5/2/21

Un retrovisor para este nuevo año

             El año nuevo es siempre propicio para hacer cambios: que si dejar de fumar o bajar de peso o hacer deporte o poner orden en la casa. El año entrante, este 2021, viene además con la exigencia añadida de romper los puentes con el que acaba de terminar. No podemos imaginar el futuro más que como interrupción de la pandemia que hemos vivido.

            Para muchos sesudos analistas estos buenos deseos suenan a simplezas carentes de toda justificación. ¿Qué queremos cambios? Pero si desde siempre todo va cambiando. ¿Acaso, decían los antiguos, puede alguien bañarse dos veces en el mismo agua del río? Si lo que deseamos es salvar un planeta en peligro, rebajando la contaminación como en los meses de confinamiento, ¿queremos acaso convertir el mundo en un cementerio donde, ahí sí, nadie contamina? Lo que nos vienen a decir estos escépticos es que la vida cambia constantemente sin que eso signifique novedad alguna y, también, que vida y muerte viajen en el mismo vagón. Mejor que fiarse de sueños utópicos es, nos dicen, confiar en la ciencia que traerá vacunas contra el virus y contra la polución. Es decir, hay que seguir como si no pasara nada.

            Y, sin embargo, hemos llegado a un punto de civilización que despierta un tipo de preocupación desconocida. Hasta ahora el ser humano identificaba peligro o catástrofe con  final de trayecto. Se inquietaba cada vez que un proyecto se acababa o se barruntaba el fin del mundo. Ahora lo que da realmente miedo es que esto que nos ocurre no acabe. Hemos descubierto la gran diferencia entre el destino y la historia. No es lo mismo, en efecto, vivir arrastrado por la tiranía de la técnica que nos va marcando el paso diciéndonos  lo que tenemos que comer, oír, leer o visitar, que poder decidir por nuestra cuenta qué queremos y cómo queremos ser.

            En este preciso momento de la historia de la humanidad el cambio deseable no lo asociamos tanto a novedad como a interrupción. Lo decisivo no es tanto experimentar algo nuevo, como ocurrió en otros tiempos cuando hubo que sustituir los caseríos por ciudades o el carro de caballos por máquinas de vapor, como liberarnos del lastre del pasado. Nos sentimos tan atados al impulso de fuerzas externas que entendemos por qué hace años alguien profetizaba que el nuevo nombre de revolución no sería aceleración sino interrupción. Hasta ahora las revoluciones prometían cambios con los que en poco tiempo recuperar atrasos históricos (por eso Lenin resumía la revolución bolchevique en dos palabras “soviets y electrificación”, es decir, ideología comunista al servicio del desarrollo material, como hoy hace China).

            Eso es lo que lleva al desastre. Lo vemos en el caso del COVID19. Nos avisan los científicos que este tipo de pandemia es el resultado de un desequilibrio ecológico, casi una venganza de la naturaleza que se rebela contra la explotación salvaje de sus recursos. Y nos sentimos  impotentes ante ella porque el combate plantea un dilema: o salud o economía, por eso los políticos abren la mano cuando los infectados disminuyen y la cierran cuando aumentan.

            Pero cada vez tenemos más claro que esa forma de enfrentar la pandemia es como hacerse trampas al solitario. La salud y la economía no están al mismo nivel.  Rafael Bengoa, el experto internacional tan mal aprovechado en España, plantea las cosas con todo el rigor cuando dice “o salvar vidas o salvar las navidades”.

             Si planteamos esa relación entre salud y economía como la búsqueda de un equilibrio, lo que hacemos en el fondo es dar prioridad a la economía sobre la vida, algo que no nos inventamos ahora sino que nos es muy familiar. Eso que llamamos capitalismo, es decir, la forma que tenemos de entender la creación de riquezas, no es un sistema racional sino una religión que promete, como todas las religiones, la salvación. Lo que tiene de original la religión capitalista es que lo que nos salva no es la riqueza que produce sino el dinero. Está pensado para obtener y multiplicar los beneficios a cualquier precio. Este mito que nos posee a todos explica, por ejemplo, que las residencias de ancianos estén concebidas como negocio en manos del capital financiero, que el glamour de la navidad se confunda con los intereses de las grandes superficies comerciales o  sencillamente que las cámaras de televisión informen desde las entradas de los hospitales mientras los platós se llenan de hoteleros y hosteleros lamentando su mala racha. Se silencia a los muertos para acallar la voz de la vida.

            Naturalmente que es importante la economía. No se trata de negarla sino de hacer algunos ajustes. En primer lugar, recordar una vieja convicción formulada hace 25 siglos por Protágoras, a saber, “que el hombre es la medida de todas las cosas”. En segundo lugar, establecer un equilibrio entre el hombre y la naturaleza. Ya es triste saber, como revelaba Kafka, que el paraíso existía, pero porque el hombre había sido oportunamente expulsado de su recinto. Esa mortal ironía expresa bien la capacidad depredadora de la especie humana que sólo se puede corregir descubriendo la virtud de la sobriedad.

            Nunca ha sido fácil corregir por las buenas un curso histórico. Casi siempre se impone por la fuerza. Esta pandemia es un aviso inesperado que nos llega sin embargo cuando estamos a tiempo.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 17 de enero 2021)