8/1/20

El Valle de los Caídos, un lugar de la memoria


            La exhumación de Franco ha llenado de titulares los informativos, los periódicos y las conversaciones. Y, ahora ¿qué? Había que sacar a Franco efectivamente de la Basílica del Valle de los Caídos por dos razones. La primera, que él construyó ese monumento funerario, de acuerdo con el decreto fundacional, para “los héroes y mártires de la Guerra de Liberación que hubieran muerto entre el 18 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939”. Y él murió en la cama cuarenta años después. La segunda, que su biografía no es, desde el punto de vista democrático, ni memorable ni ejemplar, sino un impedimento para la convivencia, ya que él simboliza la guerra y la violencia sobre el orden legítimo.

            Bien, pero una vez Franco fuera ¿qué hacer con el Valle de los Caídos? La comisión de expertos, de la que formé parte, podría servir de guía. El mandato que se nos dio fue “hacer propuestas positivas para transformar el Valle en un lugar de memorias compartidas que ayudaran a la convivencia”. Es decir, se nos pedía convertir Cuelgamuros en un lugar de la memoria.

            En España hay ciertamente muchos monolitos que recuerdan sacas o fusilamientos de los golpistas, y hay placas a las puertas de algunos conventos que conmemoran el asesinato de religiosos. Pero esos recordatorios no son lugares de la memoria porque ésta exige que descendientes de un lado y otro puedan acudir a ese lugar y encontrar allí un mensaje que permita superar la violencia cainita.

            Hicimos una propuesta concreta de reconciliación pero lo importante es captar el espíritu que anima esa figura tan desconocida llamada “lugar de la memoria”. Para entenderla tengamos en cuenta que la memoria es, ante todo, “nunca más”, es decir, encierra la idea de que debe servir para acabar un modo de entender la política que lleva al fratricidio y empezar otro que esté basado en el reconocimiento del otro. Es verdad que la memoria es también recuerdo de las víctimas y voluntad de hacerles justicia. Pero ese recuerdo no puede traducirse por resentimiento, ni esa justicia debida a las víctimas puede impedir dar una segunda oportunidad a quienes cometieron la injusticia (¿acaso no es eso una forma eminente de perdón?). Lo que quiero decir es que ese momento del recuerdo de las víctimas y de la justicia debida están al servicio del gran objetivo de la memoria: que la historia no se repita.

            Ese objetivo es muy exigente. Exige, en efecto, por parte de todos un paso al frente. Los que recurrieron a la violencia para solucionar un problema político o social tienen que reconocer que la guerra fue un fracaso colectivo. Es verdad que no es lo mismo dar un golpe de Estado que defender el orden constitucional, pero el mensaje que mandan los muertos, “ya sin odio ni rencor” como decía Azaña, es que ese sufrimiento es injustificable.

            Pero no sólo los que convocaron la guerra tienen que asumir sus responsabilidades, también las víctimas. Esto puede parecer un despropósito y por eso merece ser bien explicado. No se trata de culpabilizar a las víctimas, por supuesto, sino de entender el alcance de su mirada. No se debería entender esa mirada como una condena de quien le ofendió sino de la política (o de la forma de construir la historia) que llevó a esa situación de odio e impotencia. Si me permito plantearlo así es porque me apoyo en Primo Levi, testigo ejemplar y víctima de la barbarie, que se negaba a juzgar y condenar a nadie porque se preguntaba qué hubiera hecho él en lugar del otro y, también, de acuerdo con la tradición talmúdica, porque estaba convencido que si todos hubiéramos hecho lo justo no habría habido lugar para la barbarie. Por eso la víctima se negaba a juzgar añadiendo, eso sí, que juzgáramos nosotros, los oyentes o lectores. Pero, nos podemos preguntar, ¿qué justicia podemos impartir nosotros? No podemos desde luego juzgar o condenar a aquellos que él mismo no juzgó ni condenó. Lo que sí podemos y debemos es juzgar la historia y condenar esa forma de hacerla que camine sobre el sufrimiento de los demás.

            Fieles a ese espíritu hicimos una propuesta de reconciliación que constaba de los siguientes puntos: un relato sobre las razones de ese monumento  y de cómo se hizo (que resulta sobrecogedor por su mezquindad y revanchismo); un mural, semejante al del Parque de la Memoria de Buenos Aires, con los nombres de los 33.000 restos mortales para recordarles individualmente; una actuación artística en la explanada que recordara el sufrimiento de los republicanos y equilibrara el peso simbólico de la basílica; un centro de estudios sobre la dolorosa historia de los españoles. Y todo envuelto en un clima de recogimiento para que el visitante pudiera meditar sobre nuestra historia cainita y el modo de superarla.

             Había además otro factor que jugó un papel decisivo en esta resignificación de un templo excluyente en un lugar incluyente: la dificultad, insuperable en la mayoría de los casos, de identificar técnicamente los restos mortales. Dado que todos esos nombres estaban llamados a compartir el mismo espacio ¿por qué no entender esa circunstancia como una invitación a meditar sobre nuestra historia cainita para intentar superarla?

            Entonces, no se quiso o no se pudo entender nuestra propuesta. Ojalá ahora sea posible.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 2 de Noviembre 2019).