La exhumación de Franco ha llenado
de titulares los informativos, los periódicos y las conversaciones. Y, ahora
¿qué? Había que sacar a Franco efectivamente de la Basílica del Valle de los
Caídos por dos razones. La primera, que él construyó ese monumento funerario,
de acuerdo con el decreto fundacional, para “los héroes y mártires de la Guerra
de Liberación que hubieran muerto entre el 18 de julio de 1936 y el 1 de abril
de 1939”. Y él murió en la cama cuarenta años después. La segunda, que su
biografía no es, desde el punto de vista democrático, ni memorable ni ejemplar,
sino un impedimento para la convivencia, ya que él simboliza la guerra y la
violencia sobre el orden legítimo.
Bien, pero una vez Franco fuera ¿qué
hacer con el Valle de los Caídos? La comisión de expertos, de la que formé
parte, podría servir de guía. El mandato que se nos dio fue “hacer propuestas
positivas para transformar el Valle en un lugar de memorias compartidas que
ayudaran a la convivencia”. Es decir, se nos pedía convertir Cuelgamuros en un
lugar de la memoria.
En España hay ciertamente muchos
monolitos que recuerdan sacas o fusilamientos de los golpistas, y hay placas a
las puertas de algunos conventos que conmemoran el asesinato de religiosos.
Pero esos recordatorios no son lugares de la memoria porque ésta exige que
descendientes de un lado y otro puedan acudir a ese lugar y encontrar allí un
mensaje que permita superar la violencia cainita.
Hicimos una propuesta concreta de
reconciliación pero lo importante es captar el espíritu que anima esa figura
tan desconocida llamada “lugar de la memoria”. Para entenderla tengamos en
cuenta que la memoria es, ante todo, “nunca más”, es decir, encierra la idea de
que debe servir para acabar un modo de entender la política que lleva al
fratricidio y empezar otro que esté basado en el reconocimiento del otro. Es
verdad que la memoria es también recuerdo de las víctimas y voluntad de
hacerles justicia. Pero ese recuerdo no puede traducirse por resentimiento, ni
esa justicia debida a las víctimas puede impedir dar una segunda oportunidad a
quienes cometieron la injusticia (¿acaso no es eso una forma eminente de
perdón?). Lo que quiero decir es que ese momento del recuerdo de las víctimas y
de la justicia debida están al servicio del gran objetivo de la memoria: que la
historia no se repita.
Ese objetivo es muy exigente. Exige,
en efecto, por parte de todos un paso al frente. Los que recurrieron a la
violencia para solucionar un problema político o social tienen que reconocer
que la guerra fue un fracaso colectivo. Es verdad que no es lo mismo dar un
golpe de Estado que defender el orden constitucional, pero el mensaje que
mandan los muertos, “ya sin odio ni rencor” como decía Azaña, es que ese
sufrimiento es injustificable.
Pero no sólo los que convocaron la
guerra tienen que asumir sus responsabilidades, también las víctimas. Esto
puede parecer un despropósito y por eso merece ser bien explicado. No se trata
de culpabilizar a las víctimas, por supuesto, sino de entender el alcance de su
mirada. No se debería entender esa mirada como una condena de quien le ofendió
sino de la política (o de la forma de construir la historia) que llevó a esa
situación de odio e impotencia. Si me permito plantearlo así es porque me apoyo
en Primo Levi, testigo ejemplar y víctima de la barbarie, que se negaba a
juzgar y condenar a nadie porque se preguntaba qué hubiera hecho él en lugar
del otro y, también, de acuerdo con la tradición talmúdica, porque estaba
convencido que si todos hubiéramos hecho lo justo no habría habido lugar para
la barbarie. Por eso la víctima se negaba a juzgar añadiendo, eso sí, que
juzgáramos nosotros, los oyentes o lectores. Pero, nos podemos preguntar, ¿qué
justicia podemos impartir nosotros? No podemos desde luego juzgar o condenar a
aquellos que él mismo no juzgó ni condenó. Lo que sí podemos y debemos es
juzgar la historia y condenar esa forma de hacerla que camine sobre el
sufrimiento de los demás.
Fieles a ese espíritu hicimos una
propuesta de reconciliación que constaba de los siguientes puntos: un relato
sobre las razones de ese monumento y de
cómo se hizo (que resulta sobrecogedor por su mezquindad y revanchismo); un
mural, semejante al del Parque de la Memoria de Buenos Aires, con los nombres
de los 33.000 restos mortales para recordarles individualmente; una actuación artística
en la explanada que recordara el sufrimiento de los republicanos y equilibrara
el peso simbólico de la basílica; un centro de estudios sobre la dolorosa
historia de los españoles. Y todo envuelto en un clima de recogimiento para que
el visitante pudiera meditar sobre nuestra historia cainita y el modo de
superarla.
Había
además otro factor que jugó un papel decisivo en esta resignificación de un
templo excluyente en un lugar incluyente: la dificultad, insuperable en la
mayoría de los casos, de identificar técnicamente los restos mortales. Dado que todos esos nombres estaban llamados a compartir el
mismo espacio ¿por qué no entender esa circunstancia como una invitación a meditar
sobre nuestra historia cainita para intentar superarla?
Entonces, no se quiso o no se pudo
entender nuestra propuesta. Ojalá ahora sea posible.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 2 de Noviembre
2019).