Libros sobre
Hannah Arendt hay muchos y, los temas tratados, recurrentes. Suelen dar una
vuelta de tuerca a la banalidad del mal, al totalitarismo, al homo laborans, al
juicio o a la vita activa. Lo sorprendente es que en la relación de Arendt con
España el autor haya visto un libro que
quizá no aporte grandes novedades sobre las grandes ideas arendtianas pero sí
son de un gran interés para España. Es un libro construido sobre fragmentos o
referencias de paso que, más allá de la brevedad, abren horizontes insospechados.
La escritura del
autor es fiel a su estilo caracterizado, en primer lugar, por un gran rigor
interpretativo. No se permite ninguna exageración, ni retorcer el texto leído,
ni hacerle decir lo que no dice. En segundo lugar, agudeza para llamar la
atención sobre aspectos no considerados en las interpretaciones habituales pero
que, bajo su luz, resultan de interés.
Concretaría lo
dicho en un par de temas que responde al susodicho rigor y agudeza. En primer
lugar, cómo el tema del totalitarismo afecta a España: ¿era o no la dictadura
franquista totalitaria? Serrano de Haro empieza describiendo con gran finura
lo específico del totalitarismo en Arendt que le diferencia de otros conceptos
afines como autoritarismo o dictadura. Con ese término se quería nombrar la
novedad histórica que representaban el hitlerismo y el estalinismo. Lo
específico no es la brutalidad de sus políticas sino algo muy distinto que
podríamos traducir por algo así como “sed de mal o voluntad de poder”. La
violencia ahí no es instrumental o utilitaria, sino cosmovisional y substantiva.
El terror no está en función de ninguna estrategia política sino por sí mismo.
Lo peculiar en la dominación totalitaria es que el ejercicio del terror es una exigencia ideológica. El autor recurre
a dos enunciados arendtianos para sintetizar esta singularidad. En el
totalitarismo “todo es posible” y “todo es necesario”. Todo es posible en el
sentido de que no hay límite al despliegue de la acción. Hay que activar todas
sus posibilidades sin restricciones morales o estratégicas, aunque eso suponga
la ruina de los actores. Es como una acción instrumental invertida: en lugar de
hacer algo para obtener un beneficio, hacerlo porque se puede hacerlo, aunque
eso nos explote en las manos. Y, además, “todo es necesario”: lo que se puede
hacer no debe quedar por hacerse pues eso frustraría el sentido de la acción. Como
en el relato de “El puñal” de Borges, el puñal, diseñado para matar, tiene que hacer
sangre pues de lo contrario se frustraría su razón de ser. En eso el
totalitarismo es diferente de las dictaduras que son Estados autoritarios pero
con finalidades, de suerte que el ejercicio de la violencia tiene una
racionalidad instrumental. La tesis de Arendt, que el autor recoge, es que no
consideraba al franquismo como una expresión del totalitarismo, como una
“dictadura totalitaria” porque tenía dos límites: “la iglesia católica” que por
muy nacionalcatólica que fuera tenía su propia moral, y “los militares” cuyos
intereses había que tener en cuenta. Franco era bien consciente de que su poder
no le venía de un carisma propio (como en el caso de Hitler) sino del ejército,
de ahí que le tuviera tan en cuenta.
Esta idea sobre
la dictadura franquista, que no es habitual, me parece de gran interés actual,
sobre todo si se le completa con lo que Arendt dice de la República española. Dice
Arendt que la República tuvo que librar tres batallas: a) contra el fascismo ,
b) contra el anarquismo dentro y c) convirtiéndose en un teatro de la
revolución mundial que protagonizaba la Unión Soviética. Tres batallas en una
única guerra con la precisión añadida de que los intereses de la Rusia
soviética contaminaron contagiaron todo. Ahora bien, si recordamos que esa
Rusia soviética actúa en España en el período más estalinista, es decir, propiamente totalitario, entonces, comenta
ahora el autor, “no habría manera de
distinguir limpia, enteramente, a un bando como el no totalitario frente a otro
como el totalitario”. Habría pues que revisar todas las idealizaciones de
la República en curso.
Reconozcamos que
esto es una manera de ver las cosas muy poco usual pero no es única. La
encontramos en Chaves Novales, en Américo Castro y, recientemente, en Jorge Semprún. En su documental Les deux
mémoires habla de las dos memorias, que no se refieren a las de las
dos Españas de Machado, sino a dos miradas sobre el pasado muy distintas que
incluso se pueden dar dentro de cada una de las dos Españas de Machado. En
relación al papel del comunismo en la República y en la Guerra Civil detecta
dos miradas republicanas bien distintas: una complaciente que, como la que
tenían Carrillo y Pasionaria, idealizan
el papel del comunismo soviético en la Guerra Civil; otra, crítica, como la de
Fernando Claudín para quien la ayuda soviética fue cara (costó mucho oro) y mala (enviaron malos
asesores militares), haciendo a Stalin responsable en buena medida de la
derrota republicana. La lectura comunista ha alimentado la leyenda romántica de
que la Guerra Civil fue una lucha contra el fascismo y por la democracia. Esa
lectura romántica, aunque fuera verdad en muchos brigadistas, por ejemplo, no
tiene en cuenta el hálito totalitario del estalinismo que contaminó todo.
Como acabo de
decir, este apunte tendría el efecto de acabar con la idealización de le
República que tanto jalean quienes traducen la memoria de la Segunda República
por establecimiento de la Tercera.
Pero el
planteamiento arendtiano nos arroja una extraña paradoja: Arendt rebaja la
gravedad del franquismo (aunque insinúa algún momento autoritario como el de la
represión post-bellum) al tiempo que eleva el momento totalitario de la
República. No es que el franquismo deje de ser una dictadura y la República una
democracia, sino que introduce una serie de precisiones que impiden lecturas
triunfalistas en la llamada “memoria democrática”. Este revisionismo parece
inevitable siempre y cuando no se pierda de vista lo esencial, a saber, que el
golpista fue Franco y que el franquismo fue una dictadura.
El otro aspecto
que me interesa señalar tiene que ver con el nacionalismo. Arendt tenía
preferencia por las propuestas federales o incluso confederales. Apoyó en las
primarias republicanas la candidatura de Rockefeller contra Nixon porque
proponía “la formación de una confederación de nacionalidades libres, incluyendo
en ello a América latina”. También defendía una “federación de naciones
europeas que renunciando al principio
temible de la soberanía nacional, se sostuviera sobre la vigencia de
Estados-nación democráticos en compromisos de cooperación mutua”.
Esta visión
posnacional de la política se aviene bien sin duda con el escurridizo concepto
de la política como promesa o de “la promesa política” (que me recuerda el de
“democracia por venir” o de “mesianismo sin Mesías” de Derrida). Aboga por una
política siempre abierta a nuevas formas de convivencia pues se alimenta de “la
energía que emana de ciudadanos libres” que “se hacen cargo de la realidad que comparten”.
Una política, pues, siempre abierta, por eso habla de una polis ausente para dar a entender que la política no está
constreñida al marco constitucional existente sino abierta a las exigencia o
“interrelaciones que ocurran en el espacio público”. El autor aplica este
impulso a la situación española, considerando la Constitución de 1978 como una
buena concreción de ese impulso democrático de abajo arriba.
Sería
interesante preguntarse si esa lógica de apertura que supedita el marco legal a
las exigencias de la comunidad, no justificaría hoy la propuesta de la amnistía
que muchos interpretan como violación de la legalidad.
Pero no es eso
lo que me interesa señalar sino esto otro que parece entrar en contradicción
con ese espíritu posnacional aludido. Me refiero a la afirmación de Agustín
Serrano de Haro “el pensamiento
arendtiano no encierra ninguna causa general contra el Estado-nación”. Su
querencia federalista no supondría ningún atentado a la naturaleza del Estado.
Cabe preguntarse
si no hay ahí una cierta contradicción que no se disipa con la distinción arendtiana
entre “la nación” (que es lo malo porque sobrevalora la sangre y la tierra.
Habla del “principio temible de la soberanía nacional”) y “el Estado” (que es
lo bueno porque se mantiene en el orden jurídico y la ley es universal). Digo
que esa distinción no resuelve nada porque el Estado moderno es un Estado-nación,
es decir, hay que tener en cuenta las fronteras físicas, jurídicas y mentales
de la Nación incluso en lo que respecta al alcance de la ley.
Me pregunto si
en un texto como “Nosotros, los
refugiados”, escrito en 1943, no está denunciando el poder soberano del
Estado que se arroga el derecho a dar y quitar ciudadanía, a desnaturalizar o
desnacionalizar al judío hoy pero al enfermo o improductivo mañana. El Estado
pone siempre un límite al derecho incluso a los derechos humanos. No hay más
que seguir el rastro de cualquier emigrante que llega a la frontera de otro
país sin papeles, sin los papeles que da el Estado. No es nada o, como diría
Arendt, “sólo judío”. Recordemos que en citado artículo, publicado en 1943, contrapone
la figura del citoyen sujeto de
derechos cívicos, a homme (al que es
sólo hombre como el apátrida, el refugiado, el judío). Lo que separa o media
entre uno y otro es el Estado que tiene el poder de garantizar los derechos
ciudadanos o privar de ellos incluso a los nacionales (como era el caso de los
judíos alemanes). Ahí parece que sí se abre una causa general contra el Estado-nación,
una sospecha que queda confirmada en el último párrafo de Eichmann en Jerusalem. Hannah Arendt, que tan crítica se ha
mostrado con el proceso, acaba sumándose a la sentencia del tribunal aunque
argumentando de otra manera. Dice ahí: “puesto que Vd ha sostenido y ejecutado
una política que consistía en negarse a
compartir la tierra con el pueblo judío y con pueblos de otras naciones
–como si Vd y los suyos tuvieran el derecho de decidir quien tiene derecho y quien no a habitar la tierra- nosotros por
nuestra parte estimamos que nadie, que ningún ser humano, desea compartirla con
Vd. Es por esta razón y sólo por ésta
que Vd debe ir a la horca”. El párrafo no tiene desperdicio. Se suma a la
condena a muerte pero no por la participación de Eichmann en “la solución final”,
sino por apropiarse de la tierra y arrogarse el derecho a decidir quien la
pueda habitar porque es suya. Esa relación de propiedad entre tierra y pueblo
es la substancia misma del nacionalismo, una apropiación que viola el derecho
de cualquier ser humano a habitar la tierra. La conclusión de Arendt es clara:
quien excluye al otro de su territorio, merece ser excluido de la tierra. Ahora
bien, tengamos en cuenta que el mismo derecho que esgrimieron los nazis, lo
exhibe hoy cualquier Estado a la hora de tratar al emigrante que llama a sus
puertas.
Hay otros
aspectos dignos de mención como la naturaleza del antisemitismo en el
franquismo que Arendt califica de “artificial” pues en España no hay judíos
desde siglos atrás. Es “artificial” porque “no hay cuestión judía que
resolver”, como en Polonia, por ejemplo. Eso no significa que el antijudaísmo
español sea menor. Hace falta tener sentimientos muy antijudíos para que se
mantengan siglos después de su expulsión. Este antijudaísmo no necesita la
presencia física del judío, como pasó en Polonia o Alemania, porque es de orden
meta-físico: aquí hemos conformado un tipo de español ideal que responde al
estereotipo de cristiano viejo y no se tolera “ni una gota de sangre impura”. Interesante
es también el debate sobre los distintos usos del concepto “masas” en Ortega y
en Arendt. Un concepto que los dos pensadores valoran sobremanera pero que
explican distintamente. Para el filósofo español el poder de las masas es el
síntoma acusador del fracaso de las élites; para Arendt, señal de la desestructuración
de la sociedad de clases. Si el problema, para el primero, era ”el imperio
brutal de las masas”, para la segunda es “el aislamiento y la falta de
relaciones sociales”. Pero, más allá de las diferencias, Ortega y Gasset es uno
de los pocos autores españoles que a Arendt le merecen la pena. A título de
inventario queda reseñada la torpeza de la censura franquista con diferentes
textos de Arendt. España estaba, a la altura de los años sesenta, tan
obsesionada con borrar cualquier indicio que delatara su relación con el
nazismo que prohibió un párrafo de Eichmann
en Jerusalem en el que excepcionalmente salía bien parada (porque Arendt
reconoce que en el tema antisemita la España de Franco no siguió siempre los
dictados alemanes) pero donde constaba que España era uno de los países amigos,
junto a la Francia de Petain o la Hungría de Horthy, del Tercer Reich. Mejor,
renunciar al regalo que dar la oportunidad al lector de pensar que España tuvo
algo que ver con el III Reich. El censor, en su torpeza, había captado algo que
en sí es indiscutible, a saber, que la memoria es peligrosa.
Agustín Serrano
de Haro, que tan bien conoce a Hannah Arendt, ha rescatado momentos que las
grandes lecturas arendtianas dejan en la penumbra pero que, sacados a la luz,
resultan luminosos. Ojalá que esta visita de Arendt a España anime a las
generaciones actuales a revisar muchos tópicos sobre nuestro pasado que en nada
ayudan a la convivencia.
Reyes
Mate (Comentario al libro de Agustín Serrano de Haro, Hannah Arendt y España, Trotta, 2023, Madrid. Publicado en Letras
Libres, nr. 269, febrero (2024), 44-47)