Lo que hoy nos convoca es la memoria
de La Noche de los Cristales Rotos. Ese
9 de Noviembre de 1938 se encuentra en la encrucijada de un proceso que venía
de atrás y que acabaría en la Solución
final. Antes de esa fecha, en 1933, ya había tenido lugar la muerte cívica
del judío. En ese momento ya fue desposeído de buena parte de sus derechos
ciudadanos. Derogada fue su igualdad legal, siendo expulsado de las funciones
públicas, de la vida cultural y de las profesiones liberales. Luego sobrevino la
muerte política, con las Leyes de Nurenberg en 1935. Es el momento de la
expulsión del judío de su condición de ciudadano del Estado alemán,
visibilizada públicamente mediante la segregación física. Las leyes precisan
que como el judío no pertenece a la raza aria, éste no puede ser ciudadano del
Reich. Die Kristallnacht o “Noche de
los Cristales Rotos” es un ensayo de lo que ocurriría en 1941 con la Solución Final. Sólo en Alemania 267
sinagogas saqueadas, 7.500 almacenes desvalijados; unos 30.000 hombres
arrestados e internados en los campos de Dachau o Buchenwald y un centenar,
asesinados. Para reparar los daños causados por los esbirros de Goebbels la
comunidad judía fue condenada a pagar una multa de mil millones de marcos.
Lo que quiero decir es que las cosas
no sucedieron de repente. Se fue avanzando hacia la cámara de gas conforme
disminuía la resistencia a la barbarie y
aumentaban los efectivos antisemitas provenientes de la población de a pie, de los
políticos, de los periodistas, del capital, de las confesiones religiosas.
Los brutales acontecimientos que
tuvieron lugar provocaron sorpresa y miedo, pero ninguna medida a la altura del
problema. Callaron las cancillerías, las iglesias, los intelectuales europeos. Hitler
entendió entonces que tenía el camino
libre: podía pasar de la exclusión al exterminio haciendo las cosas, eso sí,
sin tanto ruido.
Hoy, 85 años después, lo recordamos.
Este acto organizado por el Ayuntamiento de Barcelona es un acto memorial.
Entendamos su importancia. Podía no haber sido. Si Hitler hubiera vencido no
habría memoria alguna de lo ocurrido porque el Holocausto fue pensado como un
proyecto de olvido. Se habían tomado todas las medidas para que no fuera posible
recordarlo, por eso no tenían que quedar restos físicos. Sin huellas del pasado
judío la humanidad olvidaría la contribución del pueblo judío a la cultura
mundial. Tengamos en cuenta que además de esa estrategia operativa amnésica, estaba el trabajo hermenéutico y
educativo del nazismo, empeñado en recrear el mundo sin los valores que había
protagonizado este pueblo, empezando por el mandato del “no matarás”. Por qué
no había que matar, se preguntaba Himmler, si podemos hacerlo.
Recordamos hoy porque Hitler fue
vencido y también porque hemos vencido una querencia al olvido que pesa como
una losa en nuestra cultura. En contra de lo que cabía imaginar hubo, después
de la guerra, un largo tiempo de silencio, porque lo que entonces mandaba era
el olvido. En 1945 sobrevino la Guerra Fría que no permitía desgastar energías
mirando hacia atrás. Del alemán sólo se esperaba que potenciara sea la fila
americana o la soviética y no que hiciera memoria.
No había interés público por tanto
sufrimiento. "Lo que habían padecido los judíos no suscitaba
interés", dice Simone Weil, superviviente de Bergen-Belsen. En su casa,
sigue diciendo ella, sólo querían oír al hermano que había formado parte de la
Resistencia, pero no lo que millones habían sufrido. No querían oír a Primo
Levi, demasiado triste; ni leer a Jean Améry, un amargado que hablaba desde el
resentimiento. Otros supervivientes tenían que callar para seguir viviendo. La escritura o la vida fue el título que
escogió Jorge Semprún para explicarnos que él tenía que elegir entre recordar o
vivir. El que quería ser escritor no tardó en experimentar, tras la liberación,
que escribir suponía recordar y eso le llevaba al suicidio. Ante el dilema que
suponía escoger entre la escritura o la vida, optó por vivir y eso significaba,
en ese momento, olvidar.
Por eso digo que no ha sido fácil
pero aquí estamos, recordando. Esa batalla se ha ganado. Pero esta noticia que
tranquiliza, por un lado, desasosiega, por otro, pues los genocidios no se han
detenido, el antisemitismo sigue latente, la xenofobia se multiplica. No parece
cierto que baste recordar Auschwitz para que la historia no se repita. ¿Habrá
que dar la razón a quienes, como Hegel, dicen que nada se aprende de la
historia y que la historia nada puede contra la barbarie?
Es un paso que muchos han dado. Por
mi parte creo que antes de desacreditar definitivamente a la memoria, habría
que preguntarse de qué memoria nos estamos nutriendo; hay que preguntarse por
la naturaleza de la memoria: qué memoria convoca Auschwitz y qué memoria
manejamos nosotros .porque quizá no sea la misma. Veamos las diferencias.
Nuestra forma de recordar es la
propia de la cultura occidental que está, en primer lugar, en función del
presente. Utilizamos el pasado para apuntalar el presente. Entendemos que el
pasado está muerto o en ruinas y que cualquiera que pase por allí puede tomar
un dato u otro en beneficio de sus necesidades o intereses presentes. Es lo que
sobreentiende Ernest Renan cuando dice de los políticos preocupados por la
afirmación de la identidad de su pueblo que “se inventan su pasado”. De ese
pasado sólo rescatamos lo que nos pueda venir bien. Somos seguidores de aquel
San Agustín que definía la memoria como “presente del pasado” y al futuro como
“presente del porvenir”. Una segunda diferencia consiste en reducir la memoria
a un sentimiento. La memoria es la vivencia del pasado, la huella sentimental
que deja en cada en cada individuo el acontecimiento vivido. Al ser un mero
afecto queremos decir que es algo subjetivo y no objetivo, personal y no
político. Esta ubicación de la memoria en la casilla del sentimiento explica
que distingamos tan instintivamente entre historia (que se especializaría en el
conocimiento objetivo de los hechos) y la memoria (que sería mera vivencia de
los mismos). Una tercera característica, resultado de las anteriores, es que
esa memoria está en función del que recuerda y no de lo recordado. Importa el
nosotros. Si recordamos a las víctimas, pondremos el acento en la empatía con
ellas para sentirnos bien (o incluso superiores).
Bien diferente de ésta es la memoria
de Auschwitz, es decir, la que nos exige Auschwitz, la que deriva de ese
acontecimiento (y que es, no lo olvidemos, la que hoy nos convoca). Hay que
decir que esta memoria es la propia del pueblo judío, el pueblo de la memoria.
De ella decía Franz Rosenzweig que tiene el poder de actualizar, de hacer
presente, el pasado recordado: “sólo en Israel”, decía, “cada individuo
considera la salida de Egipto, cuando hace memoria de ella, como si él mismo
hubiera salido con ellos”. Pues bien, esta memoria es, en primer lugar, una
iluminación del presente desde el pasado. El pasado que se recuerda, aunque
haya sido derrotado, no está muerto. La luz que proviene de ese pasado hace
visible lo que nuestra memoria se empeña en invisibilizar. Ilumina el campo
presente de tal manera que aparecen nuevas realidades y las viejas son vistas
de otra manera pues se sienten interpeladas por las que ahora aparecen. Esa
memoria es, en segundo lugar, una forma de conocimiento y no un mero
sentimiento. Walter Benjamin la compara a rayos ultravioletas con las que
detectamos aspectos de la realidad que escapan al ojo normal. Lo que nos hace
ver o nos permite conocer es la parte ocultada por la apariencia que no es otra
sino la historia del sufrimiento sobre el que está construida la historia. Es
un descubrimiento capital pues permite ensanchar la realidad que no queda
reducida a lo aparente sino que incluye lo oculto o, mejor, lo ocultado. Ya no
podemos identificar la realidad con la facticidad, es decir, con los
hechos.”Hecho” es el pretérito perfecto (el pasado realizado) del verbo hacer,
pero hay muchos pretéritos imperfectos, es decir, muchos proyectos que han sido
derrotados, arrumbados en las cunetas de la historia, que sí cuentan para
memoria. A partir de ahora lo memorable, lo digno de memoria, no son las
grandes gestas sino la historia de las víctimas. Y una tercera característica,
también resultado de las anteriores: esta memoria es peligrosa porque nos hace
ver lo poco fiable que son las bases sobre las que nosotros hemos construido
nuestro presente. Nos molesta saber que lo que, por ejemplo, Marx llamaba la
“acumulación capitalista”, es decir, la formación de los grandes capitales en
el siglo XIX, fuera el resultado de la explotación de los esclavos o de leyes
inocuas o sencillamente de la violencia política. Para nosotros, instalados en
la mentalidad de un Anatole France para quien “el robo es un delito pero el resultado
del robo es sagrado”, esa memoria es inaceptable, de ahí que sea peligrosa para
quien recuerda o la transmite. Algunos han llegado a decir que esa memoria crea
inseguridad jurídica porque “abre expedientes que el derecho, la justicia o la
política dan por cancelados”. Es verdad que esta memoria tiene una idea de
justicia que desborda lo que por ello entienda el derecho, pero porque sitúa la
justicia del derecho no tanto en el castigo del culpable cuanto en la
satisfacción de la víctima, algo que en lugar de empobrecer el concepto de
justicia lo engrandece.
Tenemos, pues, que la memoria de
Auschwitz ilumina el presente desde el pasado, es una forma de conocimiento y,
además, es peligrosa. Ahora bien, con ser esto importante, falta lo
fundamental, a saber, que la memoria es un deber por eso hablamos del “deber de
memoria”. Para entender su alcance pensemos lo singular de esta expresión. No
hablamos del “deber de historia” o “del deber de la ciencia”, por ejemplo. ¿Por
qué la memoria es un deber? Pues por una razón de supervivencia. Para que la
catástrofe no se repita, tenemos que recordar. Esta última característica de la
memoria es reciente. Nació en los campos de extermino en el momento de su
liberación. Los supervivientes, sin ponerse de acuerdo, coincidían en que la
humanidad no podía permitirse una experiencia semejante porque sacrificaría
definitivamente su humanidad. Tenía que evitar la repetición de la catástrofe y
para ello no había más un camino: la memoria de lo ocurrido. De esta manera se
asocia la memoria del pasado con el “nunca más”, es decir, con un futuro que no
sea prolongación del pasado sino auténtica novedad. Si estamos atentos al
mensaje que nos mandan los supervivientes a las generaciones futuras,
observaremos que la memoria en cuestión no consiste en acordarnos de los
sufrimientos vividos por tantos millones de víctimas. Esto no va de empatía con
los que sufren, sino de algo muy distinto. Para captar su alcance, podemos
recurrir a la formulación del deber de memoria que hace el filósofo judío
Theodor Adorno (alguien que no estuvo en el Lager
porque escapó a tiempo) y que viene a decir lo siguiente: “hay que re-pensar
todo a la luz de la experiencia del Holocausto, para evitar la repetición de la
barbarie”. Aquí ya se ve que recordar es pensar de nuevo, pensar de otra manera
todas y cada unas de las piezas que conforman eso que llamamos historia, a
saber, la política, la ética, el derecho, la ciencia, el conocimiento. ¿Cómo?
¿cómo conseguir una nueva idea de política o de ética ya que las conocidas
hasta ahora o llevaron a las cámaras de gas o fueron impotentes para
impedirlo?. La palanca del cambio está en la memoria de unos acontecimientos
que el ser humano llevó a cabo sin que fuera capaz de pensarlos, por eso
decimos que Auschwitz fue impensable. Pero si el ser humano hace lo que no es
capaz de pensar, entones lo hecho se convierte en lo que da que pensar, en el
punto de partida de un conocimiento nuevo. En eso se substancia el deber de
memoria. El mensaje que esa memoria
nos dirige a nosotros, generaciones posteriores a Auschwitz, es que sólo
podemos evitar la repetición de la catástrofe humanitaria si re-pensamos
nuestro mundo partiendo de la experiencia de la barbarie.
Eso es a todas luces un programa muy
exigente que hasta ahora no nos hemos tomado en cuenta, por eso podemos decir
que la memoria de Auschwitz nos espera. Si las guerras, los genocidios, los crímenes
contra la humanidad siguen, no es porque falle la memoria sino porque no queremos
emprender la tarea que supone el deber de memoria.
Quisiera detenerme un momento en la
segunda parte de su formulación, es decir, en el “evitar la repetición de la
barbarie” o “nunca más”, pero antes me permito un apunte sobre la primera donde
se plantea el mandato de pensar de nuevo, entre otros aspectos, los pilares de
la convivencia (la política y la ética). Si queremos re-pensarla política
teniendo en cuenta la memoria de Auschwitz, tendríamos que revisar de entrada
el pivote que la sustenta desde muy antiguo, a saber, la lógica del progreso.
La catástrofe que supuso Auschwitz está muy ligada al prestigio del progreso
porque uno y otro sacrifican la humanidad al objetivo de progresar y progresar.
Esta relación entre progreso y catástrofe, dicho hace ochenta años, podía
chocar, pero hoy no. Hoy sabemos que el progreso dejado a su aire es
catastrófico. Ahí están el cambio climático, la crisis ecológica, la amenaza
nuclear o la migración planetaria, fenómenos todos profundamente relacionados
con esa ideología del progreso convencida de que los recursos humanos y
naturales son inagotables. Habría que empezar pues revisando el lugar de honor
que ocupa en nuestra cultura lo relacionado con el progreso, el desarrollismo o
la aceleración constante. Y, junto a eso, revisar también el lugar que ocupa la
tierra o el territorio. Carl Schmitt, el jurista de cabecera del hitlerismo,
decía que la tierra era el principio de la justicia, del derecho y de la
política. Y si los judíos eran tan odiosos, precisaba Hitler, era porque (hasta
ese momento) habían renunciado a tener una tierra propia, una nación, un
Estado. Lo cierto es que nosotros pensamos como el jurista hitleriano por eso
colocamos la tierra y la sangre como las bases de la identidad nacional. Pensar
finalmente Europa como un espacio transnacional o, como decía Jorge Semprún,
como “espacio espiritual” y no como un mercado común o la suma de naciones.
Auschwitz no rima, en definitiva, con el culto a identidades políticas forjadas
sobre la sangre y la tierra.
Pero volvamos al “nunca más”.
Conviene detenerse aquí porque este aspecto es el que más se olvida cuando se
recuerda el pasado. Con esa expresión se expresa el objetivo último de la
memoria. Por muy raro que suene, el objetivo de la memoria no es la repetición
del pasado que se recuerda sino su interrupción o, dicho de otra manera, el
futuro y no el pasado. Admitamos que esta relación entre pasado y futuro no es
lógica. La memoria, como las tradiciones, tiende a la repetición, a la
nostalgia. El tradicionalismo, como los viejos, viven de recuerdos y lo que les
gustaría que el presente fuera como el pasado, de ahí la nostalgia. Incluso la
noble contribución de la memoria a la justicia (que es la substancia de las
leyes de Memoria Histórica), es, en
el fondo, una mirada al pasado pues esa justicia se resuelve en reparar los
daños causados a las víctimas y en perseguir a los culpables. Pero de la
Memoria de Auschwitz decimos que mira hacia adelante pues la vinculamos con el
“nunca más”, la no-repetición o la interrupción de las lógicas que llevaron a
la catástrofe. ¿Cómo explicarse ese poder no ya reparador sino innovador de la
memoria?, ¿por qué es más novedosa que la misma utopía?
La respuesta es que la memoria es
una lectura moral del pasado: no una
lectura indiferente o neutral o científica del pasado, sino moral. Y eso se
expresa de muchas maneras. Decíamos que, para Benjamin, la memoria es como
rayos ultravioletas que detectan el sufrimiento oculto y ocultado de la
historia, no para levantar acta y constatar el hecho (es lo que se ha hecho hasta
ahora), sino para denunciarlo. La memoria es la abogada de las víctimas porque
tiene el poder de hacer presente y vigente la injusticia pasada. Y lo que esa
memoria plantea es, más allá de hacer justicia, una historia sin víctimas. ¡Que
la política gire, en lugar de sobre el progreso, sobre la compasión!
Esta lectura moral no es
autocomplaciente sino crítica. Un buen ejemplo de la lectura crítica es la que
hacía Manuel Azaña de la Guerra Civil en aquel discurso memorable del 18 de
julio de 1938, pronunciado desde este mismo Ayuntamiento de Barcelona. Era un discurso
dirigido a nosotros, las generaciones futuras. Trataba de entregarnos la
lección que habían aprendido los muertos de aquel conflicto, “ya sin odio ni
rencor”, y que se resumía en tres palabras: “paz, piedad, perdón”. Nos
recomendaba que si queríamos un nuevo tiempo (la paz) habría que construirla
sobre la compasión y el perdón. El Presidente de la República bien sabía que
los principales culpables eran los golpistas, pero él se sintió obligado a
pedir perdón porque también lo era. Culpable por no haber sabido arreglar los
conflictos sociales políticamente como es la obligación de cualquier buen
gobernante.
Un buen ejemplo de lectura no
complaciente es la de Primo Levi cuando se negaba a juzgar a sus verdugos
diciéndose a si mismo ¿qué habría hecho yo en su lugar? Condenaba los hechos pero no juzgaba a sus
autores. Y es que para esta memoria, más importante que la empatía con los
víctimas es preguntarse por nuestras complicidades con los verdugos. Eso es lo
que puede contribuir a desactivar las posibilidades de repetición de la
barbarie. Para entender esto pensemos que el Holocausto no hubiera sido posible
sin la complicidad de un antisemitismo generalizado que se daba en Alemania
pero también en el resto de países europeos. En esa larga historia antisemita,
España fue en algún momento protagonista mayor. No sólo expulsamos a los judíos
en el siglo XV sino que mantuvimos vivo durante siglos el antijudaísmo incluso
sin judíos. Hoy nos indigna las imágenes de Gaza destruida sin piedad, pero
olvidamos nuestras Gazas: tantas aljamas de Gerona, Toledo, Palma, Segovia,
Zamora que fueron saqueadas, incendiadas destruidas por nada, sin provocación
alguna. Nosotros, europeos, no tenemos autoridad alguna para erigirnos en
jueces de lo que está pasando en Palestina porque somos en buena medida los
causantes del problema, lo que no significa que nos crucemos de brazos. Lo que
podemos y debemos es ser compasivos, ponernos del lado de los que sufren,
tratar de aliviar su sufrimiento, pero no empeorar las cosas con opiniones o
actuaciones incendiarias. Podemos también seguir la estela de tantos israelíes
como palestinos que apuestan por la convivencia (La Orquesta DIVAN de Barenboim).
Y, sobretodo, lo que podemos y debemos es aplicar entre nosotros la gran
enseñanza que desprende de aquella catástrofe y que Adorno resumía en una
sentencia lapidaria: “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda
verdad”. Hacer valer ese principio en la construcción de la realidad tanto en
la vida diaria como en las decisiones colectivas.
Estamos diciendo que el objetivo
último de la memoria de Auschwitz es el “nunca más”. Paul Ricoeur y Hannah
Arendt concretan el nexo entre memoria y nuevo tiempo proponiendo, a todos los
actores que recuerdan, un tipo de acción que llaman perdón. Paul Ricoeur lo
expresa sin equívocos:“el perdón es el sentido (el destino) de la memoria”. Ya
sé que este término provoca salpullidos por sus connotaciones religiosas, pero
nos sorprenderá la explicación racional que dan uno y otro de este provocador
término. Hannah Arendt lo explica de la manera siguiente: ante la experiencia
de la barbarie, la reacción moral es actuar humana y no vengativamente, es
decir, actuar libremente. Un acto libre es el que se sacude cualquier
determinación o encadenamiento, también al pasado, es decir, un acto libre es
el que no es reacción a una acción anterior, el que rompe la cadena
acción-reacción. Tomemos el caso de un crimen político o de una organización
terrorista: si queremos acabar con la violencia criminal, no hay que proponer
un tipo de acción que sea reacción al crimen, sino que habría que considerar al
criminal como un sujeto que no sólo sabe matar sino también hacer el bien, es
decir, habría que proponer un tipo de acción que activara las posibilidades
buenas del criminal. El perdón consiste en darle esa segunda oportunidad para
que actúe de una manera distinta; para obtenerle hay que empezar por pedir
perdón, es decir, el victimario no sólo tiene que distanciarse de su acción
criminal sino confiar en sus otras posibilidades. La memoria –que inspira la
acción libre- es como un espejo en el que se reflejan los daños causados a las
víctimas y al tiempo las posibilidades humanitarias del sujeto de la violencia.
Para terminar volvamos al principio.
Nos preguntábamos por qué nuestra memoria no es capaz de conjurar la barbarie
como cabría esperar de una memoria de Auschwitz. Pues porque nuestra memoria
está hecha de otra pasta. Si fuéramos consecuentes con la memoria que
recordamos tendríamos que inyectar a nuestra forma de entender la convivencia
(la política y la ética) una fuerte dosis de compasión; tendríamos que
reconocer la autoridad del sufrimiento. No son éstos, valores que coticen al
alza. Se suele decir que la primera víctima de una guerra es la verdad. Pues la
primera víctima de la violencia es la compasión. Es lo que nos dice Jorge Luis Borges en un
relato memorable titulado Deutsches Requiem.
Narra los últimos momentos de un oficial nazi condenado a muerte. Antes de la
ejecución repasa con gran frialdad su vida de la que se siente satisfecho: "El
nazismo", dice Otto Dietrich zur Linde, "intrínsecamente es un hecho
moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo”.
El se siente satisfecho de su vida porque no ha ahorrado esfuerzo en destruir
al hombre viejo con sus prejuicios morales humanitarios. Sólo un borrón en su
inmaculado historial, aquel momento de debilidad en el que estuvo a punto de
ser compasivo con aquel anciano que respiraba bondad. Era poeta y se llamaba
David Jerusalem. Era manifiestamente inocente y estuvo a punto de perdonarle (esa
fue su debilidad) pero se sobrepuso a la tentación a tiempo y le mandó matar.
Ahora que también él va a morir se pregunta si el bueno de Jerusalem entendió
por qué le condenó a muerte. Ahora se lo explica: “si yo lo destruí, fue para
destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se
había transformado en el símbolo de una detestable zona de mi alma. Yo agonicé
con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui
implacable". Tenía que matar la compasión que empezaba a renacer en él. Un
constructor del hombre nuevo, como él, no podía permitirse esa muestra de
debilidad. Pero la compasión no es un gesto de debilidad como pensaba el nazi y
también nosotros. Hace falta mucha fortaleza para dar el mismo valor al
sufrimiento del otro que al de los nuestros. Cuando la memoria alcance ese
momento compasivo, lo que ella inspire será novedad y no repetición del pasado.
Reyes
Mate (Intervención en el acto “Conmemoración de la Kristallnacht” en el Ayuntamiento de Barcelona, 8 de noviembre 2023)