Estamos ante un texto escrito por un
historiador con sentido de la memoria. Eso le permite afirmar, por ejemplo, que
la política de la memoria que administró la dictadura “resultó funcional (para
la transición que se quería), pero disfuncional para la democracia”. En esa
frase el historiador se permite un juicio
crítico sobre la historia que se nos ha transmitido (y que nos ha
condicionado) porque tiene en cuenta la memoria. Y, un poco más adelante,
reconoce que “el movimiento asociativo memorialista en España ha puesto boca
arriba todo el proceso y cuestionado, como no podía ser menos, el pacto de
olvido de la transición, entendiendo que se hicieron concesiones
inconcebibles”. Lo que está dando a entender es que, al haber hecho las cosas
así, se impone ahora “una revisión política e historiográfica que sólo es
posible reconstruir a través de las
fuentes orales y la memoria. De esta manera se ha tenido que superar la
negativa de algunos historiadores que no reconocen valor y nivel de
conocimiento válido y riguroso a la memoria como fuente histórica”. Está ahí
señalando la novedad del planteamiento pues se distancia de otro tipo de
historiadores que separan nítidamente el campo de la historia y el de la
memoria. En algún momento interpreta esa diferencia en el modo de entender el
oficio de historiador en términos generacionales. Este tipo de historia
anamnética, viene a decir, sería propio de la generación de los nietos mientras
que la otra, de los padres.
Convendría detenerse en el alcance
de esa novedad porque si algo ha caracterizado la lectura del pasado en España
es la dureza de la confrontación entre historiadores de viejo cuño y pensadores
(filósofos o historiadores) que no renunciaban a la hora de leer el pasado al
peso de la memoria. Normalmente se resolvía ese conflicto en términos de orientación
política: los críticos de la transición estarían del lado de la memoria y sus
defensores, del de la historia. Pero lo que se desprende del trabajo de García
Colmenares es que el asunto es mucho más profundo. Lo que está en juego no es
la orientación política del historiador sino la concepción misma de la
historia. No es lo mismo una historia que descarte la memoria que otra que la
tenga en cuenta. Son dos concepciones distintas de la historia.
Es inevitable en este caso convocar
la autoridad de Walter Benjamin. Este sorprendente pensador judío pasa por ser
el gran teórico de la memoria. Pero se le suele representar
equivocadamente como si se hubiera
construido, al margen de las grandes teorías sobre concepción de la realidad y
su comprensión, una singular mansión, ocurrente y hasta brillante, que les
sirviera a aquellas de ornamento. Vamos, como si la historia o la ética o la
epistemología o la hermenéutica, pudiera seguir a su aire, indiferente al
aguijón de la memoria. Nada de eso. Por ceñirnos a la concepción de la
historia, la teoría benjaminiana de la memoria supone un revolcón epocal de la
historia. Recordemos que el texto que podríamos considerar como su gran tratado
sobre la memoria lleva por título “Sobre el concepto de historia”, cuando lo
lógico sería “Sobre el concepto de memoria”. La intención de Benjamin es clara:
no quiere proponer una lectura del pasado ajena a las exigencias de la
historia, sino, por el contrario, mejorar la historia conocida. Propone una
mejor lectura del pasado, una intención que queda explícita cuando dice “que
nada se pierda”. Porque algo de realidad se pierde en la lectura que hace la
historia. La historia que conocemos se siente muy ufana de su rigor porque “se
atiene a los hechos”, de ahí su halo de cientificidad o algo parecido. No
persigue las vivencias subjetivas, por ejemplo, sino algo tan sólido como los
hechos. Pero ¿qué son los hechos? Un “hecho” es el pretérito perfecto del verbo
hacer. Un pretérito perfecto es, literalmente, un pasado que se ha logrado.
Pero ¿qué pasa con los proyectos que no se logran? La tentación de declararlos
in-significantes es grande. Es lo que ha hecho la razón científica a la que
sólo le interesan los hechos. Pero hoy sabemos que para lograr un hecho hay que
exponerse a muchos fracasos. De la realidad forman parte los hechos, por
supuesto, pero también los no-hechos. No hay que confundir realidad con
facticidad. Dando un paso más, podemos decir, con Hegel, que los no-hechos
soportan a los hechos, que a la historia triunfal subyace una historiad de los
vencidos, que el progreso es inexplicable sin las víctimas que provoca. El
filósofo Theodor Adorno calificaba a esa historia subyacente de “historia del
sufrimiento”. Y de ella se ocupa la memoria.
Esta ambición epistémica de la
memoria como historia (o de una historia entendida anamnéticamente) le hace
poca gracia al historiador de oficio, de ahí que la haya declarado la guerra. Y
se entiende su malestar. No se pueden oír sin rechistar enunciados como los que
va soltando Benjamin en esa veintena de fragmentos que componen sus Tesis sobre
el concepto de historia. Dice, por ejemplo, que “la memoria abre expedientes
que la historia da por acabados” o que “pretender contar las cosas como
realmente han sido es el mayor narcótico de
nuestro tiempo” o que “el carácter científico de la historia se compra
desechando lo memorable. El silenciamiento de los ecos y lamentos del pasado
que lleva a cabo el historiador en nombre de la actualización del pasado
certifica el precio que tiene que pagar la historia científica al presente”.
Aquí
hay mucho en juego y el mérito de este libro es el de abrir el debate sin
titulares provocadores. Se pregunta, por ejemplo, el autor por lo que implica
esta historia memorial y dice sencillamente que hacer valer el testimonio oral
y plantearse la justicia transicional. Constata que al historiador de oficio
esto del testimonio oral no le suena a documento. Donde esté un papel que se
quite la voz. Pero hay papeles falsos como hay “langue de bois” o voces huecas.
En ambos casos habrá que someter el testimonio a comprobación. De todas
maneras, hacer valer la autoridad de un testimonio es algo más que reconocerle
su status de documento. El testimonio puede, en determinadas circunstancias,
revelar algo que escapa a los documentos. Estoy pensando en Z. Gradowsky, un
Sonderkommando de Auschwitz, que se jugó la vida para dejarnos algunos papeles
escritos a modo de testamento, convencido de que “los historiadores del futuro
podrán decir cómo moríamos pero nunca adivinarán cómo vivíamos”. Eso sería el
secreto de la memoria.
La memoria es la abogada de esa
parte oculta de la realidad. Lo suyo no es sólo constatar que existe sino darla
significación o visibilidad. Es lo que se quiere decir cuando se sostiene la
tesis de que la memoria no es sólo sentimiento sino también conocimiento. Su
fuerte consiste en poder conocer la parte de la realidad que escapa a la
ciencia o a la historia. Esta dimensión cognitiva de la memoria es lo más
difícil de digerir. Podemos aceptar que la memoria de las víctimas, por
ejemplo, sea una lectura moral del pasado, en el sentido de que lleve consigo
hacerse cargo de la injusticia que se cometió con la víctima. Hasta ahí se
puede llegar, pero aceptar que la memoria sea conocimiento, eso ya es harina de
otro costal.
Como eso es precisamente lo
fundamental de la memoria, conviene detenerse un momento. Lo que nos sale de
una manera espontánea es pensar que la memoria es un sentimiento. Eso lo dice
el historiador para quien la lectura rigurosa del pasado es asunto de la
historia mientras que propio de la
memoria es la vivencia subjetiva de ese pasado. Pero también lo dice o, mejor,
lo ha dicho durante siglos el filósofo que situaba la memoria en la zona de los
sentidos internos, y los sentidos producen sentimientos pero no conocimientos.
Su elevación al rango del conocimiento es una conquista del siglo XX debido,
entre otras causas, a la entrada en escena del pueblo de la memoria, justo en
el momento en que se hacía visible el fracaso de una racionalidad moderna que
confundía realidad con facticidad. Hay que decir, sin embargo, que la
complicidad entre memoria y conocimiento había estado siempre presente de
alguna manera. ¿No decía Platón que la razón es anamnesis? Y hasta su realista
discípulo, Aristóteles, sostenía la provocadora tesis de que “hay más verdad en
la poesía que en la historia” porque la historia trata de hechos mientras que
la poesía tiene en cuenta lo que fue (memoria) o lo que pueda ser (utopía). Y
algo de esto barruntaba Martin Heidegger cuando hacía derivar el concepto
“pensar” de una palabra arcaica, “Gedanc”, que lleva en su raíz la referencia a
la memoria (“Gedächtnis”). A partir de ese momento el destino del pensamiento
iba ligado al tiempo y, por tanto, a la memoria.
Recordemos que la crisis de
racionalidad que supuso la Primera Guerra Mundial se llevó por delante la
autoridad del presente. Para la razón moderna ilustrada sólo existe el
presente, decía Hegel, lo que es tanto como decir que es una racionalidad
atemporal porque si nada pinta ni el pasado ni el futuro, el presente queda
situado fuera del tiempo. Ahora bien, si queremos hacer valer el pasado y el
futuro, hay que pensar un tipo de logos-con-tiempo. Y eso es la memoria: la
nueva encarnación del logos. El sentido del presente no estaría por tanto en él
sino en su pasado y en su futuro. Imaginemos que estamos hablando de la
democracia española. Si queremos medir su calidad no bastaría con recurrir a
los índices de transparencia o de corrupción o de resultados educativos que
emiten organismos internacionales. Habría que mirar al pasado y analizar en qué
medida la democracia actual se hacer cargo de las injusticias pasadas. Con el
añadido de que sólo haciendo presente esa deuda pendiente la democracia que
dejemos a nuestros descendientes no será una prolongación de la presente sino
una cualitativamente mejor. Ahí se ve que la memoria no es un añadido o
complemento a la historia, por ejemplo, sino otra forma de hacer historia
porque es otra forma de entender la racionalidad que debe animar toda práctica
científica, también la historia. El
carácter anamnético de la memoria no consiste sólo en reconocer el valor
documental del testimonio, sino en entender la historia de otro modo.
El autor menciona como segundo
elemento característico de una concepción memorial de la historia, poder hablar
de la justicia transicional. Más allá del alcance jurídico de esta figura, lo
que se quiere dar a entender es que el nuevo historiador no es indiferente a
los problemas morales (y jurídicos) con los que se topa en su lectura del
pasado. Obliga a una lectura moral del pasado. La presencia de la memoria en la elaboración histórica obliga a
plantearse de una manera nueva la relación de la historia con la verdad y la
justicia. Ahora resulta que los actores de la historia se nos presentan como ejecutores,
víctimas o testigos, es decir, no como meros objetos de análisis. Esto
desasosiega a los historiadores, solicitados incluso por tribunales de justicia
para que determinen la culpabilidad o inocencia de los actores. Se hace verdad
el dictum hegeliano Die Weltgeschichte als Weltgericht (la historia como
tribunal del mundo). Muchos historiadores se han negado a ese papel aduciendo
que el historiador no es un juez. Su papel no consiste en juzgar sino en
comprender. Lo suyo no es dictar sentencia, sino establecer la verdad de los hechos.
Ahí hay un problema efectivamente. Quizá sea de ayuda lo que dijo Charles Peguy
a propósito del affaire Dreyfus: “la historia no emite sentencias judiciales;
hasta se puede decir que no pronuncia ni siquiera juicios históricos. Lo que
hace es elaborar juicios históricos. Siempre está elaborándolos”. La historia
no hace juicios sino que suministra material para hacerlos. Lo que pasa es
que en la elaboración de esos juicios
históricos no pueden faltar las voces de las víctimas porque si se acallan, en nombre
de la objetividad de la lectura, entonces daríamos razón a quienes acusan a la
historia de ser el relato de los vencedores.
Porque la memoria es conocimiento y no sólo sentimiento
es por lo que el concepto de “deber de memoria” casa con re-pensar y no sólo
con re-cordar. Por eso no se sostienen las críticas al “deber de memoria” que
pierden de vista el verdadero plano del debate, que es el epistémico y no sólo
el moral. Lo que se debate no es tanto si hay que recordar y cómo a las
víctimas, cuanto cómo pensar y construir el mundo después de la barbarie. Ese concepto de
“deber de memoria” o, como prefiere decir Adorno “Nuevo Imperativo Categórico”,
nace en el momento de liberación de los campos de exterminio, cuando la
humanidad toma conciencia de que ha ocurrido lo impensable
Deber de memoria no significa tener que acordarnos periódicamente del
sufrimiento que tuvieron que soportar los deportados en los campos de
concentración o de exterminio. Consiste, más bien, en tomar conciencia de lo
que significa la expresión “aquello fue impensable”. Ocurrió efectivamente lo
nunca visto, lo impensable, lo inimaginable: hacer desaparecer a todo un pueblo
por el mero hecho de ser diferente sin dejar rastro físico para que no hubiera
posibilidad de reconstruirle metafísicamente. Aquello fue lo que ocurrió. Y
¿qué pasa cuando ocurre lo impensable? Pues que lo ocurrido se convierte en lo
que da que pensar. Pensar bien es una reflexión sobre lo ocurrido o, si se
prefiere, un proceso cognitivo que no arranca de premisas o principios sino de
lo ocurrido.
El deber de memoria es un imperativo
teórico que afecta en primer lugar a nuestro modo de conocer. Una cura de
humildad porque lo que se nos está diciendo es que no podemos fiarnos de
nuestras habilidades cognitivas para prever lo que pueda ocurrir o para
interpretar lo ocurrido partiendo de categorías anteriores. Nuestros conceptos,
aprendidos en los libros, quedan desbordados y nuestros sistemas de
conocimiento, descosidos. Hay que rehacer nuestro universo mental partiendo de
lo que hemos hecho aunque no fuéramos capaces de pensarlo. Lo ocurrido es lo
que da que pensar. Y llamamos a eso “deber de memoria” porque ese pasado
ocurrido e impensable es la cita obligada para la reconstrucción de otra forma
de pensar y de realizar la historia. “El deber de memoria” despide un tipo de
epistemología que creía poder adelantar la realidad pensando bien. Fin del mente
concipio motum de Galileo. Decía el sabio italiano que él prescindía
totalmente de los movimientos reales que
hacen los cuerpos y que, cerrando los ojos a esos movimientos efectivos que
percibimos con los sentidos, construía en su mente, con el puro pensamiento,
los movimientos de la realidad. Eso ya no es posible en el campo de la historia
y de la acción humana.
¿Qué consecuencias prácticas se
derivan de todo esto? Las consecuencias van en dos direcciones: hacia adelante
y hacia atrás. Hacia adelante, el deber de memoria nos impone pensar de nuevo
las piezas que conforman la historia (la política, el derecho, la ética, la
estética, la religión…) partiendo de la barbarie. En el horror murió no solo el
judío sino parte de nuestra cultura. Primo Levi, por ejemplo, decía que en los
campos no valía la ética de la buena conciencia que mandaba y manda. Había que
repensar la ética porque con la que tenemos -la kantiana o la habermasiana-
tendríamos que juzgarles y condenarles. Benjamin, por su lado, cuestionaba la
lógica del progreso, piedra angular de la política moderna. Decía que progreso
y fascismo se dan la mano. Habría que pensar una política que no fuera
progresista. Adorno, por su parte, se preguntaba cómo hace poesía después de
Auschwitz. El tribunal de Nurenberg tuvo que inventarse una nueva figura
jurídica para aproximarse a lo ocurrido y por eso hablamos de genocidio y de
imprescriptibilidad, algo inédito. Son todas expresiones de ese “deber de
memoria”. Los filósofos también estamos emplazados a pensar con imaginación y
dejar de arrastrarnos por lugares trillados. Tengamos bien en cuenta que mirar
hacia adelante no es una invitación a construir utopías sino a pensar con
memoria.
El “deber de memoria” también mira
hacia atrás. La irrupción del pasado en el presente cuartea la seguridad del
presente. Ya no es verdad, como decía Hegel, que “sólo el presente es; el
pasado y el futuro, no”. Gracias a la memoria, el pasado no está a disposición
del presente sino que hay como un salto del tigre del pasado al presente que le desestabiliza. No es lo mismo juzgar
el pasado desde el presente que interpelar el presente desde el pasado. Es la
memoria la que se constituye en tribunal de la historia porque pone en
evidencia su indiferencia respecto al coste humano y social de su construcción.
La memoria, tribunal de la historia; y no al revés como siempre hemos hecho.
El deber de memoria invita a
re-pensar la política, momento fundamental de la construcción de la historia. Y
aquí surge un problema que García Colmenares registra y sobre el que conviene
reflexionar. Me refiero a la relación entre memoria y democracia. El autor lo
plantea al hacerse eco de las reflexiones que se hace el historiador Ricard
Vinyes. El historiador catalán asocia memoria a recuerdo del dolor. Y, claro,
si se entiende así la memoria entonces se subrayaría su lado sentimental y se
debilitaría su sentido político. La memoria, germen despolitizador, amenazaría
también a la racionalidad pues tiende a sustituir la lógica por el sentimiento,
añade. Un grave despilfarro, que Vinyes lamenta, porque la memoria tiene un
potencial que debidamente encauzado puede potenciar la democracia. Todo depende
de que consigamos traducir esa experiencia dolorosa de los republicanos que
perdieron la guerra y fueron luego represaliados en un patrimonio político que
pueda ser transmitido a las generaciones posteriores. Hay que poner el acento
en las políticas públicas actuales que serán más eficaces si se nutren de toda
esa experiencia dolorosa. Hay que convertir esa experiencia en patrimonio
cultural, es decir, hay que esforzarse en hacer ver a las nuevas generaciones
lo que supuso la pérdida de la vida democrática, lo que ha costado conseguirla,
que siempre está amenazada y que por eso hay que cuidarla, etc. Con razón
entonces se subsume esta interpretación de la memoria bajo el epígrafe de
“memoria democrática”.
Creo que este inteligente discurso
tiene, sin embargo, un pequeño problema y es éste ¿qué hacer con la memoria de
las víctimas que no eran republicanas? No es un problema menor porque o
entendemos que tan víctima y digna de memoria era la monjita asesinada por ser
religiosa como el maestro republicano por ser socialista o, en caso contrario,
reducimos el ser víctima a la ideología sea de la víctima o del victimario.
Tengo para mí que el ser víctima no tiene que ver con la ideología sino con el
hecho de ser víctima, es decir, con el
hecho de ser objeto de una violencia inmerecida. Por eso digo y repito
que lo que caracteriza a la víctima es ser inocente. Y eso es clave para el
asunto que nos ocupa: el alcance político de su memoria. Lo que ésta cuestiona
es la violencia y lo que demanda es una política sin violencia. Y esa demanda
viene tanto de la víctima de un lado como
del otro. Por eso resulta confuso apellidar a esa memoria “democrática”
porque su recuerdo no tiene por objetivo primero reforzar la democracia actual ni
la república pasada sino propiciar un modo de hacer política distinto al que
causó la víctima que recordamos (la una y la otra). Y la confusión sube de tono
cuando queremos corregir las insuficiencias de la democracia actual con la
memoria de la II República de suerte que traducimos memoria de la guerra o de
la represión franquista en reivindicación de la III República. La memoria de
todas esas víctimas se substancian en un modo de hacer política distinto: que
corrija lo que ese pasado no fue capaz de evitar, a saber, resolver los
conflictos sociales sin tener que matarse. El patrimonio cultural que
conformaría esa experiencia traumática no se identificaría tanto con el
epígrafe “democracia” cuanto con el de “interrupción”.
Esta manera de entender la dimensión política de la memoria es mucho
más exigente –sin que se opongan- que la memoria democrática porque no sólo
interpela al franquismo por golpista sino a la República porque no supo evitar
la violencia que victimizó a tantos inocentes. No se trata de equidistancia
porque la significación política de unas víctimas y otras es radicalmente
distinta: las que causó el franquismo, como bien explica el autor, eran
sistémicas, formaban parte de la estrategia exterminadora de los sublevados;
las otras, frutos de la ira o del odio descontrolado que la propia
República perseguía. Pero el punto
central es la existencia de víctimas en ambos lados. Naturalmente que esta
memoria de las víctimas conforman un rico patrimonio moral que enriquecerá a la
democracia. Pero es mucho más que eso. Alcanza mucho más lejos. La memoria se
relaciona con la democracia como lo
prepolítico con lo político. La memoria conforma una filosofía de la historia
en la que se insertan las forma políticas, por eso la memoria tal y como aquí se
entiende se convierte en logos moderno
(un logos-con-tiempo) que puede ejercer de instancia crítica respecto a
cualquier forma política concreta, por ejemplo,
la democracia que tenemos. Lo que la memoria persigue es un modo nuevo
de hacer política, distinto del dominante en el pasado y en el presente tan
ligado a la violencia (sic Hegel), y eso sólo es posible si hacemos la política
de otra manera, de una manera distinta a como la hemos hecho, es decir, sin
víctimas. Y esto explica la centralidad en el concepto de memoria del “nunca
más”, es decir, la interrupción del modo y manera con que hemos hecho política
hasta ahora. El “nunca más” anuncia el proyecto de un futuro distinto algo que
sólo será posible si superamos el pasado del que provenimos. Y eso explica la
importancia del perdón, entendido como hacer Hanna Arendt, es decir, como
virtud política. Juega en Arendt el concepto de perdón el mismo papel que el de
interrupción en Benjamin.
El libro de García Colmenares abre
un debate sobre la naturaleza de la historia que se hace necesario. Algo
parecido a lo que ocurrió en Alemania, en los años ochenta, con el “debate de
los historiadores”. Lo que ahí se discutía era el lugar de la memoria de
Auschwitz en la interpretación de la identidad alemana. Hubo dos bandos: el de Ernst
Nolte y todos aquellos para quienes “la solución final” fue una hora tonta que
no podía afectar al orgullo de ser alemán; el de quienes, como Habermas,
pensaban que Auschwitz afectaba tan profundamente el ser alemán que sólo les cabía
el orgullo propio de un “patriotismo constitucional”, una expresión muy irónica
ya que la constitución alemana fue impuesta por los aliados. Fue en ese
contexto cuando forjó un titular que dio la vuelta al mundo: “Alemania ha sido
democrática cuando no era nacionalista y cuando ha sido nacionalista no ha sido
democrática”. ¡Orgullosos de algo que habían recibido, impuesto! También
nosotros tenemos que discutir el alcance teórico y político de una historia
construida, como diría María Zambrano, sobre el olvido.
Afloran en este libro muchos temas
antiguos tratados de una forma nueva, por ejemplo, el papel de la Iglesia
Católica en la sublevación militar y en la represión franquista. Ahí están las
claves de por qué la sociedad española actual es una de las más secularizadas
de Europa y también por qué se encuentra tan cómoda en el lado más conservador.
No ha habido en ella duelo ni, por tanto, asunción de responsabilidades. Del
libro se desprende el convencimiento de que el daño provocado por ese pasado ha
sido tan devastador que sólo un duelo proporcional podría conjurar los demonios
familiares. Me parece muy ilustrativo lo que ocurrió en Alemania después de la
II Guerra Mundial. En los años sesenta publicaron los psicoanalistas Alexander
y Margarette Mitscherlich, un estudio titulado “La incapacidad de duelo de los
alemanes”. Los alemanes no fueron capaces de asumir sus responsabilidades
después de la guerra -de hacer duelo- y por eso seguían siendo iguales que
antes: igual de antisemitas, de anticomunistas, de tribales. El duelo al que se
referían era por Hitler. Se hace duelo tras una gran pérdida. Nadie tan querido
por los alemanes como Hitler. Pero cuando es derrotado y se suicida, nadie
quiere enfrentarse a la pérdida. Lo que hace la inmensa mayoría es
desconocerle, desinteresarse. Eso les privó de asumir las responsabilidades
derivadas de su identificación con el monstruo y, por tanto, de cambiar en su
profundo modo de ser. Siguieron iguales, hasta que hicieron duelo en los años
ochenta. La tesis de los Mitscherlich vale para España. Los franquistas no han
hecho duelo por la pérdida de su tótem ni la Iglesias por un modelo de sociedad
que en el fondo muchos siguen ansiando. El pasado se eterniza.
Se entenderá por qué este libro,
aunque hable del pasado, es de la mayor actualidad. Rastrea la huella que ha
dejado entre nosotros el pasado reciente. Lo hace con conocimiento de causa y
brillantez narrativa. Al hacer visible lo que queda de ese pasado, ayuda a
comprender las sombras de la convivencia actual.
Reyes
Mate (Texto publicado en el libro de Pablo García Colmenares, 2021, "De la
memoria a la conciencia histórica de la Guerra Civil y el franquismo en la
España actual. Del genocidio franquista al movimiento memorialista",
Ediciones Universidad de Valladolid)