Si Voltaire pudiera oír lo que dijo
Núñez Feijóo -“no verá Vd. a un cristiano o a un católico matando en nombre de
su religión”- saltaría de la tumba. En vida tuvo que escribir su Tratado de la tolerancia para defender a
un protestante, Jean Calas, condenado a muerte por un tribunal de fanáticos
jueces y políticos católicos. Le acusaban falsamente de impedir la conversión
de su hijo al catolicismo y de ser la causa de que se ahorcara. El cínico Voltaire
no paró hasta conseguir que se hiciera justicia.
Tolerancia es un venerable término
antiguo que hoy podríamos traducir por convivencia pacífica de gentes
diferentes en religión, lengua o sangre. No fue fácil conseguirla. Por medio
siempre estaba la religión. Eso es al menos lo que nos recuerdan los tres grandes
tratados sobre la tolerancia moderna escritos, en Inglaterra por John Locke; en
Alemania por Efraim Lessing y, en Francia por Voltaire. Para ellos tolerancia
significaba libertad de conciencia a la hora de pensar o de creer. Quien se
oponía a esa libertad era la confesión religiosa. Podía ser cualquiera de ella
pero se oponía más la que más mandaba porque era la que más tenía que perder.
En esta historia el papel del catolicismo es de lo menos brillante. Todavía en
el siglo XIX el Concilio Vaticano I condenaba la democracia y el liberalismo.
Los católicos pecaban si leían un periódico liberal, a excepción, eso sí, “de las páginas relativas a
la cotización de la bolsa”. Núñez Feijóo, como buen gallego, no puede
desconocer las andanzas de Santiago Matamoros. Tras esa figura mítica cabalga un
espíritu belicoso que es el impulsor de una desconsoladora historia de la
intolerancia.
Es bueno recordar ese pasado para
poder valorar lo que hoy tenemos. En países como España, la religión ha hecho
mucha política intransigente. Hubo un momento en que las tres religiones de la
península Ibérica convivían pacíficamente, pero aquello acabó mal. Los
cristianos expulsaron a judíos y moriscos. Nosotros somos herederos de la
intolerancia. Hubo que esperar al Concilio Vaticano II, a mediados del siglo
pasado, para que el católico medio español empezara a familiarizarse con el
espíritu tolerante y dejara de considerar a judíos y protestantes como los enemigos
de Dios y de España. Visto desde nuestra historia, la tolerancia es un producto
de importación que afortunadamente se ha aclimatado bien en nuestro país.
Pero hay resistencias culturales. El
Papa Francisco defendía recientemente la idea de que la homosexualidad no puede
ser considerada un delito “aunque sea un pecado”. Más de un obispo español lo
castigaría, además de con las penas del infierno, con la cárcel. La tentación
de convertir los pecados en delitos ha sido muy grande en el pasado, incluso en
el pasado reciente. Recuerdo a Antonio Rouco Varela, entonces mero asesor
jurídico de la Conferencia Episcopal, defender ante el Ministro de Educación,
José María Maravall, la tesis de que en asuntos morales los criterios de la
Iglesia deben prevalecer en la política de un Estado. Esta tesis que supone la
negación de la legitimidad democrática –y, por tanto, del espíritu de
tolerancia- es una de esas resistencias a las que me refería. Con esas
peregrinas ideas, los preceptos católicos deberían ser leyes, y los pecados,
delitos penales. Rouco Varela acabó siendo obispo, cardenal y Presidente de la
Conferencia Episcopal Española.
Los pensadores de la tolerancia
moderna entendieron que para vivir en paz había que resolver un problema
teológico que nos sigue lastrando. No habrá paz, decían, mientras tres
religiones diferentes pretendan tener la verdad en exclusiva, es decir,
mientras piensen que su Dios es el único verdadero. Lo resolvieron con un par
de sentencias que son oro de ley. La primera, que el ser humano es un eterno
buscador de la verdad pero no su propietario. Nadie la tiene en propiedad, así
que tendrá que respetar las ideas y creencias de los demás, aunque no estemos d
acuerdo. Y la segunda: que antes que judíos, moros o cristianos somos seres
humanos. Antes que diferentes, somos iguales, por eso podemos convivir
respetuosamente.
Estas sabias sentencias trajeron en
el pasado mucha paz aunque, por lo que estamos viendo, casi estén olvidadas.
Nuestra sociedad está plagada no de buscadores sino de poseedores. Todo es
blanco o negro; amigo o enemigo; conmigo o contra mí. Algunos hablan de las dos
Españas, un trampantojo pues quien así habla suele suponer que hay una buena y
otra mala, olvidando que, como decía Américo Castro, el mismo virus infecta a
una y otra.
Seguro que Nuñez Feijóo no quería
inmiscuirse en un debate metafísico sobre la tolerancia, sino desacreditar
políticamente la emigración de musulmanes en Europa. Al recurrir a un argumento
teológico –la supuesta superioridad política del catolicismo sobre el Islam- lo
que hace, sin embargo, es un peligroso viaje al pasado pues volvemos al punto
que hemos querido superar: confundir religión y política. Llevar al campo
político, terreno propicio para los acuerdos o incluso las componendas, las
reglas de juego de la religión, tan dadas a verdades absolutas, significa
renegar de las conquistas ilustradas de los dos últimos siglos. De ahí a
confundir pecado con delito penal sólo hay un paso que un demócrata, por muy
conservador que sea, no debería permitirse. Mejor que estas escapadas con
tintes religiosos, la oración de un descreído como Voltaire: “Ójalá, Dios mío,
todos los hombres recuerden que son hermanos”.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 12 de
febrero 2023)