Para muchos sesudos analistas estos buenos deseos suenan a simplezas carentes de toda justificación. ¿Qué queremos cambios? Pero si desde siempre todo va cambiando. ¿Acaso, decían los antiguos, puede alguien bañarse dos veces en el mismo agua del río? Si lo que deseamos es salvar un planeta en peligro, rebajando la contaminación como en los meses de confinamiento, ¿queremos acaso convertir el mundo en un cementerio donde, ahí sí, nadie contamina? Lo que nos vienen a decir estos escépticos es que la vida cambia constantemente sin que eso signifique novedad alguna y, también, que vida y muerte viajen en el mismo vagón. Mejor que fiarse de sueños utópicos es, nos dicen, confiar en la ciencia que traerá vacunas contra el virus y contra la polución. Es decir, hay que seguir como si no pasara nada.
Y, sin embargo, hemos llegado a un punto
de civilización que despierta un tipo de preocupación desconocida. Hasta ahora
el ser humano identificaba peligro o catástrofe con final de trayecto. Se inquietaba cada vez que
un proyecto se acababa o se barruntaba el fin del mundo. Ahora lo que da realmente
miedo es que esto que nos ocurre no acabe. Hemos descubierto la gran diferencia
entre el destino y la historia. No es lo mismo, en efecto, vivir arrastrado por
la tiranía de la técnica que nos va marcando el paso diciéndonos lo que tenemos que comer, oír, leer o
visitar, que poder decidir por nuestra cuenta qué queremos y cómo queremos ser.
En este preciso momento de la
historia de la humanidad el cambio deseable no lo asociamos tanto a novedad
como a interrupción. Lo decisivo no es tanto experimentar algo nuevo, como
ocurrió en otros tiempos cuando hubo que sustituir los caseríos por ciudades o
el carro de caballos por máquinas de vapor, como liberarnos del lastre del
pasado. Nos sentimos tan atados al impulso de fuerzas externas que entendemos
por qué hace años alguien profetizaba que el nuevo nombre de revolución no
sería aceleración sino interrupción. Hasta ahora las revoluciones prometían
cambios con los que en poco tiempo recuperar atrasos históricos (por eso Lenin resumía
la revolución bolchevique en dos palabras “soviets y electrificación”, es
decir, ideología comunista al servicio del desarrollo material, como hoy hace
China).
Eso es lo que lleva al desastre. Lo
vemos en el caso del COVID19. Nos avisan los científicos que este tipo de
pandemia es el resultado de un desequilibrio ecológico, casi una venganza de la
naturaleza que se rebela contra la explotación salvaje de sus recursos. Y nos
sentimos impotentes ante ella porque el
combate plantea un dilema: o salud o economía, por eso los políticos abren la
mano cuando los infectados disminuyen y la cierran cuando aumentan.
Pero cada vez tenemos más claro que
esa forma de enfrentar la pandemia es como hacerse trampas al solitario. La
salud y la economía no están al mismo nivel.
Rafael Bengoa, el experto internacional tan mal aprovechado en España,
plantea las cosas con todo el rigor cuando dice “o salvar vidas o salvar las
navidades”.
Naturalmente que es importante la
economía. No se trata de negarla sino de hacer algunos ajustes. En primer
lugar, recordar una vieja convicción formulada hace 25 siglos por Protágoras, a
saber, “que el hombre es la medida de todas las cosas”. En segundo lugar,
establecer un equilibrio entre el hombre y la naturaleza. Ya es triste saber,
como revelaba Kafka, que el paraíso existía, pero porque el hombre había sido oportunamente
expulsado de su recinto. Esa mortal ironía expresa bien la capacidad
depredadora de la especie humana que sólo se puede corregir descubriendo la
virtud de la sobriedad.
Nunca ha sido fácil corregir por las
buenas un curso histórico. Casi siempre se impone por la fuerza. Esta pandemia
es un aviso inesperado que nos llega sin embargo cuando estamos a tiempo.