8/1/21

"Antes de que decline el día. Reflexiones filosóficas sobre otro mundo posible (Diálogos de y con Reyes Mate)"*

            En julio del 2018 Francisco Martín, profesor en la Universidad de Turín, me propuso un experimento que me resultaba inédito. Consistía en desgranar en tres mañanas algunos de los temas que más me han ocupado ante un posible público que se sintiera convocado por los asuntos propuestos, invitándoles a su vez a que intervinieran directamente a través del diálogo y de comunicaciones. El experimento tuvo lugar en Soria y aunque la convocatoria venía anunciada severamente como una “encerrona”, resultó ser, en lo que a mi respecta, una generosa “obertura” por la variedad de recepciones y matices que allí se pusieron en evidencia. Luego se habló de hacer una publicación y pensé que el mejor formato posible tendría que venir del estilo.

             Es innegable que muchas de las ideas allí expuestas habían sido presentadas en otros espacios. Lo nuevo tendría que venir de un esfuerzo añadido de clarificación. Quería que conservaran en lo posible el estilo hablado, aproximándose todo lo posible a una conversación. No estoy seguro de haberlo conseguido porque las palabras se deben a contextos que, en relación a lo aquí tratado, se ha servido más de la escritura que del coloquio. Es difícil desprenderse de ese defecto de fábrica. Quede en cualquier caso constancia del esfuerzo realizado por conversar  o convertir la escritura en palabra.

             Tres son los capítulos de este libro como tres fueron los temas que nos ocuparon en Soria. Hablamos el primer día de Atenas y Jerusalem, las dos culturas que nos han conformado como Occidente, sin excluir otras, como la islámica. Luego fue el turno para la justicia, dedicando  el tercer día a hablar del tiempo partiendo de esa forma dominante de tiempo que es el progreso.

             Lo que quise decir y el lector podrá comprobar es que Europa tiene dos almas, la griega y la judía, con la particularidad que hemos honrado a la primera y olvidado la segunda. El filósofo judío alemán, Franz Rosenzweig, divisaba una línea que iba “desde los jónicos hasta Jena”. Jonia era la patria de los filósofos presocráticos y Jena, la de Hegel. Una línea pues que va desde los albores de la filosofía hasta esa culminación que mucho sitúan en Hegel; una  línea que, con muchos recovecos ciertamente, había estructura este Occidente en el que nos movemos. Pero Europa no se entiende sin el judaísmo no sólo porque tampoco sin él es elocuente el cristianismo, sino porque siempre ha estado ahí, muchas veces para ser rechazado pero casi siempre para alimentar a Europa en momentos de crisis. La tradición judía ha sido ese punto insobornable desde el que poder mirar críticamente los valores dominantes. El que esta historia milenaria haya estado sistemáticamente acompañada de un contumaz antisemitismo puede ser la señal de que la cultura dominante siempre se ha sentido mirada y vigilada por esa otra, la judía, siempre situada en el margen. El antisemitismo sería entonces la respuesta despiadada del Occidente triunfante al aguijón de una crítica que mina las certezas de la cultura dominante. Lo que he intentado es explicar esa relación, las razones del enfrentamiento y la necesidad del encuentro.

             Sobre la justicia sigo empeñado en que distingamos desigualdad de injusticia. Parecen sinónimos pero no lo son, siendo, por el contrario una fuente de malentendidos y errores. Lo que les diferencia es el peso del tiempo. Las desigualdades son atemporales pues siempre están ahí, como fenómenos naturales, que interpelan la sensibilidad del  paseante. Las injusticias son, por el contrario, históricas. Abreviando podemos decir que las causaron los abuelos y nosotros las heredamos. La interpelación que procede de la desigualdad se resuelve con un gesto de superioridad moral por nuestra parte. Es como si nos hiciéramos cargo de ellas porque hieren nuestra fina sensibilidad moral. La interpelación de la injusticia, por el contrario, nos interpela desde ella misma y nos alcanza porque algo tenemos que ver nosotros con el origen de esa injusticia. Ahí la iniciativa la tiene el otro. Desde estos supuestos planteo la tesis de que la justicia es una respuesta a la injusticia y en absoluto una teoría que se pueda construir haciendo abstracción de la injusticia. Este planteamiento va en dirección contraria a las modernas teorías de la justicia de corte procedimental, discursiva o deliberativa, que es lo que se lleva, porque en el fondo confunden injusticia con desigualdad.

             Por lo que hace al progreso hay que decir que es el test del nuevo discurso. Vertebra de tal manera la mentalidad contemporánea que cualquier cambio en cualquier ámbito pasa por un cambio en la concepción del progreso. Ya Benjamin denunciaba la complicidad entre progreso y fascismo por la naturalidad con la que uno y otro sacrifican lo que sea -individuos, comunidades o valores-para conseguir sus objetivos. Lo grave del progreso es que vertebró el fascismo y lo sigue haciendo hoy en estos tiempos postotalitarios. Si está tan anclado en nuestra mentalidad es porque se nos presenta como inagotable, irresistible, imparable y sanador. Mientras nos domine, nada importante podrá cambiar porque cualquier remedio a nuestros males comportará una dosis mayor o menor de progreso y eso es como querer apagar un fuego con gasolina. Si los peligros del cambio climático no nos movilizan; si la amenaza que se cierne sobre nuestro planeta sólo genera discursos vanos, no es porque no queramos hacer algo. Es porque lo queremos hacer invocando de alguna manera el progreso, que es como su caldo de cultivo. La palanca del cambio es la crítica al progreso. Y todo comienza por desmontar el carácter natural y omnipotente con el que nos le representamos. Para eso hay que hacer ver que el progreso es una modalidad de tiempo que aparece en un momento determinado de la historia y se queda. Ni es natural ni es eterno. Al contrario, el progreso es como la marca blanca del gnosticismo que aparece en la historia de Occidente en el siglo II cuando fracasa  otra modalidad del tiempo – éste, sí, originario- que llamamos apocalíptico. El secreto de un futuro que rompa el ritmo catastrófico en el que estamos embarcados está escondido en conceptos tan antiguos como “gnosticismo” y “apocalipsis”. Lo que este capítulo se propone es recuperar esa otra forma de tiempo cuyas dimensiones mesiánicas y escatológicas permitirían vislumbrar alternativas a la lógica del progreso a la hora de construir la historia.

             Toda esta conversación está atravesada por una preocupación a cuya altura es casi imposible estar.  Tenía que hablar de nuevo, quiero decir, nuevamente, de forma distinta. No podemos hablar de Aristóteles o Kant  como si nada hubiera ocurrido. Hay un corte en la historia y nosotros, los que hoy habitamos el planeta, estamos de un lado, del lado de acá, en el tiempo de después de la catástrofe que fue Auschwitz. Yo lo llamo “deber de memoria” y el lector que se adentre en estas páginas entenderá qué quiero decir. No podemos pensar ni vivir como si nada hubiera ocurrido. Como lo ocurrido fue literalmente impensable, estamos obligados a pensar de otra manera. No se trata de renunciar a pensar por aquello de que al pensamiento se le ha escapado lo más importante, sino penar de otra manera: partiendo de la experiencia vivida que fue ciertamente impensable pero que tuvo lugar.

                        No hay lugar para ese orgullo intelectual - que asoma en cada página de Spinoza y en muchas de Marx- basado en la osada teoría de que el mundo (la naturaleza) se ha apropiado de la divinidad y el hombre se ha hecho con Dios. Como si la vida de los individuos y la del planeta estuviera a nuestra disposición. Ese orgullo prometeico queda bajo sospecha desde el momento en que la humanidad vive y hace lo que no es capaz ni de imaginar. Pensar partiendo de lo que no somos capaces de pensar pero sí de hacer, es un soberana lección al orgullo prometeico y de eso va el “deber de memoria”.

             Si hay que pensar de nuevo, no vale repetir lo sabido, ni pensar como antes. Etty Hillesum, ese singular personaje que muere en Auschwitz y que es la prueba viviente de la capacidad mística que encierra la experiencia del sufrimiento, decía que, a la luz de lo que estaba viviendo, “la mayoría de los libros no valen gran cosa; habrá que reescribirlos”, una idea que coincide con la de Thomas Mann que se prohibió a si  mismo leer, por sentido moral, cualquier libro que hubiera pasado la censura nazi. Lo que esto enseña es que todas ideas e ideologías, por muy transcendentes que se presenten, responden a un contexto y es inútil hacerlas valer para otros distintos. Quizá sea oportuno recordar la desconfianza de Spinoza ante el uso ordinario del lenguaje: responde a imágenes y es muy difícil hacerle significativo cuando queramos trascenderlas. La diferencia es que Spinoza confiaba en un pensamiento más racional y menos imaginativo, mientras que lo que aquí se propone es un pensamiento más rapsódico, es decir, que arranque de la experiencia vivida.

             Hay pues que reescribir el pensamiento a sabiendas de que no está escrito es ningún lugar. Leer los acontecimientos es como leer lo nunca escrito. Ese es el desafío al que yo he querido responder pensando Europa teniendo en cuenta a Jerusalem, o introduciendo en el concepto de justicia una dimensión anamnética sistemáticamente proscrita o despojando al concepto moderno de tiempo, el progreso, de su aura natural e insustituible. Yo bien sé que no basta con enunciar el enfoque para hacerle aceptable, tanto menos cuanto contra esa novedad pesan siglos de inercia en sentido contrario, a saber, identificar Occidente con Atenas, sacralizar los planteamientos procedimentales en justicia que cierran el paso a la memoria de la injusticia, y presentar el progreso como la lógica substancial de la historia. Pero por algo hablamos de justicia poética y por algo también la figura de David frente a Goliah sigue siendo patrimonio de la humanidad.

             Leo estos días que alguien ha identificado a los cuatro máximos responsables de la mentalidad de nuestro tiempo: Cassirer, Benjamin, Heidegger, Witgenstein. Dudo que la apuesta tenga mucho recorrido, entre otras razones porque no todos ellos reman en la misma dirección. Cassirer y Heidegger no, como bien vio Franz Rosenzweig, observando lo que estaba pasando en Davos, donde tuvo lugar el gran desafío. El pasado, para este judío, era su correligionario Cassirer, mientras que el futuro lo representaba Heidegger. Tampoco Benjamin tiene mucho que ver con Wittgenstein, por más que ambos fueran judíos. Por algo el pensamiento de este último fue recibido con todos los honores por la derecha alemana, mientras que aquél siempre se le atragantó. Para Wittgenstein, la filosofía no puede trascender el lenguaje, mientras que para Benjamin el meollo de la realidad está en lo innombrable. Traigo esto a colación este tipo de discursos propagandísticos no porque en sí aclaran mucho sino como síntoma de una necesidad de  búsqueda de claves interpretativas. Las necesitamos y hay en la propuesta que acabo de mencionar algo que sí merece ser considerado: el tiempo clave para esa investigación está en el período que va de la Primera Gran Guerra a la Segunda. Entreguerras. Y eso sí merece ser retenido. No podemos entendernos nosotros, contemporáneos del siglo XXI, sin la I Guerra Mundial, hace ya más de un siglo. Aquella guerra conmocionó a Europa porque significaba el fracaso de su proyecto más querido -eso que llamamos Ilustración- y que consistía en organizar el espacio europeo desde la razón y la libertad. La declaración de guerra supuso el ocaso del optimismo histórico heredado de la Ilustración. Se esperaba la paz cosmopolita que había anunciado Kant y llegó la guerra; Hegel había apostado por la reconciliación de intereses y se produjo el odio a las diferencias. Tantos discursos sobre la universalidad de la razón tuvieron que replegarse ante el provincianismo de los nacionalismos románticos. Llama la atención la cantidad de filósofos, artistas o literatos judíos entre estos madrugadores críticos de la modernidad.

             Los intelectuales vivieron ese momento como un gran desafío pues había que pensar la alternativa al fracaso desde otras claves. Se imponía un cambio epocal no tanto porque hubiera fallos en el proyecto de la modernidad sino porque éste se había consumado, como si hubiera dado todo de sí. La Europa en llamas era el final o el resultado de una "ontología de la guerra", como luego dirá Levinas, que durante siglos había alumbrado el fuego de la racionalidad occidental. Por eso hablan de la necesidad de buscar una alternativa al fracaso de la Ilustración. Hay un desplazamiento semántico muy significativo: en lugar de progreso, origen; en lugar de concepto, experiencia o vida; en lugar de ideas, relatos. De ese cambio da cuenta el expresionismo, que es el testigo estético de este momento, cuando dice "el arte no re-produce lo visible: lo hace visible". Estas palabras de Paul Klee quieren decir que el arte no tiene ya por qué imitar a la naturaleza cuyo aparente orden y concierto sólo es eso, apariencia. Lo que ahora tiene que hacer el arte es hacer visible lo no aparente. Eso supone ponerse a la escucha de los más originario, de lo más silencioso y de lo olvidado.

             Este espíritu es lo más reseñable del tiempo de entreguerras en el que si sitúan estos autores y otros muchos.

             Si a la Primera Guerra Mundial sucedió una Segunda, señal de que no supimos conjurar los gérmenes letales que llevaron a aquel desastre. Conviene seguir pensando. Hay pues tarea pendiente y sobran razones para hacer nuestro ese espíritu creativo de entreguerras.

             Una vez dicho esto, hay que añadir inmediatamente que no somos contemporáneos de este tiempo de “entreguerras” sino de lo que vino después. Me refiero a la experiencia singular que supuso la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, a esa reflexión nacida en los campos de exterminio y que llega a nosotros, las generaciones que viven después de Auschwitz, bajo el mandato de “deber de memoria”. Lo que debería caracterizar nuestro tiempo es la escucha de la elocuencia del acontecimiento. No deberíamos distraernos con juegos malabares sino aplicarnos a ese exigente ejercicio de re-pensamiento, partiendo de la experiencia del sufrimiento que provocó la barbarie. La conciencia de la gravedad de la crisis nos la proporciona la Primera Guerra Mundial, y, las claves para una respuesta, la Segunda, con su “deber de memoria”.

             Esta es el humus en el que han germinado escritos cuyo valor no consiste en lo que dicen o consiguen decir, sino en el esfuerzo por decirlo. Todo libro mendiga un lector que le dé vida y que, mediante ese lectura única, justifique su existencia. Estos textos lo que piden es que el lector piense por su cuenta y prolongue el esfuerzo. Quien sabe si entre todos podemos lograr que cuando alguien oiga ¡progreso! grite ¡alto!

 *Reyes Mate, "Antes de que decline el día. Reflexiones filosóficas sobre otro mundo posible (Diálogos de y con Reyes Mate)", Francisco José Martín (Ed.). Anthropos, octubre 2020, Presentación "Una invitación a pensar de nuevo"  pp. 13-19.