Fue noticia no hace mucho el
discurso antisemita de una joven vestida de falangista que acabó su arenga, ante nostálgicos de la
División Azul, diciendo “el enemigo
siempre será el mismo. El judío es el culpable”.
Pero culpable ¿ de qué? y enemigo
¿de quiénes? ¿Cuál podía ser la ofensa que incendió a esta señorita hasta el
punto de sentenciar que el judío era el enemigo porque era culpable? Hitler, en
su libro, Mi Lucha, hizo culpable al
judío de haber inventado el quinto mandamiento y, también, de andar errantes
por no tener un Estado propio. No le perdonaba, en efecto, que hubiera elevado
al ser humano a tal cima que, matarle, supusiera la muerte moral del asesino. Con
el “no matarás” el judío inventaba la detestable conciencia moral, renunciando
al glorioso destino animal según el cual el más fuerte tiene todo el derecho a
imponer su ley. Tampoco podía perdonarle aquel cabo convertido en Führer que,
tras el exilio de Babilonia, hubiera renunciado a pelear por una tierra propia,
una renuncia que suponía el descrédito de todo patriotismo. Declarando que la
tierra es de todos, se censuraba la ambición de quienes, como los nazis,
pensaban que media Europa era suya.
Pero la joven de la camisa azul
seguro que no ha leído el libro de Hitler, así que no hay que buscar por ahí.
Tampoco es que esté pensando en algún hecho concreto que pudiera avalar su
condena del judío. No lo necesita, no necesita la verdad pues le bastan un par
de prejuicios antisemitas que en España no faltan precisamente. En el haber de
los españoles está el hecho contumaz de haber mantenido vivo el antisemitismo
sin judíos. Fueron expulsados hace cinco siglos pero no les hemos olvidado.
Cuando Carlos III, en el siglo XVIII, trataba de remozar la institución
universitaria, creando los Colegios Mayores, exigía de cualquier candidato que
quisiera acceder a alguno de ellos un certificado de pureza de sangre. Es
decir, que aunque no hubiera ya judíos en España, bastaría haber tenido un
tatarabuelo judío para que se le negara el acceso. Todavía en ese momento
estaba mal visto el estudio de la medicina porque en el pasado lo habían
practicado sobre todo judíos.
Antecedentes no le faltan pues a la
chica de la camisa azul. Pero lo que saca a ese incidente de ser una pobre anécdota
y la aproxima al nivel de grave categoría es que el antisemitismo es una
variante de la xenofobia, es decir, del odio al extranjero, que eso sí se
lleva. El odio al judío es mera concreción del odio al extraño y eso es lo que
nos debe llamar la atención. ¿De dónde nace esta necesidad de demonizar al
otro? El antisemitismo nos puede enseñar mucho. Antes, en efecto, de que, bajo
Hitler, desembocara en exterminio del pueblo judío, era un sentimiento muy
generalizado entre los europeos, resultado sobre todo de una enorme frustración
social. Se odiaba al judío porque se era pobre o se estaba en el paro. Masas de
gentes, duramente golpeadas por las distintas crisis económicas y por un
sistema de producción que explotaba sin compasión, necesitaron de un chivo
expiatorio sobre el que volcar toda su ira. Y en vez de dirigirla contra los
políticos y empresarios, verdaderamente responsables de su situación, enfilaron
al pequeño comerciante que les vendía el pan o las patatas, que era judío. No
se atrevían a enfrentarse a los fuertes y se cebaron con los débiles. Esa es la
primera lección.
Y hay otra. Lo que realmente llama
la atención, cuando uno repasa los análisis del antisemitismo en el siglo XX,
es una afirmación que repiten incluso expertos judíos y que consiste, dicho con
palabras del filósofo Theodor Adorno, en reconocer que “las víctimas son
intercambiables”. Quieren decir que el chivo expiatorio no tiene por qué ser
necesariamente el judío; puede serlo, por ejemplo, cualquier otro grupo social
vulnerable, ya sea el emigrante si es pobre y negro, pero también el enfermo
mental o el viejo, si a la sociedad resultan caros de mantener. Todos podemos
ser judíos.
En los estudios sobre el
antisemitismo se repite la idea de que la lucha contra el antisemitismo es
inseparable de la lucha general contra todas las formas de discriminación
racial, étnica, cultural, religiosa y de género. Si queremos acabar con él, hay
que enfrentarse antes a toda forma de discriminación social. Al final, el odio
al otro es la expresión impotente de una frustración que causan los de casa.
Frases como las que encabezan este
escrito denotan un sonoro fracaso educativo. Una escuela en condiciones debería
ser capaz de deshacer prejuicios tan faltos de soporte racional o histórico. Esos
prejuicios antijudíos, sostenidos durante siglos con perversas argumentaciones
religiosas o históricas, pueden y deben ser desmontados. La escuela puede desde
luego hacer mucho, pero no basta para acabar con las causas del malestar social
que genera xenofobia. Una situación económica y social desesperante será
siempre caldo de cultivo del delito de odio. Las medidas económicas están
cargadas de ideología. Entre las desigualdades sociales y los sentimientos
xenófobos hay una profunda complicidad.
Lo grave del discurso de la chica de
la camisa azul con el yugo y las flechas no es lo que dice, tan falto de razón,
sino lo que inconscientemente expresa: un malestar social que eso sí que tiene
fundamento.
El aviso de que el chivo expiatorio
puede ser cualquiera, indica que el problema de la xenofobia en general y del
antisemitismo en particular, interesa a todos. Si no se encuentra una solución
a la angustia económica de tantos ciudadanos; si no dejamos de demonizar a los
emigrantes o, de una manera más general, a los que no son de los nuestros, para
dar gusto a la propia tribu, cualquier destino individual está en peligro.
Decía Hernando del Pulgar, asesor converso de los Reyes Católicos, que “la
Inquisición quemaba a muchos para tomarles las haciendas”. Tan cierto como que
detrás de las ideologías más ambiciosas hay con frecuencia un asunto terrenal,
es que los problemas terrenales, si no se resuelven bien, generan las más
extremas ideologías. El caso del antisemitismo es uno de ellos.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 14 de marzo 2021)