Pedro Berruguete es el autor de un cuadro titulado “Santo Domingo y los albigenses” en el que Domingo de Guzmán y los suyos se enfrentan a un grupo de cátaros. Les separa y les convoca una hoguera en la que arden libros. Está claro que quieren dirimir la verdad de sus doctrinas recurriendo a la prueba del fuego. La atención se centra en un libro, el de la verdad, que vuela por los aires, salvado de la quema. Lo que llama la atención de los presentes no es que se quemen libros sino que uno se salve, como si todo libro fuera, de entrada, sospechoso, salvo que demuestre lo contrario.
El libro lleva el peligro en su ADN. Según cuenta el Talmud, un libro es tal “si contiene 85 letras”. Y ¿por qué esas y no diez más? Pues porque en hebreo el número 85 se transcribe con las letras Pé y Hé que juntas significan “boca”. La suma de letras alcanza la dignidad de libro cuando hablan, si hacen hablar. Un libro sólo merece ese nombre cuando es leído por un lector que le da vida porque le hace decir lo que ni siquiera estaba escrito. Es entonces cuando la escritura adquiere vida propia pues sirve al lector como escalera para expresar sus propias vivencias. Luego podrá tirarla sin que eso signifique que quede sólo o perdido. En ese momento él ya tiene un mundo incorporado. Sus ojos están cargados de una nueva potencia con la que ver y juzgar lo que está pasando.
Lo que hace al libro ser tan peligroso es que no sólo enriquece informando sino que alimenta la visión propia de las cosas. Leemos un libro sobre historia de la Guerra Civil y aprendemos mucho sobre lo que ocurrió. Con ser eso mucho, no lo es todo. También podemos hacernos una idea sobre vencedores y vencidos que puede modificar nuestro juicio sobre las personas de nuestro entorno o sobre los dirigentes que tenemos, vinculados de una manera u otra a ese pasado. El libro, que también viene de libre, siempre hace honor a su nombre.
Cuando la masa crítica de lectores crece, el poder de turno tiene que ocuparse de los libros. Y nada tan eficaz como la prueba del fuego. Se equivocan los que dicen que los libros arden mal. Sólo se salvan los que pueden recurrir al milagro y, como los inquisidores bien saben, el único milagro eficaz es no tener que necesitarle. Por la hoguera han pasado las bibliotecas más famosas del mundo, desde la mítica de Alejandría hasta la de Don Quijote. Ha habido pirómanos santos, como Luis IX de Francia, y herejes, como Savonarola. La pira más comentada del siglo XX fue la organizada por Göbbels el 10 de mayo de 1933. Pidió a los jóvenes alemanes que seleccionaran en sus casas particulares o en los lugares de estudio, aquellos libros malditos que atentaban contra el superior sentimiento alemán, aunque fuera en nombre de la inteligencia, para proceder con ellos a un auto de fe en cada rincón del país. Un corresponsal español en Berlín, González Ruano, se frotaba las manos de gozo al ver que los nazis alemanes aplicaban con tanta diligencia la medicina que la Inquisición española siempre recomendó para acabar con el embrujo de los libros: la prueba del fuego. El ejemplo cundió. El 1 de mayo de 1939, para celebrar el triunfo de Franco sobre la República, los jóvenes falangistas de la Universidad Central de Madrid también levantaron su pira funeraria para reducir a cenizas el espíritu de Rousseau, Voltaire, Marx o Freud y de todo cuanto pudiera iluminar las sombras que acababan de llegar para quedarse.
España es uno de los países que más libros edita pero de los que menos lee. Esta pereza lectora viene de atrás. En La elección de los alcaldes, de Miguel de Cervantes, alguien pregunta al candidato, Humillos, si sabe leer: “No, por cierto”, responde éste, “ni tal se probará que en mi linaje haya persona, tan de poco asiento, que se ponga a aprender quimeras que llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana”. Humillos sabe que la lectura lleva a la muerte o a ser un proscrito, por eso él, siendo analfabeto pero de buen linaje, está dispuesto a llegar a lo más alto, “a ser un senador romano”. Y así nos ha ido. La inteligencia y el sentido crítico han tenido que avanzar sorteando las trampas del orgullo nacional.
A Teresa de Ávila, lectora empedernida, también la atacaron por el flanco de los libros. Tenía en su poder unos pocos que eran los que realmente la inspiraban. Libros de conversos y también algunas traducciones en romance de fragmentos de las Escrituras, debidamente expurgadas por la autoridad competente. De repente, todos fueron prohibidos. Protestó como pudo, interiormente, y sólo oyó una voz que le dijo desde lo alto: “no tengas pena que yo te daré un libro vivo”. Mientras los funcionarios de la Iglesia secuestran las Escrituras Sagradas, el patrón del barco la tranquiliza diciendo que a cambio recibirá un libro mejor. La suerte del libro, de todo libro, es que sobrevive a su propia destrucción. El libro es indestructible porque una vez que ha sido leído y que ha quedado metabolizado en parte del lector, trasciende las páginas de papel en que ha sido editado. Se cuenta de un maestro hasídico, que vivió en Bratislava en el siglo XVIII, que, preguntado un día sobre lo que era un libro, no encontró mejor respuesta que quemar uno. De ese libro no nos queda más que el título, El Libro quemado, y la tarea de descubrir por qué la esencia de un libro consiste en ser quemado. No lo hizo evidentemente para justificar la quema de libros sino para explicar, a través de esta ocurrencia extrema, que un libro para serlo tiene que contener más de lo que aparece, a saber, esa capacidad de hacer hablar, de iluminar las oscuridades del lector, de encender nuevas inquietudes, de descubrir otros mundos. En esto el rabino eslovaco coincide con la reformadora abulense. El libro sobrevive al fuego.
El viejo pleito entre el libro y el poder sigue. Quién sabe si lo que hoy amenaza al libro no es que no haya, sino que sobre. Resulta preocupante que los anaqueles de las librerías, sobre todo en las grandes superficies, se llenen con títulos irrelevantes. Por supuesto que todo libro debe de tener su sitio, pero el lector tiene que tener siempre a mano un ejemplar del libro quemado.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 9 de mayo 2021)