Altsasu es una obra de
teatro basada en un incidente que tuvo lugar en octubre del 2016 y que se
convirtió en un asunto nacional. Dos guardias civiles fueron brutalmente
golpeados por jóvenes locales al pretender entrar en un bar de dicho municipio.
El incidente fue tratado por la justicia como un acto terrorista lo que acarreó
en la Audiencia Nacional fuertes sanciones para ocho jóvenes implicados.
La representación teatral, siete
años después, ha vuelto a convocar emociones, más allá de las meramente estéticas.
Grupos de extrema derecha se han manifestado a las puertas del Teatro La Abadía
de Madrid para protestar contra su representación por lo que entienden es blanqueamiento
del terrorismo. El director del centro dramático, Juan Mayorga, ha defendido la
representación porque el teatro es “paz y libertad”, un espacio al que se acude
libremente y en el que distintos personajes, que representan mundos enfrentados,
convienen en hablar.
Ninguna razón, pues, para negarse a
la puesta en escena de una obra como ésta que, además, pretende reflexionar
sobre lo ocurrido con el deseo de que “la sociedad sea un poco mejor”.
Ahora bien, tan firme como el
derecho a la representación debería ser la libertad para enjuiciar críticamente
la obra. El sano propósito de dar voz tanto a los guardias civiles agredidos como
a las irregularidades del juicio contra los agresores, adolece de un equívoco
que lo malicia todo. Sobrevuela una idea madre que parece indiscutible, a
saber, el reconocimiento de que Alsasua es el escenario de un conflicto
histórico entre unos, los del pueblo (al que pertenecen los jóvenes del pueblo)
y otros, los de fuera (que sería los agentes de la Guardia Civil). Si hay un
sitio en el que esta idea, tan propia del nacionalismo, no se puede formular en
vano es en Alsasua, al menos sin escuchar a Marino Ayerra, el cura párroco que
llegó al pueblo el 18 de julio de 1936, enviado por su obispo, Marcelino
Olaechea, para convertirse en interlocutor de una población difícil por obrera
y republicana. La guerra lo cambió todo. En lugar de enfrentarse a la cuestión
social, para la que venía preparado, tuvo que centrarse en el “no matarás” del
Quinto Mandamiento. Que feligreses carlistas asesinaran con tan buena
conciencia a feligreses republicanos, era algo que no le cabía en la cabeza. No
se le ocurrió otra cosa que hablar del Evangelio pensando que la autoridad de
una doctrina sagrada detendría aquella locura. Fue en vano pues como el propio
obispo le explicó había que ganar la guerra y eso significaba silenciar los
valores cristianos. El párroco, amenazado por la iglesia y los sublevados, tuvo
que huir de España y abandonar la Iglesia. De su experiencia dejó un conmovedor
relato: Malditos seáis, No me avergoncé
del Evangelio, libro prohibido durante el franquismo, que José Jiménez
Lozano guardaba en su biblioteca como un testimonio inigualable de la tragedia
de la Guerra Civil. Digo inigualable porque lo que el cura del pueblo no
entendía era cómo católicos carlistas mataran a católicos republicanos, todos
del pueblo. ¿Qué pasaba en Alsasua para que meras diferencias políticas pesaran
más que las creencias religiosas y el apego al lugar? ¿Por qué no eran capaces
de convivir?
El final de la guerra supuso el
exilio para muchas familias de los vencidos. Poco después del incidente del
2016, me encontré en Pamplona con hijos y nietos de aquella generación de
exiliados. Uno de ellos me hizo un aparte con una reflexión esclarecedora:
“algunos de estos jóvenes son nietos de los que nos obligaron a salir”. Tocaba
el nervio de la denuncia de Marino Ayerra. Los agresores de los guardias
civiles eran del pueblo. Puede que algunos de los que se manifestaron en la
localidad navarra contra las sentencias fueran nietos de los sublevados en 1936
que ganaron la guerra. Si los nietos de aquéllos carlistas son, en buena parte,
estos nacionalistas, ¿en qué han cambiado las cosas? Algo pasa en Alsasua que
no tiene que ver con los de fuera.
Dice el prospecto de mano repartido
a la entrada de la función que esta compañía está empeñada en “una reflexión
sobre el pasado reciente”. Si el “reciente” no se para en el año 2016 sino que
remonta hasta 1936, la pregunta es inevitable ¿se puede hablar con tan buena
conciencia del nosotros alsasuarra, que a modo de ritornello acompaña toda la
obra, sin tener en cuenta la capacidad de exclusión del pasado del que
proceden?
El problema no está entre un nosotros,
los del pueblo, y los otros que vienen de fuera, sino dentro del pueblo mismo
que en el pasado sacrificó a los que, según Marino Ayerra, pensaban de otra manera
y hoy declara indeseables a los que no son de allí. Los requetés y falangistas
de 1936 no podían tolerar la presencia de paisanos republicanos; los voceros de
ahora, que se han apropiado del pueblo, declarando que esa tierra es propiedad
de unos pocos, expulsan a los que no son de allí. Les diferencia el hecho de
que antaño los enemigos eran los republicanos y hogaño los españoles, pero tanto
derecho a estar allí tenían entonces los republicanos como ahora los guardias
civiles. Dar por sentado, como hace la obra, que una parte del pueblo pueda
pensar que esa tierra es suya, es tan peligroso como considerar enemigo al
vecino republicano de entonces.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 11 de
febrero 2024)