En julio del 2018 Francisco Martín,
profesor en la Universidad de Turín, me propuso un experimento que me resultaba
inédito. Consistía en desgranar en tres mañanas algunos de los temas que más me
han ocupado ante un posible público que se sintiera convocado por los asuntos
propuestos, invitándoles a su vez a que intervinieran directamente a través del
diálogo y de comunicaciones. El experimento tuvo lugar en Soria y aunque la
convocatoria venía anunciada severamente como una “encerrona”, resultó ser, en
lo que a mi respecta, una generosa “obertura” por la variedad de recepciones y
matices que allí se pusieron en evidencia. Luego se habló de hacer una
publicación y pensé que el mejor formato posible tendría que venir del estilo.
Es innegable que muchas de las ideas
allí expuestas habían sido presentadas en otros espacios. Lo nuevo tendría que
venir de un esfuerzo añadido de clarificación. Quería que conservaran en lo posible
el estilo hablado, aproximándose todo lo posible a una conversación. No estoy
seguro de haberlo conseguido porque las palabras se deben a contextos que, en
relación a lo aquí tratado, se ha servido más de la escritura que del coloquio.
Es difícil desprenderse de ese defecto de fábrica. Quede en cualquier caso
constancia del esfuerzo realizado por conversar o convertir la escritura en palabra.
Tres son los capítulos de este libro
como tres fueron los temas que nos ocuparon en Soria. Hablamos el primer día de
Atenas y Jerusalem, las dos culturas que nos han conformado como Occidente, sin
excluir otras, como la islámica. Luego fue el turno para la justicia, dedicando el tercer día a hablar del tiempo partiendo
de esa forma dominante de tiempo que es el progreso.
Lo que quise decir y el lector podrá
comprobar es que Europa tiene dos almas, la griega y la judía, con la
particularidad que hemos honrado a la primera y olvidado la segunda. El
filósofo judío alemán, Franz Rosenzweig, divisaba una línea que iba “desde los jónicos
hasta Jena”. Jonia era la patria de los filósofos presocráticos y Jena, la de
Hegel. Una línea pues que va desde los albores de la filosofía hasta esa
culminación que mucho sitúan en Hegel; una línea que, con muchos recovecos ciertamente,
había estructura este Occidente en el que nos movemos. Pero Europa no se
entiende sin el judaísmo no sólo porque tampoco sin él es elocuente el
cristianismo, sino porque siempre ha estado ahí, muchas veces para ser
rechazado pero casi siempre para alimentar a Europa en momentos de crisis. La
tradición judía ha sido ese punto insobornable desde el que poder mirar críticamente
los valores dominantes. El que esta historia milenaria haya estado
sistemáticamente acompañada de un contumaz antisemitismo puede ser la señal de
que la cultura dominante siempre se ha sentido mirada y vigilada por esa otra,
la judía, siempre situada en el margen. El antisemitismo sería entonces la
respuesta despiadada del Occidente triunfante al aguijón de una crítica que
mina las certezas de la cultura dominante. Lo que he intentado es explicar esa
relación, las razones del enfrentamiento y la necesidad del encuentro.
Sobre la justicia sigo empeñado en
que distingamos desigualdad de injusticia. Parecen sinónimos pero no lo son,
siendo, por el contrario una fuente de malentendidos y errores. Lo que les
diferencia es el peso del tiempo. Las desigualdades son atemporales pues
siempre están ahí, como fenómenos naturales, que interpelan la sensibilidad
del paseante. Las injusticias son, por
el contrario, históricas. Abreviando podemos decir que las causaron los abuelos
y nosotros las heredamos. La interpelación que procede de la desigualdad se
resuelve con un gesto de superioridad moral por nuestra parte. Es como si nos
hiciéramos cargo de ellas porque hieren nuestra fina sensibilidad moral. La interpelación
de la injusticia, por el contrario, nos interpela desde ella misma y nos
alcanza porque algo tenemos que ver nosotros con el origen de esa injusticia. Ahí
la iniciativa la tiene el otro. Desde estos supuestos planteo la tesis de que
la justicia es una respuesta a la injusticia y en absoluto una teoría que se
pueda construir haciendo abstracción de la injusticia. Este planteamiento va en
dirección contraria a las modernas teorías de la justicia de corte
procedimental, discursiva o deliberativa, que es lo que se lleva, porque en el
fondo confunden injusticia con desigualdad.
Por lo que hace al progreso hay que
decir que es el test del nuevo discurso. Vertebra de tal manera la mentalidad
contemporánea que cualquier cambio en cualquier ámbito pasa por un cambio en la
concepción del progreso. Ya Benjamin denunciaba la complicidad entre progreso y
fascismo por la naturalidad con la que uno y otro sacrifican lo que sea -individuos,
comunidades o valores-para conseguir sus objetivos. Lo grave del progreso es
que vertebró el fascismo y lo sigue haciendo hoy en estos tiempos
postotalitarios. Si está tan anclado en nuestra mentalidad es porque se nos
presenta como inagotable, irresistible, imparable y sanador. Mientras nos
domine, nada importante podrá cambiar porque cualquier remedio a nuestros males
comportará una dosis mayor o menor de progreso y eso es como querer apagar un
fuego con gasolina. Si los peligros del cambio climático no nos movilizan; si
la amenaza que se cierne sobre nuestro planeta sólo genera discursos vanos, no
es porque no queramos hacer algo. Es porque lo queremos hacer invocando de alguna
manera el progreso, que es como su caldo de cultivo. La palanca del cambio es
la crítica al progreso. Y todo comienza por desmontar el carácter natural y
omnipotente con el que nos le representamos. Para eso hay que hacer ver que el
progreso es una modalidad de tiempo que aparece en un momento determinado de la
historia y se queda. Ni es natural ni es eterno. Al contrario, el progreso es
como la marca blanca del gnosticismo que aparece en la historia de Occidente en
el siglo II cuando fracasa otra modalidad
del tiempo – éste, sí, originario- que llamamos apocalíptico. El secreto de un
futuro que rompa el ritmo catastrófico en el que estamos embarcados está
escondido en conceptos tan antiguos como “gnosticismo” y “apocalipsis”. Lo que este
capítulo se propone es recuperar esa otra forma de tiempo cuyas dimensiones
mesiánicas y escatológicas permitirían vislumbrar alternativas a la lógica del
progreso a la hora de construir la historia.
Toda esta conversación está
atravesada por una preocupación a cuya altura es casi imposible estar. Tenía que hablar de nuevo, quiero decir,
nuevamente, de forma distinta. No podemos hablar de Aristóteles o Kant como si nada hubiera ocurrido. Hay un corte
en la historia y nosotros, los que hoy habitamos el planeta, estamos de un
lado, del lado de acá, en el tiempo de después de la catástrofe que fue
Auschwitz. Yo lo llamo “deber de memoria” y el lector que se adentre en estas
páginas entenderá qué quiero decir. No podemos pensar ni vivir como si nada
hubiera ocurrido. Como lo ocurrido fue literalmente impensable, estamos
obligados a pensar de otra manera. No se trata de renunciar a pensar por
aquello de que al pensamiento se le ha escapado lo más importante, sino penar
de otra manera: partiendo de la experiencia vivida que fue ciertamente
impensable pero que tuvo lugar.
No
hay lugar para ese orgullo intelectual - que asoma en cada página de Spinoza y
en muchas de Marx- basado en la osada teoría de que el mundo (la naturaleza) se
ha apropiado de la divinidad y el hombre se ha hecho con Dios. Como si la vida
de los individuos y la del planeta estuviera a nuestra disposición. Ese orgullo
prometeico queda bajo sospecha desde el momento en que la humanidad vive y hace
lo que no es capaz ni de imaginar. Pensar partiendo de lo que no somos capaces
de pensar pero sí de hacer, es un soberana lección al orgullo prometeico y de
eso va el “deber de memoria”.
Si hay que pensar de nuevo, no vale
repetir lo sabido, ni pensar como antes. Etty Hillesum, ese singular personaje
que muere en Auschwitz y que es la prueba viviente de la capacidad mística que
encierra la experiencia del sufrimiento, decía que, a la luz de lo que estaba
viviendo, “la mayoría de los libros no valen gran cosa; habrá que
reescribirlos”, una idea que coincide con la de Thomas Mann que se prohibió a
si mismo leer, por sentido moral,
cualquier libro que hubiera pasado la censura nazi. Lo que esto enseña es que
todas ideas e ideologías, por muy transcendentes que se presenten, responden a
un contexto y es inútil hacerlas valer para otros distintos. Quizá sea oportuno
recordar la desconfianza de Spinoza ante el uso ordinario del lenguaje:
responde a imágenes y es muy difícil hacerle significativo cuando queramos
trascenderlas. La diferencia es que Spinoza confiaba en un pensamiento más
racional y menos imaginativo, mientras que lo que aquí se propone es un
pensamiento más rapsódico, es decir, que arranque de la experiencia vivida.
Hay pues que reescribir el
pensamiento a sabiendas de que no está escrito es ningún lugar. Leer los
acontecimientos es como leer lo nunca escrito. Ese es el desafío al que yo he
querido responder pensando Europa teniendo en cuenta a Jerusalem, o introduciendo
en el concepto de justicia una dimensión anamnética sistemáticamente proscrita
o despojando al concepto moderno de tiempo, el progreso, de su aura natural e
insustituible. Yo bien sé que no basta con enunciar el enfoque para hacerle
aceptable, tanto menos cuanto contra esa novedad pesan siglos de inercia en
sentido contrario, a saber, identificar Occidente con Atenas, sacralizar los
planteamientos procedimentales en justicia que cierran el paso a la memoria de
la injusticia, y presentar el progreso como la lógica substancial de la
historia. Pero por algo hablamos de justicia poética y por algo también la
figura de David frente a Goliah sigue siendo patrimonio de la humanidad.
Leo estos días que alguien ha
identificado a los cuatro máximos responsables de la mentalidad de nuestro
tiempo: Cassirer, Benjamin, Heidegger, Witgenstein. Dudo que la apuesta tenga
mucho recorrido, entre otras razones porque no todos ellos reman en la misma
dirección. Cassirer y Heidegger no, como bien vio Franz Rosenzweig, observando
lo que estaba pasando en Davos, donde tuvo lugar el gran desafío. El pasado,
para este judío, era su correligionario Cassirer, mientras que el futuro lo
representaba Heidegger. Tampoco Benjamin tiene mucho que ver con Wittgenstein,
por más que ambos fueran judíos. Por algo el pensamiento de este último fue
recibido con todos los honores por la derecha alemana, mientras que aquél
siempre se le atragantó. Para Wittgenstein, la filosofía no puede trascender el
lenguaje, mientras que para Benjamin el meollo de la realidad está en lo
innombrable. Traigo esto a colación este tipo de discursos propagandísticos no
porque en sí aclaran mucho sino como síntoma de una necesidad de búsqueda de claves interpretativas. Las
necesitamos y hay en la propuesta que acabo de mencionar algo que sí merece ser
considerado: el tiempo clave para esa investigación está en el período que va
de la Primera Gran Guerra a la Segunda. Entreguerras. Y eso sí merece ser
retenido. No podemos entendernos nosotros, contemporáneos del siglo XXI, sin la
I Guerra Mundial, hace ya más de un siglo. Aquella guerra conmocionó a Europa
porque significaba el fracaso de su proyecto más querido -eso que llamamos
Ilustración- y que consistía en organizar el espacio europeo desde la razón y
la libertad. La declaración de guerra supuso el ocaso del
optimismo histórico heredado de la Ilustración. Se esperaba la paz cosmopolita
que había anunciado Kant y llegó la guerra; Hegel había apostado por la
reconciliación de intereses y se produjo el odio a las diferencias. Tantos
discursos sobre la universalidad de la razón tuvieron que replegarse ante el
provincianismo de los nacionalismos románticos. Llama la atención la cantidad de filósofos, artistas o
literatos judíos entre estos madrugadores críticos de la modernidad.
Los intelectuales vivieron ese
momento como un gran desafío pues había que pensar la alternativa al fracaso
desde otras claves. Se imponía un cambio epocal no tanto porque hubiera fallos
en el proyecto de la modernidad sino porque éste se había consumado, como si
hubiera dado todo de sí. La Europa en llamas era el final o el resultado de una
"ontología de la guerra", como luego dirá Levinas, que durante siglos
había alumbrado el fuego de la racionalidad occidental. Por eso hablan de la
necesidad de buscar una alternativa al fracaso de la Ilustración. Hay un desplazamiento semántico muy significativo: en lugar de
progreso, origen; en lugar de concepto, experiencia o vida; en lugar de ideas,
relatos. De ese cambio da
cuenta el expresionismo, que es el testigo estético de este momento, cuando
dice "el arte no re-produce lo visible: lo hace visible". Estas
palabras de Paul Klee quieren decir que el arte no tiene ya por qué imitar a la
naturaleza cuyo aparente orden y concierto sólo es eso, apariencia. Lo que ahora tiene que hacer el arte es hacer visible lo no aparente. Eso supone ponerse a la escucha de los más
originario, de lo más silencioso y de lo olvidado.
Este espíritu es lo más reseñable
del tiempo de entreguerras en el que si sitúan estos autores y otros muchos.
Si a la Primera Guerra Mundial
sucedió una Segunda, señal de que no supimos conjurar los gérmenes letales que
llevaron a aquel desastre. Conviene seguir pensando. Hay pues tarea pendiente y
sobran razones para hacer nuestro ese espíritu creativo de entreguerras.
Una vez dicho esto, hay que añadir
inmediatamente que no somos contemporáneos de este tiempo de “entreguerras”
sino de lo que vino después. Me refiero a la experiencia singular que supuso la
Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, a esa reflexión nacida en los campos de
exterminio y que llega a nosotros, las generaciones que viven después de
Auschwitz, bajo el mandato de “deber de memoria”. Lo que debería caracterizar
nuestro tiempo es la escucha de la elocuencia del acontecimiento. No deberíamos
distraernos con juegos malabares sino aplicarnos a ese exigente ejercicio de
re-pensamiento, partiendo de la experiencia del sufrimiento que provocó la
barbarie. La conciencia de la gravedad de la crisis nos la proporciona la
Primera Guerra Mundial, y, las claves para una respuesta, la Segunda, con su
“deber de memoria”.
Esta es el humus en el que han
germinado escritos cuyo valor no consiste en lo que dicen o consiguen decir,
sino en el esfuerzo por decirlo. Todo libro mendiga un lector que le dé vida y
que, mediante ese lectura única, justifique su existencia. Estos textos lo que
piden es que el lector piense por su cuenta y prolongue el esfuerzo. Quien sabe
si entre todos podemos lograr que cuando alguien oiga ¡progreso! grite ¡alto!
*Reyes
Mate, "Antes de que decline el día.
Reflexiones filosóficas sobre otro mundo
posible (Diálogos de y con Reyes
Mate)", Francisco José Martín (Ed.). Anthropos, octubre 2020, Presentación "Una invitación a pensar de nuevo" pp. 13-19.