La equiparación que hizo Pablo
Iglesias del exilio republicano con la fuga de Puigdemont, ha merecido tal
desaprobación de crítica y público que no vale la pena volver sobre ello. Ni
siquiera un Vicepresidente del Gobierno puede fundir la figura del tránsfuga en
el molde del exiliado.
La torpe comparación tiene, sin
embargo, un punto de interés que ha pasado desapercibido. Concedido que el
tránsfuga independentista no es un exiliado, ¿cuál es la relación entre exilio
y nacionalismo? La pregunta está
justificada, en primer lugar, porque ha habido exiliados que se la han
planteado y, en segundo lugar, porque si algo no soporta el concepto de exilio
es el de nacionalismo.
Lo que acabo de decir parece
contradecir los hechos. En efecto, si miramos en el exilio republicano que
provocó el franquismo, no faltan exiliados que añoraban volver a una Galicia o
a un País Vasco o a una Cataluña soberana en alguna de sus versiones. Eso es
cierto, tan cierto como que esas posiciones políticas que sus actores defendían
ya antes del exilio, no pasaron por la prueba del destierro. Quiero decir que,
en estos casos, estamos hablando de exiliados políticos que vivieron la
expatriación como una circunstancia impuesta sin que esa circunstancia pesara
en su reflexión política. Contra lo que pudiera parecer, son muy pocos los
exiliados que reflexionaron sobre el exilio. De muchos de ellos bien se puede
decir que nunca se fueron pues siempre tuvieron las maletas listas para
regresar al mismo lugar. Vivieron fuera pensando sólo en volver. Ni siquiera
los llamados transterrados –que cambiaron la tierra de España por la de México-
alteraron su forma de patriotismo, ligada siempre a la tierra que pisaban.
Recuerdo a alguno de ellos, como Adolfo Sánchez Vázquez, diciendo que su obra
hubiera sido la misma sin exilio.
Pero sí hubo algunos pocos que pensaron
a fondo qué significaba salir de su país y convertirse en extranjeros de por
vida. El caso de la filósofa malagueña, María Zambrano, es ejemplar en este
sentido. Lo que decía, en primer lugar, es que el exilio no tiene vuelta atrás
–“ya nunca más se repasaría esa frontera”- pues aunque volviese no encontraría
el mismo mundo. Su destino era el estar fuera. En el destierro se produce, en
un segundo momento, el descubrimiento de la verdadera patria “que consiste en
no tenerla”. El exiliado, arrojado al mundo, no renuncia a los elementos que
conforma la identidad nacional tales como la lengua, la tierra, las costumbres
o la cultura, pero relativizará su peso. La verdadera tierra no es la que
dejaron sino una por venir, prometida,
que acogerá a todos y de la que nadie será expulsado. Lo mismo con la
lengua o con la cultura. Los elementos identitarios pierden su pesantez
nacionalista y se convierten en trampolines de una identidad posnacional no
excluyente.
En lo que coinciden los que viven a
fondo el exilio –desde Abraham a Machado- es que se desinflan los determinismos
de origen, es decir, las llamadas de la sangre o de la tierra, mientras gana
músculo la decisión de vivir en el lugar y en la forma que uno elige. El
exiliado personifica la madurez humana porque relativiza el poder del punto de
partida, dando mayor protagonismo a la libertad que se traduce en itinerancia
que le llevará a espacios sin fronteras. Y es que, como dice la Zambrano,
“fuimos arrojados de esa primera patria para realizarnos como hombres”. Su
patria no es ya la nación.
Hay todavía una reflexión de María
Zambrano que todo español debería tener en cuenta: nuestra historia, dice, está
jalonada de exilios y guerras civiles. Nos pasa lo que a las Meninas de
Velázquez. El pintor madrileño no encontró otra forma de realzar la belleza de
las infantas que pintándolas como contrapunto de dos figuras deformes, los
enanos Mari Bárbola y Nicolasito Percusato. Nos definimos, excluyendo; nos
afirmamos, negando. Esa es la constante de nuestra historia. Habremos cambiado
los nombres de lo excluido (judíos, moriscos, protestantes, erasmistas,
liberales, rojos, charnegos o maketos), pero la tónica sigue intacta. En
español la palabra nosotros no
connota comunión alguna sino literalmente no-otros.
Estas reflexiones de María Zambrano,
que también encontramos en otro exiliado insigne, el dramaturgo Max Aub, pero
en pocos más, coincide en lo fundamental con las que hicieron los profetas
bíblicos cuando el exilio en Babilonia. Allí descubrieron que el exilio era
“diáspora”, es decir, una forma de existencia. El pueblo judío renunciaba a ser
una nación, como las demás, para llevar una vida errante, es decir, compartida
con los demás pueblos. Renuncian a tener un Estado propio en nombre de la fraternidad
humana.
Se comprende que los exiliados no
reflexionen sobre el exilio. Bastante tenían con sobrevivir. Pero este
Vicepresidente, tan preocupado por mejorar la calidad de la democracia
española, sí debería saber que el nacionalismo -según dicen sus teóricos,
incluido Herder, santo y seña del nacionalismo catalán, según Jordi Pujol- sustituye
la razón por el sentimiento y la fraternidad humana por los intereses de la
tribu, que es exactamente lo contrario de lo que pretende la democracia.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 14 de
febrero 2021)