24/3/21

El judío es culpable, dice la chica de la camisa azul

            Fue noticia no hace mucho el discurso antisemita de una joven vestida de falangista  que acabó su arenga, ante nostálgicos de la División Azul,  diciendo “el enemigo siempre será el mismo. El judío es el culpable”.

             Pero culpable ¿ de qué? y enemigo ¿de quiénes? ¿Cuál podía ser la ofensa que incendió a esta señorita hasta el punto de sentenciar que el judío era el enemigo porque era culpable? Hitler, en su libro, Mi Lucha, hizo culpable al judío de haber inventado el quinto mandamiento y, también, de andar errantes por no tener un Estado propio. No le perdonaba, en efecto, que hubiera elevado al ser humano a tal cima que, matarle, supusiera la muerte moral del asesino. Con el “no matarás” el judío inventaba la detestable conciencia moral, renunciando al glorioso destino animal según el cual el más fuerte tiene todo el derecho a imponer su ley. Tampoco podía perdonarle aquel cabo convertido en Führer que, tras el exilio de Babilonia, hubiera renunciado a pelear por una tierra propia, una renuncia que suponía el descrédito de todo patriotismo. Declarando que la tierra es de todos, se censuraba la ambición de quienes, como los nazis, pensaban que media Europa era suya.

             Pero la joven de la camisa azul seguro que no ha leído el libro de Hitler, así que no hay que buscar por ahí. Tampoco es que esté pensando en algún hecho concreto que pudiera avalar su condena del judío. No lo necesita, no necesita la verdad pues le bastan un par de prejuicios antisemitas que en España no faltan precisamente. En el haber de los españoles está el hecho contumaz de haber mantenido vivo el antisemitismo sin judíos. Fueron expulsados hace cinco siglos pero no les hemos olvidado. Cuando Carlos III, en el siglo XVIII, trataba de remozar la institución universitaria, creando los Colegios Mayores, exigía de cualquier candidato que quisiera acceder a alguno de ellos un certificado de pureza de sangre. Es decir, que aunque no hubiera ya judíos en España, bastaría haber tenido un tatarabuelo judío para que se le negara el acceso. Todavía en ese momento estaba mal visto el estudio de la medicina porque en el pasado lo habían practicado sobre todo judíos.

             Antecedentes no le faltan pues a la chica de la camisa azul. Pero lo que saca a ese incidente de ser una pobre anécdota y la aproxima al nivel de grave categoría es que el antisemitismo es una variante de la xenofobia, es decir, del odio al extranjero, que eso sí se lleva. El odio al judío es mera concreción del odio al extraño y eso es lo que nos debe llamar la atención. ¿De dónde nace esta necesidad de demonizar al otro? El antisemitismo nos puede enseñar mucho. Antes, en efecto, de que, bajo Hitler, desembocara en exterminio del pueblo judío, era un sentimiento muy generalizado entre los europeos, resultado sobre todo de una enorme frustración social. Se odiaba al judío porque se era pobre o se estaba en el paro. Masas de gentes, duramente golpeadas por las distintas crisis económicas y por un sistema de producción que explotaba sin compasión, necesitaron de un chivo expiatorio sobre el que volcar toda su ira. Y en vez de dirigirla contra los políticos y empresarios, verdaderamente responsables de su situación, enfilaron al pequeño comerciante que les vendía el pan o las patatas, que era judío. No se atrevían a enfrentarse a los fuertes y se cebaron con los débiles. Esa es la primera lección.

             Y hay otra. Lo que realmente llama la atención, cuando uno repasa los análisis del antisemitismo en el siglo XX, es una afirmación que repiten incluso expertos judíos y que consiste, dicho con palabras del filósofo Theodor Adorno, en reconocer que “las víctimas son intercambiables”. Quieren decir que el chivo expiatorio no tiene por qué ser necesariamente el judío; puede serlo, por ejemplo, cualquier otro grupo social vulnerable, ya sea el emigrante si es pobre y negro, pero también el enfermo mental o el viejo, si a la sociedad resultan caros de mantener. Todos podemos ser judíos.

             En los estudios sobre el antisemitismo se repite la idea de que la lucha contra el antisemitismo es inseparable de la lucha general contra todas las formas de discriminación racial, étnica, cultural, religiosa y de género. Si queremos acabar con él, hay que enfrentarse antes a toda forma de discriminación social. Al final, el odio al otro es la expresión impotente de una frustración que causan los de casa.

             Frases como las que encabezan este escrito denotan un sonoro fracaso educativo. Una escuela en condiciones debería ser capaz de deshacer prejuicios tan faltos de soporte racional o histórico. Esos prejuicios antijudíos, sostenidos durante siglos con perversas argumentaciones religiosas o históricas, pueden y deben ser desmontados. La escuela puede desde luego hacer mucho, pero no basta para acabar con las causas del malestar social que genera xenofobia. Una situación económica y social desesperante será siempre caldo de cultivo del delito de odio. Las medidas económicas están cargadas de ideología. Entre las desigualdades sociales y los sentimientos xenófobos hay una profunda complicidad.

             Lo grave del discurso de la chica de la camisa azul con el yugo y las flechas no es lo que dice, tan falto de razón, sino lo que inconscientemente expresa: un malestar social que eso sí que tiene fundamento.

             El aviso de que el chivo expiatorio puede ser cualquiera, indica que el problema de la xenofobia en general y del antisemitismo en particular, interesa a todos. Si no se encuentra una solución a la angustia económica de tantos ciudadanos; si no dejamos de demonizar a los emigrantes o, de una manera más general, a los que no son de los nuestros, para dar gusto a la propia tribu, cualquier destino individual está en peligro. Decía Hernando del Pulgar, asesor converso de los Reyes Católicos, que “la Inquisición quemaba a muchos para tomarles las haciendas”. Tan cierto como que detrás de las ideologías más ambiciosas hay con frecuencia un asunto terrenal, es que los problemas terrenales, si no se resuelven bien, generan las más extremas ideologías. El caso del antisemitismo es uno de ellos.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 14 de marzo 2021)