitarios,
artistas, filósofos y teólogos que alguien pudo escribir , a modo de epitafio, “no
hay un documento de cultura que no lo sea también de barbarie”.
Tarea de esta nueva educación, que
tenga en cuenta la experiencia de la catástrofe, es liberar a la cultura de la
barbarie y, para ello, no bastan nuevas teorías pedagógicas, sino tener en
cuenta algunas lecciones aprendidas en los campos. Señalaría tres.
En primer lugar, que tuvo lugar un
crimen contra la humanidad, es decir, que la humanidad de la que nos
enorgullecemos salió disminuida de los campos. Jorge Luis Borges dice en un
memorable relato, titulado Deutsches Requiem, que allí murió la
compasión. Será por eso que nos puede, a los que vivimos después de aquello, el
sentido práctico o el cálculo (los filósofos dirán “la razón instrumental”).
Eso nos obliga estar atento sobre nosotros mismos. Sólo podemos dar lecciones
si nos ponemos en modo aprendizaje. Tenemos que ser conscientes de que somos
pobres en humanidad.
En segundo lugar, la banalidad del
mal. Esta expresión se la inventó una reportera insigne, Hanna Arendt, que
seguía en Jerusalén el juicio contra el dirigente nazi, Adolf Eichmann. El
proyecto nazi de exterminio del pueblo judío no se explicaba recurriendo al
odio (que no da para tanto) sino a la banalidad del mal, que no consiste, en
absoluto, en banalizar el crimen sino en señalar que cualquiera puede
convertirse en un criminal. La frontera entre el ser normal y el ser criminal es
muy delgada. Basta suspender el juicio y entregarse a los sentimientos para que
gente normal, como nosotros, acabe del lado de la barbarie. Primo Levi, que se
preguntaba qué hubiera hecho él en el lugar del alemán, se negaba a juzgar o condenar a nadie. Una educación responsable
no tiene que buscar tanto la empatía con la víctimas como preguntarse lo que
nos une con los victimarios. Por eso no puede haber complacencia ni con el
antisemitismo, ni con la xenofobia, y vigilar todos esos discursos que buscan
clientela azuzando sentimientos o bajas pasiones.
Hay
una tercera lección, a saber, enseñar a vivir y a morir. No somos seres
inmortales. En el gheto de Varsovia hubo un médico con
vocación pedagógica, Jan Korczak, que creó el primer hospital infantil de
Europa, una residencia para 200 niños huérfanos. Poco antes de que los niños
fueran llevados al campo de Treblinka, representaron El Cartero del Rey,
de Tagore. Algunos le preguntaron que cómo elegía precisamente allí una obra
como esa en la que un niño enfermo moría pensando que corría libremente.
Respondió que en la escuela también había que enseñar a los niños a morir. El
se lo enseñó con su vida pues se subió al tren, voluntariamente, para morir con
ellos en una oscura cámara de gas. La educación no es sólo transmisión de
conocimientos, sino también de virtudes cívicas. La lección de Korczak, como la
de Sócrates, es que la mejor forma de transmitirlas es con el ejemplo.
Recordar
Auschwitz es, además de honrar a las víctimas, aprender las lecciones del mayor
naufragio humanitario.
Reyes
Mate (El Norte
de Castilla, 1 de febrero 2020)