En el amable contraste de pareceres
que han oficiado en este periódico Miquel Iceta y Joan y Tardà se han deslizado
expresiones, a propósito de la inmersión lingüística del catalán, tales como
“lengua propia” o “lengua común”. Si fueran inocentes equivalentes de la
“lengua que se habla” no tendrían mayor importancia, pero que si se las toma en
su literalidad producen perplejidad porque pasaríamos de lo descriptivo a lo
normativo. Habría entones que preguntarse si existe una lengua propia o natural
o de la comunidad.
A esta pregunta filosófica responden
filósofos del lenguaje como Levinas o Derrida que no existe algo así como una
“lengua propia”. Bien es verdad que todos tenemos una lengua. En la pequeña
casa que es el mundo en el que cada cual nace hay una lengua que nos espera y
que se nos trasmite. Podemos decir que esa lengua es la de uno pero
difícilmente podremos decir que es una lengua propia. Esa lengua, en efecto, ya
estaba allí antes de que la habláramos. Y siempre nos es dada.
Si nos apropiamos de ella, traicionamos
el sentido originario de toda lengua y que no es otro que el de la
hospitalidad. Somos huéspedes de la lengua que hablamos. Un huésped ni se
apropia de la casa ni puede olvidar que está de paso. Puede, en efecto,
buscarse otra posada y hablar otras lenguas. Las lenguas, que son estrategias
de entendimiento, invitan al plurilingüismo y a la traducción.
Sería contradictorio defender una
lengua para separarla de otra. Esto ha ocurrido ciertamente pero no en nombre
de lengua alguna sino del poder político que utiliza el lenguaje en provecho
propio. Recordemos lo que respondió Nebrija a la reina Isabel de Castilla,
cuando aquél le presentó la primera gramática en castellano: “señora -le dijo a
la reina castellana que no sabía qué beneficio podía sacar de una lengua que
ella ya hablaba- la lengua acompaña al imperio”. La conquista se llevó a cabo
con las armas y con la lengua. Esta lección política volvió a tener otro
momento de esplendor en tiempos del romanticismo cuando las élites conservadoras
temblaron ante el proyecto napoleónico de conformar una Europa en base a los
ideales revolucionarios. De nuevo la política echó mano de la lengua para
erigirla en piedra angular de un “nuevo” orden político que era el de siempre.
Uno de los guías espirituales de ese movimiento romántico (la traducción
española de romanticismo es tradicionalismo) era el filósofo Gottfried Herder,
referencia obligada, según Jordi Pujol, del nacionalismo catalán. A la tríada revolucionaria
de libertad-igualdad-fraternidad oponía él su propia fórmula compuesta de sangre-tierra-religión
y lengua. De esta guisa el lenguaje perdía su potencial comunicativo en
provecho de intereses políticos conservadores.
Los constructores de la Torre de
Babel fracasaron en un intento de asaltar los cielos porque eran “de un mismo
lenguaje e idénticas palabras”, leemos en la Biblia. Gracias a ese afortunado
incidente la humanidad descubrió la pluralidad de lenguas. Dice Dante que las
distintas lenguas surgidas de Babel no fueron “la raíz de las identidades
nacionales” sino la condición necesaria para que surgieran la pluralidad y
singularidad de pensamientos y sentimientos.
Hablamos para entendernos en su
doble sentido de hacernos comprensibles y de lograr entendimiento. La política
descubrió que la lengua, además de esas funciones humanitarias, es una fuente
de poder. Cuando la política se impone a la lengua, no es precisamente porque
la ame.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 30
de diciembre 2019)