Pasan por el televisor imágenes de
vírgenes y cristos sevillanos varados en sus nichos mientras el locutor comenta
compungido lo mal que les está yendo a bares y restaurantes. Otros años, cuando
la inclemencia del tiempo impedía salir a La Macarena por las calles para ser
aclamada por sus fervorosos seguidores, la noticia era la tristeza del encierro
de unos vistosos pasos, mimados por sus cofrades durante meses para ser
exhibidos triunfalmente en las procesiones. Dolía entonces la Semana Santa, o
eso parecía, pero ahora vemos que lo que escuece de verdad es el negocio.
Llegados a este punto sería fácil
deslizarse por consideraciones morales sobre lo poco que se vive la Pasión de
Cristo en la Semana Santa. Sería injusto porque seguro que son muchos los que
viven sus procesiones con sentido religioso. Por eso hay que trasladar la
mirada hacia otro lugar más pedestre. Hay que proyectarla sobre la razón que
motiva y moviliza al español de a pie, a lo que le saca de casa, pues es ahí
donde le esperan los políticos para darle gusto y los empresarios para hacer
caja.
Hace unos días fue noticia la
decisión de Iñaki Gabilondo, uno de los pocos periodistas capaz de crear
opinión pública, de retirarse del día a día, hastiado del ruido que envuelve la
vida política española. No soporta que políticos y tertulianos traten los
asuntos más serios –como la cuestión catalana o el empleo de los fondos
europeos- con la frivolidad de una trifulca tabernaria, elevada, eso sí, a
debate teológico por el dogmatismo de cada ocurrencia. En un momento le preguntan
por el momento en que esta España nuestra, aparentemente moderna y europea,
perdió el tren de la decencia. Dice, sorpresivamente, que cuando “creyó que se
había hecho rica”. España ha sido secularmente un país pobre que había vivido
con estrecheces hasta cuando éramos los reyes del mundo. De repente nos
sentimos tan ricos y modernos como los países de nuestro entorno. Ahí lo
echamos todo a perder porque no mejoramos creciendo cualitativamente –mejorando
la productividad y la profesionalidad, aumentando el valor añadido que
proporciona la investigación, buscando el equilibrio entre tradición y
modernización, respetando el medio ambiente- sino liberalizando el suelo,
fabricando ladrillos, poniendo el país en venta, en una palabra, convirtiendo la
patria en un casino. Nos hemos buscado un atajo que ha resultado ser una
trampa.
Hemos reaccionado ante Semana Santa
igual que ante la pandemia: llevando la mano al pecho, pero al lado donde está
la cartera. Y damos a ese gesto un valor teológico porque entendemos que la
vida está en las patatas bravas. Los que defienden el trasiego gastronómico y
la agitación turística, lo hacen, dicen, para salvar la cultura o la salud
mental, es decir, la vida del espíritu. Para estos extraños salvadores el almario
del español es la cantina.
No es la primera vez que ocurre. En
el siglo XIX el gobierno polaco rompió la clausura del gueto hebreo,
autorizando a los judíos a abrir negocios por todo el país. Fue su perdición. Estos
se hicieron con todas las destilerías del país y aquello no lo soportó el
polaco de a pie porque su tradición les decía que el alma eslava se conserva en
una jarra de cerveza. Y eso resultó efectivamente fatal para los judíos porque
¿cómo iban a soportar los polacos que sus almas fueran propiedad de unos
extraños? Nosotros también hemos convertido el país en un casino; las iglesias
y los teatros, en aceras llenas de mesas; y el museo de referencia no es El
Prado sino el del jamón.
Por eso, para esta nueva liturgia,
las calles vacías tienen algo de obsceno, no sólo por falta de procesiones sino
porque el silencio es una ofensa al culto a la vida. Una sesuda pluma escribía
recientemente que la gastronomía es “referente de la vida cotidiana e índice de
la vitalidad de una ciudad”. Eso explicaría el papel social que ahora juegan
los cocineros: han salido de los fogones para llamar a las puertas de las
academias.
Es evidente que todo el mundo tiene
derecho a vivir, que la pandemia está dejando al sector maltrecho y que no
puede quedar desatendido. Pero el problema no es si necesitan ayuda, que la
necesitan, sino si el almario español es una taberna o, dicho de otra manera,
si el futuro hay que construirle partiendo de las calles despejadas que nos ha
impuesto la pandemia o de las aceras transformadas en terrazas. La calle
despejada es una metáfora de un tráfico más fluido, de aceras hechas para
pasear y no correr, de un estilo de vida menos agitado. Eso tiene un precio.
Supone un cambio en el modo de vivir, de trabajar y de generar riqueza.
Decían en la Castilla medieval que
sus gentes “no hacen cosas que exijan ingenioso esfuerzo”. Se prefería trabajar
mirando al sol, de ahí la preferencia por el cultivo del secano. Hoy se cultiva
ciertamente el regadío pero algo queda de la crítica medieval en el hecho de
que la principal fuente de riqueza sea el sol y la playa, con la particularidad
de que las playas no se encuentran en la meseta castellana. Ese “ingenioso
esfuerzo” que escasea en nuestra forma de producir riqueza se llama ahora
“valor añadido”, un plus que es el resultado de una mejor formación porque sólo
se consigue con ingenio, es decir, con más conocimiento, con mejor educación y
mayor investigación.
En algún momento tendremos que
reconocer que es más rentable invertir en investigación que en hacer una
autopista. Uno de los más prestigiosos virólogos españoles, Luis Enjuanes, ha
recibido dos millones de financiación frente a los 2.600 millones que manejó
Pfizer. Aún así su prototipo de vacuna sigue adelante con buenas expectativas.
Talento no falta, pero sigue mandando el exabrupto de Unamuno “¡que investiguen
ellos!”. Aquí, en casa, se sabe pero no se puede.
Este es el momento de cambiar de
rumbo porque concurren dos circunstancias imprevistas; una impuesta por la
covid19 que ha torpedeado la economía terrácea. Como no parece que todo ese
destrozo en el sector pueda recomponerse, habrá que hacerse socios de la
sociedad del conocimiento. Y, otra, voluntaria. Me refiero al plan de ayuda de
la Unión Europea que permite financiar lo que por las buenas nunca haríamos.
Ahora hay que intentarlo.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 11 de abril 2021)