Acaba de aparecer la última
encíclica del Papa Francisco, Fratelli
Tutti, un alegato a favor de la fraternidad como virtud política. La
encíclica es un género literario de difícil ubicación: es un discurso
cristiano, sí, pero dirigido a toda “persona de buena voluntad”. Puede conseguir,
como en este caso, que irrite a creyentes conservadores y la aplaudan
agnósticos aperturistas.
No se puede decir que las encíclicas
hayan cambiado el rumbo de la historia, entre otras razones porque los
católicos no se sienten obligados a cambiar sus prácticas políticas o
económicas por lo que diga el Papa, pero no han sido inútiles porque venían a
reforzar determinados valores humanistas, también defendidos por otros líderes
mundiales, religiosos o laicos, que han hecho camino. Pensemos en causas como
la de los emigrantes, el hambre en el mundo, la pena de muerte o el recurso a
la guerra. En estos temas la voz del Papa ha estado del lado bueno.
Este tono humanista se mantiene en Fratelli Tutti y eso le ha valido más
de un reproche por parte de los católicos conservadores. Las matizadas críticas
del Papa a la propiedad privada, basadas en la doctrina más tradicional, les
suena a herejía; las que dirige al neoliberalismo, a traición. Y la cita de
Juan Crisóstomo -que interpreta la pobreza como un empobrecimiento
injustificable que convierte a la riqueza en robo- como el acabose. Por mucho
menos han acabado Sumos Pontífices en las mazmorras de Sant’Angello. Con todo,
lo que más irritación puede causar son sus reflexiones sobre la emigración pues
ahí da en la línea de flotación de la nueva derecha europea. Se identifica
Europa con “occidente cristiano” y se levanta la bandera contra el emigrante
negro o árabe. En Francia, Alemania, Holanda
y España se oye decir, cada vez más, que “ el Islam no forma parte de
Europa". Los alemanes, por ejemplo, tienen un partido llamado Patriotas Europeos Contra la Islamización de
Occidente (PEGIDA) y otro, Alternativa
para Alemania, que se han abierto paso vociferando que Occidente es
cristiano, es decir, convirtiendo el cristianismo en una religión étnica de
blancos antiislamistas (que tanto recuerdan al hitlerismo que era una religión
étnica de arios antisemitas). También es verdad que hay una extrema
derecha que reivindica una tradición
pagana o politeísta -como hacen P. Sloterdijk en Alemania y de Benoist en
Francia- que declaran la guerra a planteamientos como los de Francisco porque
consideran al cristianismo que él representa culpable de un rigor moral y de
unas exigencias universalistas que provocan la infelicidad del ser humano, que
no da para tanto.
Con esto seguramente contaba el Papa
Francisco. Mucho más interesantes son críticas como la de Massimo Cacciari,
influyente filósofo italiano que fue alcalde de Venecia. El, un agnóstico
progresista, echa de menos una voz propiamente cristiana. Celebra, claro, que
el mundo católico se sume a los ideales ilustrados de
igualdad-libertad-fraternidad, tan denostados en otro tiempo por la Iglesia
católica, pero lo que este mundo necesita no es repetir lo que ya sabe sino oír
algo nuevo, una novedad cuyo secreto tiene el cristianismo y que se substancia,
según él, en palabras tan provocadoras como mesianismo, profetismo o
apocalipsis. La Iglesia debería poner punto final a su esfuerzo por hacerse
perdonar sus errores históricos y hacer valer su propia tradición no contra
(como antaño) sino a favor del hombre y del mundo.
No le falta la razón. Ha medrado en
las últimas décadas un tipo de teología progre, en el mundo católico (que se
corresponde con cierta teología liberal protestante) que buscaba audiencia en
la sociedad moderna reproduciendo teológicamente lo que se decía
filosóficamente. Esa teología unas veces se sometía acríticamente a los ideales
ilustrados y otras, a los marxistas, consiguiendo el aplauso de unos y otros
pero sin aportar nada más que críticas facilonas casi siempre clericales.
Por eso es de agradecer que alguien,
agnóstico y moderno, reivindique esa tradición cristiana porque espera de ella
ideas y propuestas innovadoras. En lo que, a mi entender, se equivoca Cacciari es
en afirmar que Fratelli Tutti no da
ese paso y se queda en la música de las
teologías liberales. La novedad de esta encíclica es que libera al cristianismo
de un síndrome de dependencia respecto a planteamientos progresistas y habla
sobre los temas que interesan a la humanidad con voz propia. Este texto no es
un caso más de teología progre. Va a hablar de fraternidad, pero de la
fraternidad se puede hablar de dos maneras: inspirándose en Robespierre o en la
parábola del Buen Samaritano. Fue Robespierre, en efecto, quien dio un golpe de
Estado porque veía que la Revolución Francesa reservaba los ideales de igualdad
y libertad a los ricos. Para dejar claro que también alcanzaban a los pobres,
buscó una tercera bandera: la de la fraternidad, una exigencia excesiva,
incluso para los revolucionarios, que se prestaron a quitarla de en medio tan pronto como pudieron. La mala fama que
arrastra Robespierre en algo tiene que ver con esta pretensión suya de que los
“sans culottes”, “el lumpen” (es decir, los traperos), también nacen iguales y
libres. Quien se benefició de la aquel cambio revolucionario fue el burgués, es
decir, el propietario, no el pobre.
El relato del Buen Samaritano
también habla de fraternidad pero en un sentido muy diferente. Ese relato, uno
de los más sorprendentes de la literatura mundial, es también uno de los más
manipulados quizá porque en su literalidad resulta insoportable. El contexto
del relato es una polémica entre Jesús de Nazareth, y sus oponentes, letrados
judíos, sobre el alcance de la ética, es decir, cómo alcanzar la felicidad.
Jesús predicaba un buenismo que casaba mal con el rigor talmúdico. Le piden que
precise hasta donde hay que ser bueno: ¿con los de casa, con los vecinos, con
los de la raza, con los forasteros, con los enemigos? Jesús no les responde
directamente sino que desplaza el planteamiento: en lugar de discutir sobre el
alcance de la ética, aclaremos, les viene a decir, algo previo:¿cómo nos
constituimos en sujetos morales? ¿en qué consiste ser bueno? ¿en obedecer a la
ley, en seguir el dictado de la conciencia, en respetar las leyes de la ciudad,
en ser judío?
El predicador de Galilea tenía una
teoría que se resumía en una palabra: "prójimo", "ser prójimo".
Y ¿quién es mí prójimo", pregunta el oponente que era, él sí, un letrado.
Se lo aclara con un relato: Un hombre va de Jerusalem a Jericó. Le asaltan unos
ladrones que le roban y le dejan malherido. Pasa por allí un intelectual
ensimismado que no le hace caso; pasa un sacerdote sumido en profunda
meditación y, tampoco. Llega luego un samaritano, mala gente ésta de Samaría,
que al verle descabalga, le cura, se lo lleva a la posada para que se reponga y
se hace cargo de sus gastos. Ser bueno consiste en hacerse prójimo, es decir,
en aproximarse al caído. No pone el acento en la buena obra sino en el hecho de
que gracias a la buena obra nosotros nos hacemos buenos, es decir, prójimos. La
compasión nos convierte en seres humanos. No nacemos sujetos morales sino que
lo tenemos que conquistar haciéndonos cargo del otro necesitado.
El que aquí gana es el que da. Lo
que hace insoportable este relato es que para devenir sujeto moral haya que
hacerse cargo del otro, que en eso consiste ser prójimo. Precisamente por eso
los propios cristianos han tenido que deformar el relato durante siglos
llamando prójimo al caído. De esta manera la compasión samaritana quedaba
privada de su originalidad: el prójimo sería ahora el pobre desgraciado que
espera nuestras limosnas. No necesitamos hacernos prójimo, como pide el relato.
Al contrario, se trata de ayudarle, de darle de lo que nos sobra. Fratelli Tutti recupera, por el
contrario, el sentido subversivo originario del relato evangélico.
Ahora podemos apreciar la diferencia
entre Jesús y Robespierre: para este la fraternidad es un asunto de justicia
distributiva (los bienes revolucionarios deben llegar a todos); para aquél, es
la forma de que uno alcance la dignidad de ser humano. La fraternidad o la
compasión no es una materia optativa sino el punto de partida de una nueva
humanidad. Y esa es la palanca desconocida que Francisco rescata del
cristianismo para ponerla en manos de la gente de buena voluntad. Lo original
de este escrito es que, a diferencia de otros líderes mundiales, no apela a
buenos sentimientos para dar una respuesta humanitaria a la pobreza, la
emigración o las guerras. El objetivo no es que los más afortunados sean más
solidarios sino que todos entendamos, también los que dan, que gracias a ese gesto
compasivo alcanzamos la dignidad humana, sea porque nunca la hemos tenido o
porque la habíamos perdido con una vida de espaldas a los demás.
La compasión samaritana es un rasgo
inconfundible de la originalidad del cristianismo, pero son pensadores judíos
quienes seguramente más consecuentemente la han recibido y desarrollado con sus
teorías sobre la alteridad. Es lo que guía la filosofía de Emmanuel Levinas, en
Francia, o de Herman Cohen, en Alemania. Levinas llega a decir no sólo que
tengo que hacerme cargo del otro sino que “soy responsable del otro incluso
cuando comete crímenes, incluso cuando otros hombres cometen crímenes. Es, para
mi, lo esencial de la conciencia judía. Pero creo que es también lo esencial de
la conciencia humana: todos los hombres son responsables unos de otros, y,
citando a Dostoievski, o más que todos los demás". También Hermann Cohen
se pregunta “si acaso existo yo como sujeto moral antes de que me convierta en
prójimo”, es decir, antes de que me aproxime al necesitado. En estos
pensadores, el principio alteridad despide al de autonomía ilustrada. Y esa es
la grandeza de esta encíclica. No lo tiene fácil Francisco. Reconoce en un
momento que muchos, católicos o no, se negarán a seguirle porque no aceptan su
lógica, su enfoque y, añade, “si no se intenta entrar en esa lógica, mis
palabras sonarán a fantasía”. Lo grave del asunto es que su lógica, que es la
compasión samaritana, es la del fundador del cristianismo, extraña a los
propios cristianos. Por eso no cabe hacerse ilusiones sobre la eficacia del
texto papal. Hay una viñeta de El Roto
donde aparece un predicador en un campanario gritando “El Papa ha dicho que el capitalismo
es malo ¿y ahora que va a pasar?” Y nos muestra un pueblo muerto para decir que
no pasa nada. No hay por qué compartir tanto pesimismo. La historia avanza
cuando aparecen ideas poderosas que señalan una dirección. Esta de la
fraternidad es una de ellas, sea en la versión de Robespierre o, más aún, en la
de Francisco.
Reyes
Mate (revista Poliedro, nr 3 (2020)
Universidad de San Isidro, Argentina, 329-334)