17/1/20

La hospitalidad de la lengua


            En el amable contraste de pareceres que han oficiado en este periódico Miquel Iceta y Joan y Tardà se han deslizado expresiones, a propósito de la inmersión lingüística del catalán, tales como “lengua propia” o “lengua común”. Si fueran inocentes equivalentes de la “lengua que se habla” no tendrían mayor importancia, pero que si se las toma en su literalidad producen perplejidad porque pasaríamos de lo descriptivo a lo normativo. Habría entones que preguntarse si existe una lengua propia o natural o de la comunidad.

            A esta pregunta filosófica responden filósofos del lenguaje como Levinas o Derrida que no existe algo así como una “lengua propia”. Bien es verdad que todos tenemos una lengua. En la pequeña casa que es el mundo en el que cada cual nace hay una lengua que nos espera y que se nos trasmite. Podemos decir que esa lengua es la de uno pero difícilmente podremos decir que es una lengua propia. Esa lengua, en efecto, ya estaba allí antes de que la habláramos. Y siempre nos es dada.

            Si nos apropiamos de ella, traicionamos el sentido originario de toda lengua y que no es otro que el de la hospitalidad. Somos huéspedes de la lengua que hablamos. Un huésped ni se apropia de la casa ni puede olvidar que está de paso. Puede, en efecto, buscarse otra posada y hablar otras lenguas. Las lenguas, que son estrategias de entendimiento, invitan al plurilingüismo y a la traducción.

            Sería contradictorio defender una lengua para separarla de otra. Esto ha ocurrido ciertamente pero no en nombre de lengua alguna sino del poder político que utiliza el lenguaje en provecho propio. Recordemos lo que respondió Nebrija a la reina Isabel de Castilla, cuando aquél le presentó la primera gramática en castellano: “señora -le dijo a la reina castellana que no sabía qué beneficio podía sacar de una lengua que ella ya hablaba- la lengua acompaña al imperio”. La conquista se llevó a cabo con las armas y con la lengua. Esta lección política volvió a tener otro momento de esplendor en tiempos del romanticismo cuando las élites conservadoras temblaron ante el proyecto napoleónico de conformar una Europa en base a los ideales revolucionarios. De nuevo la política echó mano de la lengua para erigirla en piedra angular de un “nuevo” orden político que era el de siempre. Uno de los guías espirituales de ese movimiento romántico (la traducción española de romanticismo es tradicionalismo) era el filósofo Gottfried Herder, referencia obligada, según Jordi Pujol, del nacionalismo catalán. A la tríada revolucionaria de libertad-igualdad-fraternidad oponía él su propia fórmula compuesta de sangre-tierra-religión y lengua. De esta guisa el lenguaje perdía su potencial comunicativo en provecho de intereses políticos conservadores.

            Los constructores de la Torre de Babel fracasaron en un intento de asaltar los cielos porque eran “de un mismo lenguaje e idénticas palabras”, leemos en la Biblia. Gracias a ese afortunado incidente la humanidad descubrió la pluralidad de lenguas. Dice Dante que las distintas lenguas surgidas de Babel no fueron “la raíz de las identidades nacionales” sino la condición necesaria para que surgieran la pluralidad y singularidad de pensamientos y sentimientos.

            Hablamos para entendernos en su doble sentido de hacernos comprensibles y de lograr entendimiento. La política descubrió que la lengua, además de esas funciones humanitarias, es una fuente de poder. Cuando la política se impone a la lengua, no es precisamente porque la ame.

Reyes Mate (El Periódico de Catalunya, 30 de diciembre 2019)