Dos años y medio de una guerra que
no parecen tener fin pese al balance demoledor para ambas partes. La BBC
calcula que en este tiempo han muerto unos 60.000 soldados rusos, 30.000
civiles ucranianos y otros tantos combatientes, sin contar los seis millones de
desplazados que han tenido que abandonar su lugar de residencia. A estas
alturas los frentes están estabilizados y nada hace pensar que alguno gane la
guerra. Los rusos, pese a la ruina económica que esto supone, no pueden
perderla y los ucranianos, por mucha ayuda que reciban, tampoco ganarla. Los
únicos ganadores netos de esta contienda son las empresas armamentísticas que
están haciendo su agosto. Los demás, todos perdedores.
Ante una situación así surge la
pregunta ¿por qué no hay, ni insinuada, una negociación para la paz? No puede
ser que la población rusa o ucraniana, que es la que pone los muertos, no
prefiera un acuerdo que acabe con tanta desolación. Pero sólo se oyen tambores
de guerra. El Presidente Zelensky no para de pedir más armas y los demás acuden
a la demanda, prestos a vendérselas, como si la única solución fuera la guerra.
A dos años y medio de la guerra gana el militarismo y pierde la política.
Lo curioso de este marcador es que
el militarismo hace tiempo que perdió su prestigio. Hubo un tiempo, en efecto,
en el que la guerra gozaba de buena salud. No sólo se hablaba de guerra justa,
sino que hasta pensadores de la talla de Unamuno o Teilhard de Chardin
consideraban el campo de batalla como el lugar privilegiado para poner a
pruebas las grandes virtudes humanas. Hoy eso se ha acabado. El filósofo
alemán, Enmanuel Kant, decía que “la presencia y el fortalecimiento de los
ejércitos es el principal factor de la guerra”. El Papa Francisco escribe en su
encíclica, Fratelli tutti, que ya no
es posible hablar de una guerra justa porque “toda guerra deja al mundo peor
que como lo había encontrado”. La guerra no resuelve nada porque, en el mejor
de los casos, los daños colaterales que produce son superiores a los que
debería evitar. La capacidad destructiva del armamento prohíbe, pues, recurrir
a la guerra como solución. A este argumento pragmático habría que añadir el
desmontaje de otro, más teórico, como ha sido el prestigio intelectual que
durante siglos ha disfrutado la violencia en la cultura occidental. Se ha dicho
de ella que era “la partera de la historia” (Marx) o “el motor del progreso”
(Hegel). Si hiciéramos el recuento de lo que realmente ha costado en vidas y
sufrimiento cada conquista, nos tendríamos que preguntar cómo el ser humano,
que dice provenir del homo sapiens,
ha sido tan insensato: cómo pagar tanto por tan poco, cómo aceptar el
sacrificio de la mayor parte de la humanidad en provecho de unos pocos. La
respuesta es porque esta minoría ha logrado convencer a todos que el progreso
era necesario e imparable. Mejor estar de su lado que en contra porque si les
va bien a unos pocos, las migajas alcanzaran a todos. Este tipo de discursos,
que en filosofía conocemos como ideologías, han quedado desacreditados por la
fuerza de la razón. Hoy sabemos, por ejemplo, que la causa real de las guerras
es el exceso de armamento que necesita ser consumido para producir otros. Esto
está tan aceptado que un jurista tan prestigioso como Luigi Ferrajoli plantea
la exigencia de responsabilidades morales y económicas a los productores y
vendedores de armas en cada guerra y en cada asesinato. También sabemos que ya
no es posible distinguir entre población civil y beligerante -distinción clave
para poder hablar de guerra justa- porque la guerra se empieza a ganar
castigando a los civiles.
¿Entonces por qué no se empieza a
hablar de negociación y se abandona el discurso de las armas? Porque los
protagonistas bélicos piensan más en sus respectivos Estados que en la gente
afectada por las bombas. La solución a la guerra no está en que esos
territorios acaben siendo rusos o ucranianos porque son lo uno y lo otro. Los
territorios en conflicto son lugares en los que han convivido secularmente
lenguas, religiones, etnias y culturas. Cualquier intento de embutir ese tipo
de territorio en un corsé nacionalista, sea ruso o ucraniano, está llamado al
fracaso porque el lugar es de por sí multinacional. Es verdad que hay gente en
esa población que identifica la parte con el todo, es decir, que se creen que
el lugar es de los suyos, a sabiendas que también hay otros. Pero no resulta
difícil imaginar que esos nacionalismos excluyentes son el resultado de un
trabajo de zapa ideológica, basada en mitos más que en razones históricas, al
servicio de intereses extraños muy alejados de lo que realmente les conviene.
La sola idea de compartir un
territorio provoca pánico porque es visto como un atentado al sacrosanto
principio del nacionalismo que subyace a los Estados modernos. Eso no lo
quieren ni Putin ni Zelensky pero tampoco los aliados de una y otra parte. Es
hora de revisar la hegemonía política del Estado Nación, ofrecida hasta ahora a
los pueblos en conflicto como el bálsamo de Fierabrás. No
funciona en Ucrania pero tampoco en Palestina ni en tantos otros enclaves
que son territorios que han acogido secularmente a pueblos de distintas etnias,
religiones y lenguas.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 28 de
julio 2024)