Sin justicia, dice
San Agustín en La Ciudad de Dios, la
sociedad sería un reino de piratas (magna
latrocinia). Siglos después Francis Bacon recogería la misma idea en su
premonitorio estudio Sobre la justicia
universal, diciendo “in societate civil aut lex aut vis valet”.
Tenemos pues que la convivencia humana sólo es posible en una sociedad regida
por la ley. Pero no cualquier norma es ley. Hay normas que tienen apariencia de
ley pero son sólo fruto de la voluntad del más fuerte. Para ilustrarlo el
obispo africano recuerda con cierta guasa aquella conversación de Alejandro
Magno con un pirata de poca monta que ha capturado a orillas del mar. Tras
reprocharle el desasosiego que provoca entre las buenas gentes con sus
fechorías, el pirata respondió: “en el fondo tu y yo hacemos lo mismo. Sólo que
a mí me tachan de ladrón por hacerlo con un pequeño navío, mientras que a ti te
celebran como emperador por hacerlo con una gran escuadra”.
1. Sin justicia, todo es violencia, pero para que haya justicia hace
falta algo más que ausencia de violencia. San Agustín está planteando a su
manera la relación entre derecho y justicia (en sentido moral). Y vistas así
las cosas está claro que la respuesta del pirata tiene todo su sentido. Hoy,
por ejemplo, una campaña como la de Alejandro Magno en Asia sería tratada de
piratería (porque siempre ha sido una injusticia), mientras que la afición por
lo ajeno del pirata, llevada a cabo en un tiempo previo al de la instauración
de la propiedad privada, no tendría por qué ser considerada como un delito
(porque todo sería común). Les leyes del derecho penal cambian, pero las
injusticias, no.
El derecho es una convención
en el sentido de que una sociedad puede decidir calificar de delito unos
determinados actos inmorales y no otros, que serían siendo malos pero no
delitos. De esto hablaba Karl Jaspers en Alemania al acabar la guerra en su
libro La cuestión de la culpa. Cuando
se celebraba el Juicio de Nurenberg, mientras se substanciaban delitos de
guerra cometidos por los grandes dirigentes nazis, el filósofo recordaba a sus
compatriotas que eso sólo era una parte del problema. Si Alemania quería hacer
justicia al pasado para poder empezar de nuevo, tenía que hacer frente a culpas
morales y políticas que no eran delitos pero que pesaban como una losa sobre la
conciencia alemana. Culpa moral era, por ejemplo, la indiferencia con la que la
población aria vivió el genocidio de sus vecinos y compatriotas judíos, aunque
no fuera un delito.
La administración de
la justicia que llevan a cabo los jueces en nombre del derecho, no puede perder
de vista esta relación entre derecho y moral. Sería fácil ensamblar un texto
con citas que recorrieran siglos repitiendo sin cesar esta misma idea: desde el
dictum antiguo “no es ley lo que no
es justo”, al de un Francisco Suárez para quien “no puede haber conflicto entre normas morales y jurídicas” o un
contemporáneo como Kelsen, convencido de que “la necesidad de justificación o de
racionalización es quizás una de las diferencias que existen entre el hombre y
el animal”. Entre nosotros, habría que recordar la eminente figura del filósofo
argentino del derecho, Santiago Nino, que intervenía en este debate
sentenciando que ”no todo principio o juicio moral es una norma jurídica, pero
toda norma jurídica es un juicio moral especial” o “sin la aspiración de actuar
y juzgar de acuerdo con una moral ideal no habría moral en el derecho positivo”.
Viene todo esto a cuento para dejar bien sentado que todo
juez tiene, por encima del conocimiento del derecho, la autoridad de la
justicia que tiene que dejarse sentir a la hora de aplicar la ley. Nadie
discute que el Tribunal Constitucional recurra a esos grandes principios
morales a la hora de valorar cualquier ley que se le someta. Pues lo mismo vale
para cualquier juez, viene a decir Gustavo Zagrebelsky, expresidente del Tribunal
Constitucional de Italia. Un juez tiene que ser independiente pero no desligado
de las exigencias de esos “principios, cargados de historia, de significados y
de civilidad, que están a la base del derecho y lo justifican”. Se refiere a
principios como la igualdad, la libertad, la justicia social o la paz, es
decir, a todos esos valores morales que subyacen a los derechos humanos.
Esta vinculación
entre derecho y moral carga de significación social la administración de la justicia
en los juzgados pues se supone que lo que inspira la aplicación de la ley es el
conocimiento del código penal, por supuesto, pero también el espíritu de
justicia. El juez tiene tras de sí no sólo el poder del Estado para imponerse
sino además la autoridad de la moral.
Esta singular
posición explica también algo que no se suele tener en cuenta, a saber, la
ejemplaridad de la judicatura. Un juzgado no es, en efecto, una ventanilla
donde se resuelve un pleito. Nada tiene que ver con el mostrador de unos
grandes almacenes adonde uno acude para cambiar una mercancía defectuosa o para
que le devuelvan el dinero. Todo lo que tiene que ver con la administración de
justicia es solemne porque tiene una proyección pública. Sus
actos están presididos por una vistosa liturgia que afecta a la vestimenta, al
lenguaje, a los tiempos y a la distribución de los espacios.
Se escenifican sus actuaciones porque en cada una de ella
va a ocurrir algo extra-ordinario que tiene un valor público. En ese solemne
escenario todo el mundo va a tener su sitio: la víctima podrá manifestar sus
sentimientos y será oída con atención; el incriminado será tratado con el mayor
respeto y también tendrá su tiempo; el tribunal, compuesto de jueces
competentes, disfrutará de la máxima consideración social para que pueda actuar
sin presiones. Gracias a la justicia la sociedad hace la experiencia de que el
Estado es un lugar de humanidad, es decir, que sus reglas de juego, las que
regulan las relaciones y resuelven los conflictos, son reglas morales y no la
ley de la selva. La justicia ocupa ahora el lugar que en el pasado tenía la
Iglesia, considerada la institucionalización misma de la moral. De la justicia
no esperamos sólo que la administre, sino que dé ejemplo de cómo resolver los
conflictos en el día a día entre los propios ciudadanos. Por eso el Estado la confiere
el inmenso poder que tiene.
2. Esto explica que una
mala práctica en un Juzgado tenga un papel desmoralizador difícilmente
imaginable. Lo digo por experiencia. Hace poco más de un año fui sorprendido
por una carta que provenía del Juzgado de Instrucción nº 4 de Gijón, en la que
su titular, una jueza, me condenaba por haber robado un móvil a una
adolescente, a las tres de la madrugaba, en una discoteca de Gijón. Hacía unos
cinco años que no paraba en Gijón y muchos más en una discoteca. Kafka cuenta
en El Proceso su sorpresa al
levantarse un buen día y ver que la habitación de al lado de su dormitorio se
había convertido en una sala de juicio. Pues algo así. La verdad es que unas
semanas antes había recibido una llamada de Gijón. El interlocutor decía ser un
policía y quería saber el número de serie de mi móvil. Como uno ya anda
prevenido con estos de las llamadas de desconocidos y aprovechando que estaba
paseando delante de una Comisaría de Policía, entré para preguntarles si
procedía responder. Me dijeron que no y que dijera al supuesto policía de Gijón
que ”siguiera el procedimiento”. Fue lo que educadamente le dije, si bien
advertí en él, en un tonillo de castigo, algo así como “pues te vas a enterar”.
Claro que me enteré. Al poco tiempo llegó una citación de la titular del
juzgado –por consideración a su Señoría celaré su nombre, aunque no es la
primera que arma- en la que se me
comunicaba que tenía que comparecer como denunciado. La célula de citación
venía acompañada del atestado policial: un folio lleno de mataduras donde se
hablaba de la sustracción de un móvil con unos números de serie casi iguales a
los del mío. Digo que “casi iguales” porque cambiaba el último, cosa que no
desanimó a los intrépidos policías. Aquello me parecía tan burdo que, con la
ayuda de un vecino, abogado ya jubilado, hicimos un pliego de alegaciones afirmando
“que de la comparación de los números de identificación de ambos terminales no
cabe llegar a la conclusión vulgar y ramplona de que son parecidos o
semejantes, ni servir de fundamento para mi imputación”. Pensaba que con
aquello bastaría. Pues nada de eso. Un mes después recibo una carta
certificada, donde la susodicha jueza firmaba una sentencia condenatoria,
presidida por la tajante afirmación de ser “hecho probado que Manuel Reyes Mate
se encontraba en el pub Bananas, cuando aprovechando un descuido de una menor,
cogió del bolsillo de su chaqueta el teléfono móvil”. Y ¿cómo probaba su
señoría que estaba donde no estaba y haciendo lo que no hice? Por algo de lo
que hasta ahora no tenía conocimiento: porque en el móvil robado había
aparecido no la tarjeta de la propietaria sino una distinta que coincidía con
la mía. El tema ahora no era el número de serie sino la tarjeta telefónica. Me
acordé del sacerdote que aparece al final de El Proceso. Como es miembro del Tribunal, Joseph K le pregunta de
qué se le acusa si no ha hecho nada malo. Y el sacerdote le aclara que ese
tribunal no está hecho para juzgar a culpables, sino para condenar a inocentes.
Cabía recurso, así que tuve que encontrar un abogado –muy
bueno, por cierto- de Gijón, que recurrió argumentando que la condena carecía
del más mínimo documento probatorio, ni se sostenía en investigación policial fiable,
ni había comparecido testigo que me identificara. Y si la prueba era un
duplicado de mi tarjeta, lo más lógico sería pensar que era fraudulento dado
que yo seguía utilizando mi móvil con un consumo tan regular como antes. Fui
absuelto por la Audiencia Provincial de Gijón en nombre de un frío y abstracto
“principio in dubio”.
3. Lo mío es un asunto
menor, pero no carente de significado. La policía se fija en mi porque el
número serie de mi teléfono es casi parecido al sustraído. Considerar eso una
pista es como que a uno le toque el gordo por aproximación. ¿Cómo puede llevar
ese fallo policial (lo de la tarjeta duplicada que aparece al final me parece el
final del chiste) a ofuscar la mente de la jueza y del fiscal? No puedo
presumir maldad en los actores citados, ni tampoco un despiste puntual puesto
que eran tres (jueza, fiscal y policía), sino un fallo sistémico que afecta a
la administración de la justicia, a la profesionalidad de la policía y también
a la formación y selección de los jueces. Lo preocupante no es este error en
asunto tan nimio, sino este funcionamiento cuando esté en juego la privación de
libertad, la custodia de los hijos o el desahucio domiciliario. ¿Qué garantías
hay de que estos mismos actores actúen de otra manera?
Apuntar en esta dirección puede parecer excesivo y, sin
duda lo es, pero puesto que se me pide que reflexione a partir de mi
experiencia, séame permitido expresar sin recato lo que me pasa por la cabeza.
Empecemos por la policía que no queda en buen lugar,
aunque en honor a la verdad tengo que reconocer que son los autores de la única
línea sensata que pude leer en este asunto. Dice en su atestado que “le resulta
extraño que un hombre de 80 años que reside en Madrid se encuentre en un local
de ocio nocturno que no suele ser frecuentado por personas de edad avanzada”.
Pero no se les ocurre pensar que si mi móvil está operativo en ese momento en
Madrid, como reconocen, ¿por qué no plantearse lo del duplicado fraudulento? Por
la misma razón que les daba igual un número idéntico que uno parecido. Es el
papel de la policía en una sociedad democrática lo que me inquieta. Formalmente
la policía es una fuerza coactiva al servicio de la administración de la
justicia -se atiene a la ley y se debe a los jueces- pero de hecho es mucho
más. Tiene algo que viene de muy antiguo, de cuando el cónsul romano, titular
del imperium, comparecía siempre al
lado de un líctor, portador del hacha
sacrificial con el que ejecutaba la sentencia. Esta contigüidad no es casual:
la policía alcanza todos los rincones que caen bajo el poder del Estado o del
Imperio. Y en el caso de que ese poder no disponga de normas positivas que
regulen esa presencia, la policía lo asegura. El ciudadano toma a la policía
por el Estado. Cuando tiene un problema pide a la policía que se lo arregle,
sin importarle si hay normas o no. Como en las series policíacas, la policía va
por delante y al filo de la ley. Entendemos que no toda conducta tenga que ser
regulada por ley (por eso apelamos a la conciencia), pero sí que todo, esté
regulado por la ley o por la moral, quede bajo el poder de la policía. La
declaramos competente para delitos e inmoralidades. Ese poder y esa
consideración social es peligrosa. No olvidemos que el exterminio judío no fue
una operación del Estado (lo que hubiera implicado disponer de leyes adecuadas
para el exterminio y órdenes de ejecución) sino una “operación policial” que
dispusieron responsables policiales en nombre de ese implícito reconocimiento
de atribuciones para-estatales. No está el juez al servicio del policía, sino
al revés, algo que olvidaron en el Juzgado Nº 4 de Gijón. En vez de creerles a
pies juntillas, podían haberse hecho preguntas.
4. Hablemos de jueces y
fiscales. Les admiro porque soy consciente de la dificultad que entraña su cometido.
Recuerdo lo que contaba López Aranguren a este propósito. Su padre quería que
estudiara derecho para hacer carrera judicial pero él se negó porque le
aterrorizaba la idea de tener que decidir quién y en qué uno era justo o
injusto. Él entendía, al igual que el starec Zósima, en Los Hermanos Karamazov de F. Dostoievski, que el juez está hecho de
una pasta especial. “No puede haber en la tierra juez para el delincuente”,
decía el santón ruso, “hasta que ese mismo juez no comprenda que él es también
un delincuente como el que tiene delante y que pudiera ser más culpable de ese
crimen que todos. Podrá ser juez cuando comprenda esto”. La razón de esta osada
postura era el convencimiento de que si todos somos buenos, agostamos el humus
para que crezca el mal. Es una opinión compartida por el Talmud. Ahí se cuenta
el caso de un juez que condenó a un estudiante al destierro por haber robado.
Pero no fue solo. También fue desterrado su maestro porque algo había fallado
en su enseñanza como para que le saliera un discípulo así. Y, sin ir tan lejos:
no ha mucho supimos de un juez británico que condenó a una joven a prisión por
apuñalar a su agresor. Pero fue el propio juez quien pagó la fianza para evitar
la cárcel a la joven. Está claro que el juez no es un funcionario cualquiera.
Hay tanto en juego que Santo Tomás se pregunta si un ser humano puede juzgar a
otro (dirá que sí, siempre y cuando se quiera hacer justicia y no venganza;
haya leyes precisas desde las que juzgar y, finalmente, se parta de indicios
solventes).
Mientras estuve ocupado con las idas y venidas de mi
caso, pude leer el artículo de un juez que reflexionaba sobre la formación de
los jueces en España. Criticaba el peso del código penal (el tener que
aprendérselo de memoria) y echaba en falta la educación en la phrónesis profesional, en la sensatez
que yo eché de menos en mis juzgadores. Alguien ha dicho que hay más sensatez
de ésa en un juez de paz que en otro de Sala. Habría que relacionar la opinión
de este juez con la de Cervantes, tan crítico con la justicia real de su
tiempo. Prefería la de “los moros e ingleses”. ¿La diferencia? Aquella, la
real, era “libresca y leguleya”, mientras que ésta le parecía “espontánea,
sencilla y equitativa”. La verdad es que con la doctrina cervantina de justicia
Don Quijote preparó a un excelente juez, Sancho, que impartió justicia en la
ínsula Barataria con una phrónesis
insuperable.
No sé si eso tiene mucho recorrido o ha quedado atrás. De
mayor actualidad me resultan las reflexiones que desarrollan Carlos Jiménez
Villarejo y Antonio Doñate en su libro Jueces
pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial. Josep
Fontana escribe en el Prólogo que los silencios y olvidos de la transición
política no hubieran sido posibles “sin la complicidad del sistema judicial de
la transición, nutrido desde el principio por la plana mayor de los jueces fiscales
que no sólo habían intervenido en los juicios de la dictadura, sino que habían
contribuido a legitimarlos con su actuación en los cargos políticos del
régimen”. Los autores del libro muestran con datos el fácil acomodo en el nuevo
régimen de magistrados que habían ejercido en la República. De hecho este
cuerpo no necesitó depuración alguna, como ocurrió a docentes y bomberos,
porque ya estaban, como se decía en la Alemania hitleriana “eingeschaltet” (enchufados). Por algo se
convirtieron en un banquillo seguro para altos cargos franquistas. Tampoco
tuvieron problemas luego con la democracia. Muchos pasaron del TOP a la
Audiencia Nacional sin necesidad de cambiar nada. Eso explicaría, por ejemplo,
la actuación de uno de ellos, el juez Rafael Gómez Chaparro, que otorgó permiso
de salida a uno de los asesinos del despacho de Atocha, Fernando Lerdo de
Tejada, acusado de cinco muertos. El agraciado aprovechó para desaparecer de
España. Yo también tuve un pequeño percance con este juez cuando presidía el
TOP. Me citó a declarar por ser el autor de un libro que no le gustaba,
titulado “¿Pueden ser rojos los cristianos?”. Acudí acompañado de Gregorio
Peces Barba que de buenas formas trataba de que la cosa no fuera a mayores. El
juez cedió no sin antes espetarme sin contemplaciones: “¿pero no le da a Vd.
vergüenza escribir algo así?”. Sólo le faltó aquello de “¿y para esto ganamos
la guerra?”. Lo que para nuestro propósito resulta relevante es por qué esa
normalidad en el acomodo; por qué ese tránsito tan fácil de la República a la
Dictadura y de ésta a la Democracia: ¿realmente cambian o están siempre en el
mismo lugar?
5. En el poema Todesfuge de Paul Celan se repite como
un lamento la idea de que el terrible Meister
de Margerette, su verdugo, viene de Alemania, de la Alemania hitleriana. Me
pregunto si no viene también de la misma Alemania la idea que inspiró a esos
mismos magistrados españoles.
Ives-Charles Zarka es el autor de un libro, Un detalle nazi en el pensamiento de Carl
Schmitt, en el que pone de manifiesto el interés nazi en cubrir de
legalidad cada uno de sus pasos. Y para ese empeño nadie como el jurista Carl
Schmitt. En la base de su discurso está la poderosa tesis romántica que rezaba
así: “nuestro derecho es völkisch”,
un término aparentemente inocente, derivado de Volk (pueblo), pero que tiene
una enorme carga polémica e ideológica. Carga ideológica porque de lo que se
trata es de justificar jurídicamente las leyes raciales y antijudías del III
Reich. Lo que se reivindica como popular no es el folklore sino el odio de una
parte de los alemanes a otra. Y, también, carga polémica porque se trata de
sentar unas bases jurídicas distintas a las que hemos visto y que Schmitt
descalifica como “normativismo”. Esa referencia a un orden moral superior
“altera el orden real del derecho al elevar a elemento central un elemento
secundario, a saber, la ley moral considerada norma o regla”. Nada de eso. El
fundamento del derecho es lo völkisch
y si éste es racista, nada que objetar a leyes antisemitas. Pero, ¿cómo
interpretar el espíritu del pueblo (das Volksgeist),
si en la cultura alemana hay de todo? ¿Por qué es más alemán Alfred Rosenberg,
ideólogo racista del III Reich, que el ilustrado y tolerante Efraim Lessing? Carl
Schmitt lo tiene claro. Nada de consultar al pueblo para detectar ese
misterioso “espíritu del pueblo” pues sólo se expresa a través de portavoces
carismáticos. Es lo que explica el famoso jurista en su artículo El Führer protege el derecho, escrito en
1941. Es Hitler el que desentraña y expresa lo que quiere el pueblo alemán, por
eso su voluntad es ley. El Volksgeist
sustituye a lo que hasta entonces había sido la referencia moral.
Algo de esto hay en la España franquista. La Ley del Movimiento Nacional se
arranca con un “Yo, Franco, consciente de mi responsabilidad ante Dios y la
Historia, promulgo los Principios del Movimiento Nacional, entendido como
comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada”. Franco
se erige portavoz de los ideales de la Cruzada, un término que evoca el de
“casta”, en el lenguaje de Américo Castro, es decir, los ideales del cristiano
viejo. La otra gran ley del nuevo régimen, El
Fuero de los Españoles, también
abunda en lo mismo. Después de coquetear con algunas libertades, para hacerse
perdonar su adscripción fascista, viene la gran aclaración del artículo 33: “El
ejercicio de los derechos reconocidos en este Fuero no podrán atentar a la
unidad nacional y social del Estado”. Por encima de las libertades y de los
derechos humanos está lo que sea “la unidad nacional”, como antes estaban las
exigencias de la casta cristiano-vieja. La evocada “unidad nacional”, así como
el inspirador “espíritu de la Cruzada” son versiones castizas de lo völkisch hitleriano.
6. Liberado de toda
referencia moral, el jurista puede asimilarse a lo que sea. Sólo importa la ley,
la que sea, como si, cuando se la transgrede, sólo le doliera a ella. Esta
desubjetivación y desmoralización del derecho queda a años luz del juez
aristotélico. Decía Aristóteles que un juez no era justo porque obrara bien
sino que para obrar bien tenía que ser justo, es decir, tenía ya que estar
investido de la virtud de la justicia.
Jean-Jacques Rousseau escribió que, puestos a soñar, “le
hubiera gustado nacer en un país en el que pueblo y soberano fueran una misma
persona, es decir, que me hubiera gustado nacer en una democracia”. Pues
puestos a soñar, sería bueno rehabilitar la figura del juez virtuoso. A mí me gustaría
que hubiera jueces virtuosos. Un juez justo es alguien para quien la justicia
es la más importante de las virtudes porque tiene que cuidar del otro. No sólo
ni en primer lugar de la ley, sino del otro. Lo que pude experimentar es que al
Juzgado Nº 4 de Gijón yo no le importaba nada.
Reyes Mate (Revista de Jueces para la Democracia, julio 2024)
Referencias bibliográficas:
La cita de San Agustín
está tomada de la Ciudad de Dios
(IV,4) y la de Francis Bacon del Proemium a su De justitia Universali (1623).
Karl Jaspers distingue la
inmoralidad del delito de otras inmoralidades que no llegan a serlo en El problema de la culpa, Paidós, 1965,
Barcelona.
Un recorrido por las
vicisitudes de la relación entre derecho y moral, en Garzón Valdés, E., “Derecho y Moral”, en
Garzón Valdés (ed.) El Derecho y la
Justicia, Eiaf, Trotta, 1996, Madrid, 397-425. Me parecen especialmente
lúcidas las ideas de Gustavo Zagrebelsky, por ejemplo en La domanda de Guistizia, Einaudi, 2003, Torino o en Contra l’etica della verità, Laterza,
2009, Roma. Si mucho aprendí leyendo sus libros, más aún conversando con él.
En Juger les crimen contre l’humanité: 20 après le procès Barbie, Ens
Éditions, 2009, Lyon, libro colectivo editado por Pierre Truche, hay brillantes
reflexiones sobre el papel ejemplarizante de los tribunales.
Santo Tomás se hace esa
pregunta en la SummaTheologica,
II-II, 60, 2.
Sobre el espacio abusivo que
ocupa la policía en el Estado se consultará con provecho a Agamben, G., Medios sin fin, Pre-Textos, 2001,Valencia.
Apuntes sobre la justicia en Cervantes y en
El Quijote, pueden verse en Mate, Reyes, 2018, ”Cervantes y la justicia”, en FerrolAnálisis. Revista de pensamiento y
cultura, nº 31, 2018, 152-162,
Para más información sobre
el destino de jueces y fiscales en la España del siglo XX véase Carlos Jiménez Villarejo
y Antonio Doñate en su libro Jueces pero
parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial. Josep Fontana
es el autor del Prólogo, Ediciones Pasado y Presente, 2012, Valencia.
Ives-Charles Zarka estudia
la singularidad del derecho alemán durante el hitlerismo en Un detalle nazi en el pensamiento de Carl
Schmitt, Anthropos, 2005, Barcelona.
Interesantes reflexiones
sobre el juez virtuoso y la virtud de la justicia en Amalia Amaya “Ejemplaridad,
virtud y autoridad judicial” en la UNA. Revista de Derecho (Vol 3, 2018) 1-13. También puede resultar de utilidad Mate, R., Tratado de la injusticia, Anthropos, 2011,
Barcelona.