1. Contra la COVID19 están luchando
sanitarios, políticos, trabajadores esenciales, algunos militares y, cada cual, como puede. Los organizadores de este acto
también convocan a la ética para que se sume a esta lucha. No es un actor
físico, como los otros, pero sí un agente transversal que condiciona el modo de luchar
de todos los demás.
Pues
bien, lo que la ética plantea es que actuemos humanamente. En el comentario que
hace Santo Tomás de Aristóteles dice que todo el intríngulis de la exigencia
ética está en la diferencia entre un gesto mecánico, previsible, que llama actus hominis, y una acción que tenga una finalidad, un objetivo,
a saber, el de la realización del ser humano, que llama actus humanus. En definitiva lo que plantea la exigencia ética es no
obrar, no tomar decisiones en función del dinero, del poder, de los votos, del
prestigio sino de acuerdo con el bienestar, la felicidad o la realización del
ser humano, una aspiración que es individual y colectiva.
Si esto ya es complicado en la vida cotidiana,
más ante un caso como esta pandemia que ha necesitado de graves términos para
ser descrita: crisis civilizatoria, última oportunidad del sistema, exigencia
de un nuevo contrato social. Su magnitud nos ha pillado desprevenidos. Como
decía Mario Benedetti: “creíamos que teníamos todas las respuestas y nos
cambiaron las preguntas”.
2. Bien es verdad que aunque sea una
sorpresa, no todo lo ocurrido es nuevo. Había lógicas letales que venían de
lejos, por eso algunos han propuesto cambiar o completar el nombre de esta
desgracia: a esta pan-demia (una
enfermedad que afecta al conjunto de la población), habría que llamarla también sin-demia, esto es, es una enfermedad
contagiosa que sólo se produce por convergencia de una serie de factores ya
existentes de distinta índole (económicos, políticos, culturales).
Para
entender algo de lo que está ocurriendo deberíamos tener cuenta las al menos
tres crisis subyacentes:
a)
una democrática, caracterizada por el divorcio poder-política y, también por el
ascenso de movimientos xenófobos al socaire de ideologías populistas.
b)
una crisis social. Nunca ha habido tanta riqueza y nunca las desigualdades han
sido tan sonoras (Oxfam asegura que 26 personas en el mundo acumulan la misma
riqueza que la mitad de la población
mundial)
c)
una crisis ecológica, fruto de un modelo de consumo y de producción
insostenible que está llevando al planeta tierra al colapso de sus ecosistemas.
Hemos transformado la naturaleza en un gigantesco laboratorio destinado a
forzar la producción de alimentos, recurriendo a todo tipo de tretas: confinamiento
de los animales, cócteles de antibióticos y piensos químicos. Pues bien, esa
naturaleza torturada se defiende generando un virus que ataca al ser humano de
una manera darwinista: va a por los más vulnerables (los pobres y los viejos).
Son virus darwinistas que de una forma impasible están quizá prefigurando el
hombre que vendrá.
Esta
crisis, con tanta retranca como acabamos de ver, nubla la mente a la hora de
leer el alcance de lo que está pasando y a la hora de tomar decisiones a la
altura de la gravedad de la situación. La ética no lo tiene efectivamente
fácil.
3. Para inyectar algo de optimismo,
es obligado reconoce que algo sí hemos aprendido. Por ejemplo, la dimensión
global de los problemas y, por tanto, de las soluciones: o nos salvamos todos o
nos perdemos todos; también la necesidad de proteger bienes comunes globales
que el neoliberalismo había borrado de la faz de la tierra. Protegerles
significa sacarles del mercado; finalmente que la economía es importante pero
que, mal que le pese a Marx (con tantos adoradores neoliberales), el cuidado de
la salud es primero.
La
pregunta es si valdrán de algo estas lecciones. Si nos asomamos a las
predicciones, se dibujan tres escenarios: a) que no se haga nada y, por tanto,
que la situación empeore; b) el lampedusismo: cambiar algo pero para seguir
igual; c) el cambio necesario que no tendrá lugar, de ahí el pesimismo.
4. Sobre este pesimismo quisiera
detenerme: ¿por qué nos cuesta cambiar lo que nos parece necesario? ¿por qué no
basta la severidad de la crisis? Para responder a esta pregunta invitaría a un
paseo por el destino de Auschwitz, por lo que ocurrió en el mundo después de
aquella catástrofe humanitaria.
También
entonces se pensó, en un primer momento, que todo debía cambiar. Muchos
pensaron que había que escribir los libros de nuevo o, al menos, leer los ya
escritos de otro modo. Hubo filósofos y sociólogos que afinaron mucho en el
cómo debía realizarse el cambio. Un tal Theodor Adorno hablaba de un “nuevo
imperativo categórico”, es decir, de unas nuevas tablas de la ley, que debería
consistir en repensar las piezas de las que se compone la historia (la
política, la ética, el arte, el derecho, la educación, la religión) partiendo
de la experiencia vivida, partiendo de la riqueza semántica de todo lo
acontecido, una riqueza que no estaba en los libros ni en las teorías
anteriores.
Pero
no ocurrió nada –nada fundamental- porque para cambiar realmente no había que
revisar sólo los fallos del sistema (las cosas malas), sino los “valores” que
veneramos (las cosas buenas), esos valores que no estamos dispuestos a tocar. Hubo
mejoras (un plan Marshall que mejoró las condiciones materiales de la gente,
alejando las tentaciones totalitarias; el estado de bienestar; una constitución
democrática para Alemania, impuesta por los aliados, etc.), pero no se tocaron
los pilares del sistema. Un ejemplo: para entender la política de otra manera,
de acuerdo con ese nuevo imperativo categórico, habría que revisar el valor
sobre el que se sustenta la política moderna, esto es, el progreso. ¿Por qué?
Porque decían ellos –y sabían de qué hablaban- porque “progreso y fascismo
coinciden”. Los vencedores estaban dispuestos a ponérselo difícil al fascismo,
pero “el progreso no se toca” y como no se tocó siguió el antisemitismo y no se
puso fin a los genocidios. Es verdad que ya no hay vagones de ganado
transportando a millones de judíos; hay frágiles pateras transportando a
millones de emigrantes, condenados a la muerte o a una existencia inhumana
Quizá
nos pase hoy algo parecido. Estamos instalados en prácticas muy confortables
que hemos elevado a valores a los que no estamos dispuestos a renunciar. Me
refiero, por ejemplo, a la confianza en la técnica y en la ciencia. Esta es tal
que, en el fondo, estamos convencidos de que una buena vacuna acabará con todo
este problema. La sabiduría que transmite el dicho de Benedetti nos desasosiega
profundamente. Preferimos pensar que al ser humano sólo se le pueden plantear
aquellas preguntas que puede responder. Las otras, como si no existieran. Y, volviendo
al progreso, hemos progresado mucho desde los años de la posguerra. Aquella
relación entre progreso y fascismo parece hoy imposible. Es verdad, pero porque
el progreso nos conforma ahora de otra manera. Señalaría un par de modalidades,
igualmente letales: a) su culto a la velocidad hoy se expresa en cultura de la
aceleración, de la prisa. La prisa mata en un doble sentido: han muerto en las
carreteras más que en las guerras; y está muriendo la posibilidad de la
experiencia a manos de la vivencia, que no es lo mismo. El tiempo letal de la
prisa es también la aceleración que incrementa los beneficios en el sistema de
producción. No hay tiempo ni para medir la gravedad de la situación. Y aunque
le hubiera materialmente, no soportaríamos detenernos en ese tiempo de
reflexión y pausa. Y b) se está imponiendo una cultura de lo táctil, de lo que
se toca. Movemos el mundo con la yema de los dedos. Cada vez más nos cuesta la
lectura de lo oculto; leer entre líneas. En una palabra: nos cuesta entender
los hechos como síntomas.
Detengámonos
un instante en este punto. Y empiezo por una noticia que me llamó la atención.
En octubre pasado, Pedro Sánchez fue recibido por el Papa Francisco. Entonces
trascendió una noticia que tenía su gracia: Francisco había recomendado a Pedro
un libro escrito por un comunista judío. Sólo faltaba que fuera masón para que
Franco se hundiera en la tumba. El autor era Sigmond Ginzberg y el título Sindrome 1933, año del “asalto al poder”
de los nazis en Alemania. El libro trata de responder a la pregunta ¿cómo un
cabo de medio pelo, Hitler, llegó al poder en la culta Alemania? La respuesta:
porque se encontró el trabajo hecho. Se refiere, en primer lugar, a los
políticos que ya se habían encargado de desprestigiar la política: 34 partidos;
en un año dos votaciones para elegir Presidente y tres para el Parlamento, sin
hablar de las convocatorias territoriales: en cinco años, cinco elecciones
generales. Y en los últimos catorce años, los alemanes habían conocido a 13
cancilleres y 21 gobiernos.
También
los intelectuales echaron una mano: dominaban entonces teorías biologistas que
contaminaban las ciencias y las humanidades; el culto al populismo entusiasmaba
a los filósofos (hasta en los más sesudos, todo giraba en torno a la palabra
“völkisch”); los artistas también colaboraban con su culto a la violencia,
véase el expresionismo. Capítulo especial, la prensa, volcada en el
sensacionalismo pagando el precio de las medias verdades
La
idea del libro es que Hitler supo leer unos hechos que para sus protagonistas eran
planos. Hitler leyó los hechos de la vida alemana como síntomas de una
desmoralización general y de un deterioro de los valores en curso. Lo que hizo
fue sustituirlos por otros: en vez de tanto partido, un movimiento nacional; en
vez de tantas urnas, estado de excepción: ¿que se lleva lo popular?, pues
cultivemos lo ario. Y, ya puestos, en vez de medias verdades, mentiras
repetidas.
El
libro es una invitación a leer lo que está ocurriendo no como hechos de corto
alcance sino como síntomas de un profundo malestar. Hechos como la emigración
deben ser leídos como algo más que la huída del hambre o de la guerra: es el
final del orden westfaliano basado en la figura del Estado, de la fronteras
nacionales. El lenguaje faltón de los políticos, no sólo es señal de mala
educación, sino renuncia a su capacidad retórica, a la confianza en la palabra,
es decir, aviso de la muerte del parlamento. Respeto al populismo: no es
expresión sólo de la degradación de las clases medias, sino la resurrección de
la política schmittiana, del amigo-enemigo, de la necesidad del chivo
expiatorio que hace un siglo se personificó en el antisemitismo y hoy se
encarna en el emigrante pobre, negro o moro.
Termino:
la pregunta por la salud de la ética es una pregunta por la salud del ser
humano que somos. Constatamos un desgaste o cansancio en humanidad. Va ganando
el actus hominis y pierde terreno el actus humanus.
NB: en el debate
subsiguiente apareció una pregunta sobre si el Holocausto contribuyó o no a
mejorar la historia, que quisiera ahora responder
Hubo
cambios importantes, sin duda. Los aliados pusieron todo el empeño en segar al
fascismo la hierba bajo los pies, por eso tomaron medidas muy contundentes,
tales como, el Plan Marshall, pensando que unas mejores condiciones económicas dificultarían
las propuestas totalitarias; también, una educación en la tolerancia, así como
imponer a los alemanes una constitución democrática, que sigue vigente. También
es reseñable el empeño de la socialdemocracia y de la democracia cristiana en
el desarrollo de un Estado de Bienestar. Sin olvidar el envite de la Unión
Europea, impensable sin la experiencia de enfrentamientos nacionalistas que
supusieron las dos guerras mundiales. Por lo que respecta al derecho, enseguida
surgió la idea de relacionar la justicia no tanto con el castigo al culpable
como con la reparación de los daños de la víctima. El desarrollo de figuras
como la justicia internacional, la transicional y la restaurativa no es ajeno a
la experiencia de Europa con el hitlerismo.
Hubo,
pues, cambios pero no del calibre que pensaron los que hablaron entonces del
“deber de memoria” o del “nuevo imperativo categórico”. Estos supervivientes
relacionaban la posibilidad de interrumpir las lógicas letales que llevaron a
la catástrofe con ese “deber de memoria” y no con los cálculos políticos de las
potencias vencedoras. Esas esperanzas quedaron frustradas porque lo que
sobrevino políticamente, a partir de 1945, es un tiempo de olvido que sólo se
empezó a superar en los años ochenta con el “Debate de los Historiadores” en
Alemania. Hubo algunos amagos anteriormente (el juicio a Eichmann y la serie
televisiva “Holocausto”), pero sólo entonces se pudo explicitar el alcance de
ese re-pensar todo que planteaba “el nuevo imperativo de la memoria”. Al día de
hoy podríamos decir que sabemos qué habría que re-pensar y desde qué óptica (lo
resumía Adorno diciendo que sólo podía ser ésta: “dejar hablar al sufrimiento
es la condición de toda verdad”), pero que el programa espera en algún rincón
de la historia.
Reyes
Mate (Intervención en el encuentro organizado por el Comité Permanente de Jueces para la Democracia el 19 de
febrero 2021).