21/3/21

La salud en tiempos de pandemia

            1. Contra la COVID19 están luchando sanitarios, políticos, trabajadores esenciales, algunos militares y, cada cual,  como puede. Los organizadores de este acto también convocan a la ética para que se sume a esta lucha. No es un actor físico, como los otros, pero sí un agente  transversal que condiciona el modo de luchar de todos los demás.

 Pues bien, lo que la ética plantea es que actuemos humanamente. En el comentario que hace Santo Tomás de Aristóteles dice que todo el intríngulis de la exigencia ética está en la diferencia entre un gesto mecánico, previsible, que llama actus hominis, y  una acción que tenga una finalidad, un objetivo, a saber, el de la realización del ser humano, que llama actus humanus. En definitiva lo que plantea la exigencia ética es no obrar, no tomar decisiones en función del dinero, del poder, de los votos, del prestigio sino de acuerdo con el bienestar, la felicidad o la realización del ser humano, una aspiración que es individual y colectiva.

  Si esto ya es complicado en la vida cotidiana, más ante un caso como esta pandemia que ha necesitado de graves términos para ser descrita: crisis civilizatoria, última oportunidad del sistema, exigencia de un nuevo contrato social. Su magnitud nos ha pillado desprevenidos. Como decía Mario Benedetti: “creíamos que teníamos todas las respuestas y nos cambiaron las preguntas”.

             2. Bien es verdad que aunque sea una sorpresa, no todo lo ocurrido es nuevo. Había lógicas letales que venían de lejos, por eso algunos han propuesto cambiar o completar el nombre de esta desgracia: a esta pan-demia (una enfermedad que afecta al conjunto de la población), habría que llamarla también sin-demia, esto es, es una enfermedad contagiosa que sólo se produce por convergencia de una serie de factores ya existentes de distinta índole (económicos, políticos, culturales).

 Para entender algo de lo que está ocurriendo deberíamos tener cuenta las al menos tres crisis subyacentes:

a) una democrática, caracterizada por el divorcio poder-política y, también por el ascenso de movimientos xenófobos al socaire de ideologías populistas.

b) una crisis social. Nunca ha habido tanta riqueza y nunca las desigualdades han sido tan sonoras (Oxfam asegura que 26 personas en el mundo acumulan la misma riqueza  que la mitad de la población mundial)

c) una crisis ecológica, fruto de un modelo de consumo y de producción insostenible que está llevando al planeta tierra al colapso de sus ecosistemas. Hemos transformado la naturaleza en un gigantesco laboratorio destinado a forzar la producción de alimentos, recurriendo a todo tipo de tretas: confinamiento de los animales, cócteles de antibióticos y piensos químicos. Pues bien, esa naturaleza torturada se defiende generando un virus que ataca al ser humano de una manera darwinista: va a por los más vulnerables (los pobres y los viejos). Son virus darwinistas que de una forma impasible están quizá prefigurando el hombre que vendrá.

 Esta crisis, con tanta retranca como acabamos de ver, nubla la mente a la hora de leer el alcance de lo que está pasando y a la hora de tomar decisiones a la altura de la gravedad de la situación. La ética no lo tiene efectivamente fácil.

             3. Para inyectar algo de optimismo, es obligado reconoce que algo sí hemos aprendido. Por ejemplo, la dimensión global de los problemas y, por tanto, de las soluciones: o nos salvamos todos o nos perdemos todos; también la necesidad de proteger bienes comunes globales que el neoliberalismo había borrado de la faz de la tierra. Protegerles significa sacarles del mercado; finalmente que la economía es importante pero que, mal que le pese a Marx (con tantos adoradores neoliberales), el cuidado de la salud es primero.

 La pregunta es si valdrán de algo estas lecciones. Si nos asomamos a las predicciones, se dibujan tres escenarios: a) que no se haga nada y, por tanto, que la situación empeore; b) el lampedusismo: cambiar algo pero para seguir igual; c) el cambio necesario que no tendrá lugar, de ahí el pesimismo.

             4. Sobre este pesimismo quisiera detenerme: ¿por qué nos cuesta cambiar lo que nos parece necesario? ¿por qué no basta la severidad de la crisis? Para responder a esta pregunta invitaría a un paseo por el destino de Auschwitz, por lo que ocurrió en el mundo después de aquella catástrofe humanitaria.

 También entonces se pensó, en un primer momento, que todo debía cambiar. Muchos pensaron que había que escribir los libros de nuevo o, al menos, leer los ya escritos de otro modo. Hubo filósofos y sociólogos que afinaron mucho en el cómo debía realizarse el cambio. Un tal Theodor Adorno hablaba de un “nuevo imperativo categórico”, es decir, de unas nuevas tablas de la ley, que debería consistir en repensar las piezas de las que se compone la historia (la política, la ética, el arte, el derecho, la educación, la religión) partiendo de la experiencia vivida, partiendo de la riqueza semántica de todo lo acontecido, una riqueza que no estaba en los libros ni en las teorías anteriores.

 Pero no ocurrió nada –nada fundamental- porque para cambiar realmente no había que revisar sólo los fallos del sistema (las cosas malas), sino los “valores” que veneramos (las cosas buenas), esos valores que no estamos dispuestos a tocar. Hubo mejoras (un plan Marshall que mejoró las condiciones materiales de la gente, alejando las tentaciones totalitarias; el estado de bienestar; una constitución democrática para Alemania, impuesta por los aliados, etc.), pero no se tocaron los pilares del sistema. Un ejemplo: para entender la política de otra manera, de acuerdo con ese nuevo imperativo categórico, habría que revisar el valor sobre el que se sustenta la política moderna, esto es, el progreso. ¿Por qué? Porque decían ellos –y sabían de qué hablaban- porque “progreso y fascismo coinciden”. Los vencedores estaban dispuestos a ponérselo difícil al fascismo, pero “el progreso no se toca” y como no se tocó siguió el antisemitismo y no se puso fin a los genocidios. Es verdad que ya no hay vagones de ganado transportando a millones de judíos; hay frágiles pateras transportando a millones de emigrantes, condenados a la muerte o a una existencia inhumana

 Quizá nos pase hoy algo parecido. Estamos instalados en prácticas muy confortables que hemos elevado a valores a los que no estamos dispuestos a renunciar. Me refiero, por ejemplo, a la confianza en la técnica y en la ciencia. Esta es tal que, en el fondo, estamos convencidos de que una buena vacuna acabará con todo este problema. La sabiduría que transmite el dicho de Benedetti nos desasosiega profundamente. Preferimos pensar que al ser humano sólo se le pueden plantear aquellas preguntas que puede responder. Las otras, como si no existieran. Y, volviendo al progreso, hemos progresado mucho desde los años de la posguerra. Aquella relación entre progreso y fascismo parece hoy imposible. Es verdad, pero porque el progreso nos conforma ahora de otra manera. Señalaría un par de modalidades, igualmente letales: a) su culto a la velocidad hoy se expresa en cultura de la aceleración, de la prisa. La prisa mata en un doble sentido: han muerto en las carreteras más que en las guerras; y está muriendo la posibilidad de la experiencia a manos de la vivencia, que no es lo mismo. El tiempo letal de la prisa es también la aceleración que incrementa los beneficios en el sistema de producción. No hay tiempo ni para medir la gravedad de la situación. Y aunque le hubiera materialmente, no soportaríamos detenernos en ese tiempo de reflexión y pausa. Y b) se está imponiendo una cultura de lo táctil, de lo que se toca. Movemos el mundo con la yema de los dedos. Cada vez más nos cuesta la lectura de lo oculto; leer entre líneas. En una palabra: nos cuesta entender los hechos como síntomas.

Detengámonos un instante en este punto. Y empiezo por una noticia que me llamó la atención. En octubre pasado, Pedro Sánchez fue recibido por el Papa Francisco. Entonces trascendió una noticia que tenía su gracia: Francisco había recomendado a Pedro un libro escrito por un comunista judío. Sólo faltaba que fuera masón para que Franco se hundiera en la tumba. El autor era Sigmond Ginzberg y el título Sindrome 1933, año del “asalto al poder” de los nazis en Alemania. El libro trata de responder a la pregunta ¿cómo un cabo de medio pelo, Hitler, llegó al poder en la culta Alemania? La respuesta: porque se encontró el trabajo hecho. Se refiere, en primer lugar, a los políticos que ya se habían encargado de desprestigiar la política: 34 partidos; en un año dos votaciones para elegir Presidente y tres para el Parlamento, sin hablar de las convocatorias territoriales: en cinco años, cinco elecciones generales. Y en los últimos catorce años, los alemanes habían conocido a 13 cancilleres y 21 gobiernos.

 También los intelectuales echaron una mano: dominaban entonces teorías biologistas que contaminaban las ciencias y las humanidades; el culto al populismo entusiasmaba a los filósofos (hasta en los más sesudos, todo giraba en torno a la palabra “völkisch”); los artistas también colaboraban con su culto a la violencia, véase el expresionismo. Capítulo especial, la prensa, volcada en el sensacionalismo pagando el precio de las medias verdades

 La idea del libro es que Hitler supo leer unos hechos que para sus protagonistas eran planos. Hitler leyó los hechos de la vida alemana como síntomas de una desmoralización general y de un deterioro de los valores en curso. Lo que hizo fue sustituirlos por otros: en vez de tanto partido, un movimiento nacional; en vez de tantas urnas, estado de excepción: ¿que se lleva lo popular?, pues cultivemos lo ario. Y, ya puestos, en vez de medias verdades, mentiras repetidas.

 El libro es una invitación a leer lo que está ocurriendo no como hechos de corto alcance sino como síntomas de un profundo malestar. Hechos como la emigración deben ser leídos como algo más que la huída del hambre o de la guerra: es el final del orden westfaliano basado en la figura del Estado, de la fronteras nacionales. El lenguaje faltón de los políticos, no sólo es señal de mala educación, sino renuncia a su capacidad retórica, a la confianza en la palabra, es decir, aviso de la muerte del parlamento. Respeto al populismo: no es expresión sólo de la degradación de las clases medias, sino la resurrección de la política schmittiana, del amigo-enemigo, de la necesidad del chivo expiatorio que hace un siglo se personificó en el antisemitismo y hoy se encarna en el emigrante pobre, negro o moro.

 Termino: la pregunta por la salud de la ética es una pregunta por la salud del ser humano que somos. Constatamos un desgaste o cansancio en humanidad. Va ganando el actus hominis y pierde terreno el actus humanus.

 

NB: en el debate subsiguiente apareció una pregunta sobre si el Holocausto contribuyó o no a mejorar la historia, que quisiera ahora responder

 Hubo cambios importantes, sin duda. Los aliados pusieron todo el empeño en segar al fascismo la hierba bajo los pies, por eso tomaron medidas muy contundentes, tales como, el Plan Marshall, pensando que unas mejores condiciones económicas dificultarían las propuestas totalitarias; también, una educación en la tolerancia, así como imponer a los alemanes una constitución democrática, que sigue vigente. También es reseñable el empeño de la socialdemocracia y de la democracia cristiana en el desarrollo de un Estado de Bienestar. Sin olvidar el envite de la Unión Europea, impensable sin la experiencia de enfrentamientos nacionalistas que supusieron las dos guerras mundiales. Por lo que respecta al derecho, enseguida surgió la idea de relacionar la justicia no tanto con el castigo al culpable como con la reparación de los daños de la víctima. El desarrollo de figuras como la justicia internacional, la transicional y la restaurativa no es ajeno a la experiencia de Europa con el hitlerismo.

 Hubo, pues, cambios pero no del calibre que pensaron los que hablaron entonces del “deber de memoria” o del “nuevo imperativo categórico”. Estos supervivientes relacionaban la posibilidad de interrumpir las lógicas letales que llevaron a la catástrofe con ese “deber de memoria” y no con los cálculos políticos de las potencias vencedoras. Esas esperanzas quedaron frustradas porque lo que sobrevino políticamente, a partir de 1945, es un tiempo de olvido que sólo se empezó a superar en los años ochenta con el “Debate de los Historiadores” en Alemania. Hubo algunos amagos anteriormente (el juicio a Eichmann y la serie televisiva “Holocausto”), pero sólo entonces se pudo explicitar el alcance de ese re-pensar todo que planteaba “el nuevo imperativo de la memoria”. Al día de hoy podríamos decir que sabemos qué habría que re-pensar y desde qué óptica (lo resumía Adorno diciendo que sólo podía ser ésta: “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”), pero que el programa espera en algún rincón de la historia.

 Reyes Mate (Intervención en el encuentro organizado por el Comité Permanente de Jueces para la Democracia el 19 de febrero 2021).