El
Abrazo es el título de un cuadro del pintor Juan Genovés que figura en el
Congreso de los Diputados en un lugar de honor porque representa bien el
espíritu del consenso que presidió la transición. Ese consenso, por el que algunos
suspiran hoy, suele asociarse a un tiempo bonacible y presto al entendimiento.
Nada más lejos de la realidad. El Abrazo
costó sangre y aquel consenso fue el resultado de un doloroso proceso crítico.
No podemos pues hoy suspirar por la convivencia, ahorrándonos ese trabajo de
revisión de las propias certezas. No se sale de la polarización reinante con un
suspiro nostálgico sino con un talante autocrítico.
Como quiera que lo que hace cuarenta
años parecía evidente resulta hoy inconcebible, es de agradecer que una de esas
voces del consenso de antaño se haga oír hogaño. Es una voz autorizada, a punto
de extinguirse, que nos manda un mensaje en una botella para que nosotros,
náufragos a la deriva, no perdamos el norte.
Consta en los libros de historia que
uno de los momentos clave de la transición, que puso a prueba la naturaleza del
consenso, fueron los crímenes de Atocha. Aquella noche del 24 de enero de 1974 unos
pistoleros franquistas asesinaron a cinco abogados laboralistas, dejando
malheridos a otros cuatro, vinculados todos al Partido Comunista y a Comisiones
Obreras. Alejandro Ruiz-Huerta, el único superviviente de todos ellos, ha
cogido la pluma para dejar por escrito un mensaje que las generaciones futuras
no deberían olvidar. En su honda humanidad es tan desconcertante que pocos le
seguirán, pero al estar escrito desde la memoria de una violencia asesina, a la
que sobrevivió contra todo pronóstico, su palabra, igual que el cuadro de
Genovés, merece ser recogido como un testamento. Si el pintor expresó con El Abrazo el espíritu de conciliación de
aquel momento, lo que hace ahora Ruiz-Huerta en su libro Violencia, Compasión, Memoria, es explicar en
detalle lo que hoy significa evocar ese espíritu.
Su mensaje se resume en una palabra:
compasión. La respuesta a la violencia vinculada a la noche negra de Atocha
-que buscaba provocar a la oposición al franquismo para que ésta respondiera
violentamente y así justificar un baño de sangre que acabara con los sueños de
libertad- fue entonces la templanza y, hoy, explica Ruiz-Huerta, la compasión. Los
amigos y compañeros de los asesinados lloraron sus muertos en silencio sin caer
en la provocación de los pistoleros. Allí nació, dice el autor, el espíritu del
consenso, que hoy él desarrolla bajo la forma de la compasión, un término
equívoco que él explica convenientemente. No se trata de pasar la mano por el
hombro del vecino que lo está pasando mal; se trata más bien de salir de sí
mismo para hacerse cargo del otro. Ese otro al que se dirige fraternalmente el
sobreviviente de Atocha es el rival, el que piensa de otra manera, el enemigo;
incluso ese otro que, ofuscado por ideologías asesinas, quiso un día matarle.
La compasión en cuestión es la del abrazo al otro, cualquiera que sea, porque
la víctima cree que si el victimario no coge la mano que ella le tiende,
seguiremos en las mismas.
Que el espíritu del consenso alcance
a quien quiso matarle, dándole la oportunidad de expresarse como ser humano, es
algo que no se lleva en estos tiempos justicieros. Esa es sin embargo la
apuesta de paz que hace alguien que ha experimentado el terror. No quiere irse
de este mundo sin decirnos que incluso en una historia plagada de
enfrentamientos, la convivencia es posible porque alguien que ha experimentado
la violencia gratuita, como él, encuentra en la paz cívica la respuesta a su
dolor y, al tiempo, la condición para un futuro político digno de ese nombre.
En la urgencia por comunicarnos la
gravedad de su mensaje, hay algo en este superviviente de Atocha que recuerda a
otros supervivientes como Elie Wiesel y Jorge Semprún, ambos deportados en el
campo nazi de Buchenwald. En un momento de sus vidas, próximo a la muerte,
ambos dialogan sobre lo vivido y, pese a sus diferentes destinos –no es lo
mismo lo que espera a Semprún por ser rojo que a Wiesel por ser judío-,
coinciden en una cosa: ninguno de los dos quiere ser el último en morir porque
entienden que ellos, los testigos del horror, tienen el deber de avisar a sus
contemporáneos de que aquello no se puede repetir y de que, por tanto, hay que
hacer las cosas de otra manera. Ellos, que han escapado de los campos de la
muerte, tienen el deber de convencernos de que el infierno existe. Como saben
que, pese a intentarlo, han fracasado en el intento pues nadie les hacía caso,
entendían que sobre el último recaía la responsabilidad de un último y
definitivo esfuerzo para convencernos de que así íbamos al desastre.
Barruntando que tampoco le harían caso, uno y otro declinaban asumir tamaña
responsabilidad. Alejandro Ruiz-Huerta, el último testigo, toma, sin embargo,
el relevo para decirnos cómo hacerlo. No se pierde en sermones buenistas sino
que agarra por la mano a su asesino para llamarle hermano y decirnos que cuenta
con él. No habrá convivencia digna de ese nombre más que si cada cual da un
paso adelante: la víctima, dándole la mano al verdugo, y éste reconociendo que
al matar el otro, quien realmente murió fue él.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 25 de
agosto 2024)