7/4/21

“Por una historia anamnética”. Presentación del libro de Pablo García Colmenares 'De la memoria a la conciencia histórica de la Guerra Civil y el franquismo en la España actual. Del genocidio franquista al movimiento memorialista'.

            Estamos ante un texto escrito por un historiador con sentido de la memoria. Eso le permite afirmar, por ejemplo, que la política de la memoria que administró la dictadura “resultó funcional (para la transición que se quería), pero disfuncional para la democracia”. En esa frase el historiador se permite un juicio  crítico sobre la historia que se nos ha transmitido (y que nos ha condicionado) porque tiene en cuenta la memoria. Y, un poco más adelante, reconoce que “el movimiento asociativo memorialista en España ha puesto boca arriba todo el proceso y cuestionado, como no podía ser menos, el pacto de olvido de la transición, entendiendo que se hicieron concesiones inconcebibles”. Lo que está dando a entender es que, al haber hecho las cosas así, se impone ahora “una revisión política e historiográfica que sólo es posible reconstruir  a través de las fuentes orales y la memoria. De esta manera se ha tenido que superar la negativa de algunos historiadores que no reconocen valor y nivel de conocimiento válido y riguroso a la memoria como fuente histórica”. Está ahí señalando la novedad del planteamiento pues se distancia de otro tipo de historiadores que separan nítidamente el campo de la historia y el de la memoria. En algún momento interpreta esa diferencia en el modo de entender el oficio de historiador en términos generacionales. Este tipo de historia anamnética, viene a decir, sería propio de la generación de los nietos mientras que la otra, de los padres.

             Convendría detenerse en el alcance de esa novedad porque si algo ha caracterizado la lectura del pasado en España es la dureza de la confrontación entre historiadores de viejo cuño y pensadores (filósofos o historiadores) que no renunciaban a la hora de leer el pasado al peso de la memoria. Normalmente se resolvía ese conflicto en términos de orientación política: los críticos de la transición estarían del lado de la memoria y sus defensores, del de la historia. Pero lo que se desprende del trabajo de García Colmenares es que el asunto es mucho más profundo. Lo que está en juego no es la orientación política del historiador sino la concepción misma de la historia. No es lo mismo una historia que descarte la memoria que otra que la tenga en cuenta. Son dos concepciones distintas de la historia.

             Es inevitable en este caso convocar la autoridad de Walter Benjamin. Este sorprendente pensador judío pasa por ser el gran teórico de la memoria. Pero se le suele representar equivocadamente  como si se hubiera construido, al margen de las grandes teorías sobre concepción de la realidad y su comprensión, una singular mansión, ocurrente y hasta brillante, que les sirviera a aquellas de ornamento. Vamos, como si la historia o la ética o la epistemología o la hermenéutica, pudiera seguir a su aire, indiferente al aguijón de la memoria. Nada de eso. Por ceñirnos a la concepción de la historia, la teoría benjaminiana de la memoria supone un revolcón epocal de la historia. Recordemos que el texto que podríamos considerar como su gran tratado sobre la memoria lleva por título “Sobre el concepto de historia”, cuando lo lógico sería “Sobre el concepto de memoria”. La intención de Benjamin es clara: no quiere proponer una lectura del pasado ajena a las exigencias de la historia, sino, por el contrario, mejorar la historia conocida. Propone una mejor lectura del pasado, una intención que queda explícita cuando dice “que nada se pierda”. Porque algo de realidad se pierde en la lectura que hace la historia. La historia que conocemos se siente muy ufana de su rigor porque “se atiene a los hechos”, de ahí su halo de cientificidad o algo parecido. No persigue las vivencias subjetivas, por ejemplo, sino algo tan sólido como los hechos. Pero ¿qué son los hechos? Un “hecho” es el pretérito perfecto del verbo hacer. Un pretérito perfecto es, literalmente, un pasado que se ha logrado. Pero ¿qué pasa con los proyectos que no se logran? La tentación de declararlos in-significantes es grande. Es lo que ha hecho la razón científica a la que sólo le interesan los hechos. Pero hoy sabemos que para lograr un hecho hay que exponerse a muchos fracasos. De la realidad forman parte los hechos, por supuesto, pero también los no-hechos. No hay que confundir realidad con facticidad. Dando un paso más, podemos decir, con Hegel, que los no-hechos soportan a los hechos, que a la historia triunfal subyace una historiad de los vencidos, que el progreso es inexplicable sin las víctimas que provoca. El filósofo Theodor Adorno calificaba a esa historia subyacente de “historia del sufrimiento”. Y de ella se ocupa la memoria.

             Esta ambición epistémica de la memoria como historia (o de una historia entendida anamnéticamente) le hace poca gracia al historiador de oficio, de ahí que la haya declarado la guerra. Y se entiende su malestar. No se pueden oír sin rechistar enunciados como los que va soltando Benjamin en esa veintena de fragmentos que componen sus Tesis sobre el concepto de historia. Dice, por ejemplo, que “la memoria abre expedientes que la historia da por acabados” o que “pretender contar las cosas como realmente han sido es el mayor narcótico de  nuestro tiempo” o que “el carácter científico de la historia se compra desechando lo memorable. El silenciamiento de los ecos y lamentos del pasado que lleva a cabo el historiador en nombre de la actualización del pasado certifica el precio que tiene que pagar la historia científica al presente”.

           Aquí hay mucho en juego y el mérito de este libro es el de abrir el debate sin titulares provocadores. Se pregunta, por ejemplo, el autor por lo que implica esta historia memorial y dice sencillamente que hacer valer el testimonio oral y plantearse la justicia transicional. Constata que al historiador de oficio esto del testimonio oral no le suena a documento. Donde esté un papel que se quite la voz. Pero hay papeles falsos como hay “langue de bois” o voces huecas. En ambos casos habrá que someter el testimonio a comprobación. De todas maneras, hacer valer la autoridad de un testimonio es algo más que reconocerle su status de documento. El testimonio puede, en determinadas circunstancias, revelar algo que escapa a los documentos. Estoy pensando en Z. Gradowsky, un Sonderkommando de Auschwitz, que se jugó la vida para dejarnos algunos papeles escritos a modo de testamento, convencido de que “los historiadores del futuro podrán decir cómo moríamos pero nunca adivinarán cómo vivíamos”. Eso sería el secreto de la memoria.

             La memoria es la abogada de esa parte oculta de la realidad. Lo suyo no es sólo constatar que existe sino darla significación o visibilidad. Es lo que se quiere decir cuando se sostiene la tesis de que la memoria no es sólo sentimiento sino también conocimiento. Su fuerte consiste en poder conocer la parte de la realidad que escapa a la ciencia o a la historia. Esta dimensión cognitiva de la memoria es lo más difícil de digerir. Podemos aceptar que la memoria de las víctimas, por ejemplo, sea una lectura moral del pasado, en el sentido de que lleve consigo hacerse cargo de la injusticia que se cometió con la víctima. Hasta ahí se puede llegar, pero aceptar que la memoria sea conocimiento, eso ya es harina de otro costal.

             Como eso es precisamente lo fundamental de la memoria, conviene detenerse un momento. Lo que nos sale de una manera espontánea es pensar que la memoria es un sentimiento. Eso lo dice el historiador para quien la lectura rigurosa del pasado es asunto de la historia  mientras que propio de la memoria es la vivencia subjetiva de ese pasado. Pero también lo dice o, mejor, lo ha dicho durante siglos el filósofo que situaba la memoria en la zona de los sentidos internos, y los sentidos producen sentimientos pero no conocimientos. Su elevación al rango del conocimiento es una conquista del siglo XX debido, entre otras causas, a la entrada en escena del pueblo de la memoria, justo en el momento en que se hacía visible el fracaso de una racionalidad moderna que confundía realidad con facticidad. Hay que decir, sin embargo, que la complicidad entre memoria y conocimiento había estado siempre presente de alguna manera. ¿No decía Platón que la razón es anamnesis? Y hasta su realista discípulo, Aristóteles, sostenía la provocadora tesis de que “hay más verdad en la poesía que en la historia” porque la historia trata de hechos mientras que la poesía tiene en cuenta lo que fue (memoria) o lo que pueda ser (utopía). Y algo de esto barruntaba Martin Heidegger cuando hacía derivar el concepto “pensar” de una palabra arcaica, “Gedanc”, que lleva en su raíz la referencia a la memoria (“Gedächtnis”). A partir de ese momento el destino del pensamiento iba ligado al tiempo y, por tanto, a la memoria.

             Recordemos que la crisis de racionalidad que supuso la Primera Guerra Mundial se llevó por delante la autoridad del presente. Para la razón moderna ilustrada sólo existe el presente, decía Hegel, lo que es tanto como decir que es una racionalidad atemporal porque si nada pinta ni el pasado ni el futuro, el presente queda situado fuera del tiempo. Ahora bien, si queremos hacer valer el pasado y el futuro, hay que pensar un tipo de logos-con-tiempo. Y eso es la memoria: la nueva encarnación del logos. El sentido del presente no estaría por tanto en él sino en su pasado y en su futuro. Imaginemos que estamos hablando de la democracia española. Si queremos medir su calidad no bastaría con recurrir a los índices de transparencia o de corrupción o de resultados educativos que emiten organismos internacionales. Habría que mirar al pasado y analizar en qué medida la democracia actual se hacer cargo de las injusticias pasadas. Con el añadido de que sólo haciendo presente esa deuda pendiente la democracia que dejemos a nuestros descendientes no será una prolongación de la presente sino una cualitativamente mejor. Ahí se ve que la memoria no es un añadido o complemento a la historia, por ejemplo, sino otra forma de hacer historia porque es otra forma de entender la racionalidad que debe animar toda práctica científica, también  la historia. El carácter anamnético de la memoria no consiste sólo en reconocer el valor documental del testimonio, sino en entender la historia de otro modo.

             El autor menciona como segundo elemento característico de una concepción memorial de la historia, poder hablar de la justicia transicional. Más allá del alcance jurídico de esta figura, lo que se quiere dar a entender es que el nuevo historiador no es indiferente a los problemas morales (y jurídicos) con los que se topa en su lectura del pasado. Obliga a una lectura moral del pasado. La presencia de la memoria en la elaboración histórica obliga a plantearse de una manera nueva la relación de la historia con la verdad y la justicia. Ahora resulta que los actores de la historia se nos presentan como ejecutores, víctimas o testigos, es decir, no como meros objetos de análisis. Esto desasosiega a los historiadores, solicitados incluso por tribunales de justicia para que determinen la culpabilidad o inocencia de los actores. Se hace verdad el dictum hegeliano Die Weltgeschichte als Weltgericht (la historia como tribunal del mundo). Muchos historiadores se han negado a ese papel aduciendo que el historiador no es un juez. Su papel no consiste en juzgar sino en comprender. Lo suyo no es dictar sentencia, sino establecer la verdad de los hechos. Ahí hay un problema efectivamente. Quizá sea de ayuda lo que dijo Charles Peguy a propósito del affaire Dreyfus: “la historia no emite sentencias judiciales; hasta se puede decir que no pronuncia ni siquiera juicios históricos. Lo que hace es elaborar juicios históricos. Siempre está elaborándolos”. La historia no hace juicios sino que suministra material para hacerlos. Lo que pasa es que  en la elaboración de esos juicios históricos no pueden faltar las voces de las víctimas porque si se acallan, en nombre de la objetividad de la lectura, entonces daríamos razón a quienes acusan a la historia de ser el relato de los vencedores.

             Porque la memoria es conocimiento y no sólo sentimiento es por lo que el concepto de “deber de memoria” casa con re-pensar y no sólo con re-cordar. Por eso no se sostienen las críticas al “deber de memoria” que pierden de vista el verdadero plano del debate, que es el epistémico y no sólo el moral. Lo que se debate no es tanto si hay que recordar y cómo a las víctimas, cuanto cómo pensar y construir el mundo después de la barbarie. Ese concepto de “deber de memoria” o, como prefiere decir Adorno “Nuevo Imperativo Categórico”, nace en el momento de liberación de los campos de exterminio, cuando la humanidad toma conciencia de que ha ocurrido lo impensable

             Deber de memoria no significa  tener que acordarnos periódicamente del sufrimiento que tuvieron que soportar los deportados en los campos de concentración o de exterminio. Consiste, más bien, en tomar conciencia de lo que significa la expresión “aquello fue impensable”. Ocurrió efectivamente lo nunca visto, lo impensable, lo inimaginable: hacer desaparecer a todo un pueblo por el mero hecho de ser diferente sin dejar rastro físico para que no hubiera posibilidad de reconstruirle metafísicamente. Aquello fue lo que ocurrió. Y ¿qué pasa cuando ocurre lo impensable? Pues que lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. Pensar bien es una reflexión sobre lo ocurrido o, si se prefiere, un proceso cognitivo que no arranca de premisas o principios sino de lo ocurrido.

             El deber de memoria es un imperativo teórico que afecta en primer lugar a nuestro modo de conocer. Una cura de humildad porque lo que se nos está diciendo es que no podemos fiarnos de nuestras habilidades cognitivas para prever lo que pueda ocurrir o para interpretar lo ocurrido partiendo de categorías anteriores. Nuestros conceptos, aprendidos en los libros, quedan desbordados y nuestros sistemas de conocimiento, descosidos. Hay que rehacer nuestro universo mental partiendo de lo que hemos hecho aunque no fuéramos capaces de pensarlo. Lo ocurrido es lo que da que pensar. Y llamamos a eso “deber de memoria” porque ese pasado ocurrido e impensable es la cita obligada para la reconstrucción de otra forma de pensar y de realizar la historia. “El deber de memoria” despide un tipo de epistemología que creía poder adelantar la realidad pensando bien. Fin del mente concipio motum de Galileo. Decía el sabio italiano que él prescindía totalmente  de los movimientos reales que hacen los cuerpos y que, cerrando los ojos a esos movimientos efectivos que percibimos con los sentidos, construía en su mente, con el puro pensamiento, los movimientos de la realidad. Eso ya no es posible en el campo de la historia y de la acción humana.

             ¿Qué consecuencias prácticas se derivan de todo esto? Las consecuencias van en dos direcciones: hacia adelante y hacia atrás. Hacia adelante, el deber de memoria nos impone pensar de nuevo las piezas que conforman la historia (la política, el derecho, la ética, la estética, la religión…) partiendo de la barbarie. En el horror murió no solo el judío sino parte de nuestra cultura. Primo Levi, por ejemplo, decía que en los campos no valía la ética de la buena conciencia que mandaba y manda. Había que repensar la ética porque con la que tenemos -la kantiana o la habermasiana- tendríamos que juzgarles y condenarles. Benjamin, por su lado, cuestionaba la lógica del progreso, piedra angular de la política moderna. Decía que progreso y fascismo se dan la mano. Habría que pensar una política que no fuera progresista. Adorno, por su parte, se preguntaba cómo hace poesía después de Auschwitz. El tribunal de Nurenberg tuvo que inventarse una nueva figura jurídica para aproximarse a lo ocurrido y por eso hablamos de genocidio y de imprescriptibilidad, algo inédito. Son todas expresiones de ese “deber de memoria”. Los filósofos también estamos emplazados a pensar con imaginación y dejar de arrastrarnos por lugares trillados. Tengamos bien en cuenta que mirar hacia adelante no es una invitación a construir utopías sino a pensar con memoria.

             El “deber de memoria” también mira hacia atrás. La irrupción del pasado en el presente cuartea la seguridad del presente. Ya no es verdad, como decía Hegel, que “sólo el presente es; el pasado y el futuro, no”. Gracias a la memoria, el pasado no está a disposición del presente sino que hay como un salto del tigre del pasado al presente  que le desestabiliza. No es lo mismo juzgar el pasado desde el presente que interpelar el presente desde el pasado. Es la memoria la que se constituye en tribunal de la historia porque pone en evidencia su indiferencia respecto al coste humano y social de su construcción. La memoria, tribunal de la historia; y no al revés como siempre hemos hecho.

             El deber de memoria invita a re-pensar la política, momento fundamental de la construcción de la historia. Y aquí surge un problema que García Colmenares registra y sobre el que conviene reflexionar. Me refiero a la relación entre memoria y democracia. El autor lo plantea al hacerse eco de las reflexiones que se hace el historiador Ricard Vinyes. El historiador catalán asocia memoria a recuerdo del dolor. Y, claro, si se entiende así la memoria entonces se subrayaría su lado sentimental y se debilitaría su sentido político. La memoria, germen despolitizador, amenazaría también a la racionalidad pues tiende a sustituir la lógica por el sentimiento, añade. Un grave despilfarro, que Vinyes lamenta, porque la memoria tiene un potencial que debidamente encauzado puede potenciar la democracia. Todo depende de que consigamos traducir esa experiencia dolorosa de los republicanos que perdieron la guerra y fueron luego represaliados en un patrimonio político que pueda ser transmitido a las generaciones posteriores. Hay que poner el acento en las políticas públicas actuales que serán más eficaces si se nutren de toda esa experiencia dolorosa. Hay que convertir esa experiencia en patrimonio cultural, es decir, hay que esforzarse en hacer ver a las nuevas generaciones lo que supuso la pérdida de la vida democrática, lo que ha costado conseguirla, que siempre está amenazada y que por eso hay que cuidarla, etc. Con razón entonces se subsume esta interpretación de la memoria bajo el epígrafe de “memoria democrática”.

             Creo que este inteligente discurso tiene, sin embargo, un pequeño problema y es éste ¿qué hacer con la memoria de las víctimas que no eran republicanas? No es un problema menor porque o entendemos que tan víctima y digna de memoria era la monjita asesinada por ser religiosa como el maestro republicano por ser socialista o, en caso contrario, reducimos el ser víctima a la ideología sea de la víctima o del victimario. Tengo para mí que el ser víctima no tiene que ver con la ideología sino con el hecho de ser víctima, es decir, con el  hecho de ser objeto de una violencia inmerecida. Por eso digo y repito que lo que caracteriza a la víctima es ser inocente. Y eso es clave para el asunto que nos ocupa: el alcance político de su memoria. Lo que ésta cuestiona es la violencia y lo que demanda es una política sin violencia. Y esa demanda viene tanto de la víctima de un lado como  del otro. Por eso resulta confuso apellidar a esa memoria “democrática” porque su recuerdo no tiene por objetivo primero reforzar la democracia actual ni la república pasada sino propiciar un modo de hacer política distinto al que causó la víctima que recordamos (la una y la otra). Y la confusión sube de tono cuando queremos corregir las insuficiencias de la democracia actual con la memoria de la II República de suerte que traducimos memoria de la guerra o de la represión franquista en reivindicación de la III República. La memoria de todas esas víctimas se substancian en un modo de hacer política distinto: que corrija lo que ese pasado no fue capaz de evitar, a saber, resolver los conflictos sociales sin tener que matarse. El patrimonio cultural que conformaría esa experiencia traumática no se identificaría tanto con el epígrafe “democracia” cuanto con el de “interrupción”.

             Esta manera de entender  la dimensión política de la memoria es mucho más exigente –sin que se opongan- que la memoria democrática porque no sólo interpela al franquismo por golpista sino a la República porque no supo evitar la violencia que victimizó a tantos inocentes. No se trata de equidistancia porque la significación política de unas víctimas y otras es radicalmente distinta: las que causó el franquismo, como bien explica el autor, eran sistémicas, formaban parte de la estrategia exterminadora de los sublevados; las otras, frutos de la ira o del odio descontrolado que la propia República  perseguía. Pero el punto central es la existencia de víctimas en ambos lados. Naturalmente que esta memoria de las víctimas conforman un rico patrimonio moral que enriquecerá a la democracia. Pero es mucho más que eso. Alcanza mucho más lejos. La memoria se relaciona con  la democracia como lo prepolítico con lo político. La memoria conforma una filosofía de la historia en la que se insertan las forma políticas, por eso la memoria tal y como aquí se entiende se convierte en  logos moderno (un logos-con-tiempo) que puede ejercer de instancia crítica respecto a cualquier forma política concreta, por ejemplo,  la democracia que tenemos. Lo que la memoria persigue es un modo nuevo de hacer política, distinto del dominante en el pasado y en el presente tan ligado a la violencia (sic Hegel), y eso sólo es posible si hacemos la política de otra manera, de una manera distinta a como la hemos hecho, es decir, sin víctimas. Y esto explica la centralidad en el concepto de memoria del “nunca más”, es decir, la interrupción del modo y manera con que hemos hecho política hasta ahora. El “nunca más” anuncia el proyecto de un futuro distinto algo que sólo será posible si superamos el pasado del que provenimos. Y eso explica la importancia del perdón, entendido como hacer Hanna Arendt, es decir, como virtud política. Juega en Arendt el concepto de perdón el mismo papel que el de interrupción en Benjamin.

             El libro de García Colmenares abre un debate sobre la naturaleza de la historia que se hace necesario. Algo parecido a lo que ocurrió en Alemania, en los años ochenta, con el “debate de los historiadores”. Lo que ahí se discutía era el lugar de la memoria de Auschwitz en la interpretación de la identidad alemana. Hubo dos bandos: el de Ernst Nolte y todos aquellos para quienes “la solución final” fue una hora tonta que no podía afectar al orgullo de ser alemán; el de quienes, como Habermas, pensaban que Auschwitz afectaba tan profundamente el ser alemán que sólo les cabía el orgullo propio de un “patriotismo constitucional”, una expresión muy irónica ya que la constitución alemana fue impuesta por los aliados. Fue en ese contexto cuando forjó un titular que dio la vuelta al mundo: “Alemania ha sido democrática cuando no era nacionalista y cuando ha sido nacionalista no ha sido democrática”. ¡Orgullosos de algo que habían recibido, impuesto! También nosotros tenemos que discutir el alcance teórico y político de una historia construida, como diría María Zambrano, sobre el olvido.

             Afloran en este libro muchos temas antiguos tratados de una forma nueva, por ejemplo, el papel de la Iglesia Católica en la sublevación militar y en la represión franquista. Ahí están las claves de por qué la sociedad española actual es una de las más secularizadas de Europa y también por qué se encuentra tan cómoda en el lado más conservador. No ha habido en ella duelo ni, por tanto, asunción de responsabilidades. Del libro se desprende el convencimiento de que el daño provocado por ese pasado ha sido tan devastador que sólo un duelo proporcional podría conjurar los demonios familiares. Me parece muy ilustrativo lo que ocurrió en Alemania después de la II Guerra Mundial. En los años sesenta publicaron los psicoanalistas Alexander y Margarette Mitscherlich, un estudio titulado “La incapacidad de duelo de los alemanes”. Los alemanes no fueron capaces de asumir sus responsabilidades después de la guerra -de hacer duelo- y por eso seguían siendo iguales que antes: igual de antisemitas, de anticomunistas, de tribales. El duelo al que se referían era por Hitler. Se hace duelo tras una gran pérdida. Nadie tan querido por los alemanes como Hitler. Pero cuando es derrotado y se suicida, nadie quiere enfrentarse a la pérdida. Lo que hace la inmensa mayoría es desconocerle, desinteresarse. Eso les privó de asumir las responsabilidades derivadas de su identificación con el monstruo y, por tanto, de cambiar en su profundo modo de ser. Siguieron iguales, hasta que hicieron duelo en los años ochenta. La tesis de los Mitscherlich vale para España. Los franquistas no han hecho duelo por la pérdida de su tótem ni la Iglesias por un modelo de sociedad que en el fondo muchos siguen ansiando. El pasado se eterniza.

             Se entenderá por qué este libro, aunque hable del pasado, es de la mayor actualidad. Rastrea la huella que ha dejado entre nosotros el pasado reciente. Lo hace con conocimiento de causa y brillantez narrativa. Al hacer visible lo que queda de ese pasado, ayuda a comprender las sombras de la convivencia actual.

 Reyes Mate (Texto publicado en el libro de Pablo García Colmenares, 2021, "De la memoria a la conciencia histórica de la Guerra Civil y el franquismo en la España actual. Del genocidio franquista al movimiento memorialista", Ediciones Universidad de Valladolid)