Mi amigo estaba indignado con lo de
Gaza. No le faltaban razones pues las noticias sobre el bombardeo de escuelas,
hospitales y funcionarios de la ONU no dejaban lugar a dudas. Y esas imágenes
de niños muertos, padres desesperados y familias huyendo, ponen una y otra vez
sobre la mesa el sentido de esta guerra. Si el Gobierno de Netanyahu la
justificó al principio invocando el sagrado deber del Estado de Israel de
proporcionar un lugar seguro al pueblo judío ¿cómo no reconocer que esa guerra,
aunque la gane Israel, no le va a procurar más seguridad, sino menos? ¿Cómo no
darse cuenta de que las bombas sobre Gaza en lugar de contribuir a liberar a
los rehenes, están poniéndoles en mayor peligro, por no hablar de sus muertes?
La indignación de mi amigo crece conforme habla y yo desisto de intervenir
para, sin cuestionar lo que dice, añadir algún matiz. ¡Buena gana de discutir!
Le quería decir, por ejemplo, que
Hamás inició esta guerra no para ganarla sino para provocar a Israel con el fin
de desprestigiarle internacionalmente, al precio, eso sí, de sacrificar a su
propio pueblo; que si no hay protestas internas en Gaza es porque no se tolera
la menor crítica; que Hamás tiene a Alah por objetivo, a Mahoma como modelo y
al Corán como constitución, con lo que adiós a la democracia; que rechazó los Acuerdos
de Oslo firmados por el líder palestino, Arafat, y Rabin, Presidente de Israel;
que nunca ha reconocido la decisión de la ONU de un Estado judío en Palestina.
Quería explicar a mi amigo que los palestinos desencadenaron dos guerras, que
perdieron, pero que de haberlas ganado hubieran producido un desastre
humanitario de dimensiones incalculables.
Pero no pude hablar porque cualquier
matiz hubiera sido interpretado como justificación de la violencia. Pedir un respiro
para cuestionar un extremo o pulir un argumento, en una palabra, para matizar,
resulta inaceptable porque rompe el climax de indignación o de entusiasmo,
según se mire, que no se alimenta de argumentos sino de impactos visuales y
lugares comunes.
Y esto que nos ocurre a cualquiera
en la conversación cotidiana, acontece también en la vida pública. Me he
preguntado muchas veces cómo un tema como el de la memoria, nacido para unir,
divide tanto. Digo que nació para unir porque lo que en el fondo pretende la
memoria es crear condiciones para que el pasado luctuoso no se repita. Es pues
una inversión en convivencia. Pero si resulta al revés es porque la defendemos
–incluso construimos leyes de memoria histórica- guiados por el sentimiento en
vez de por la razón. Nos cuesta entender que podemos defender a unas víctimas
sin molestar a otras porque nos falta un matiz que es hijo de la pausa y de la
reflexión. Queremos satisfacer a los nuestros, que los otros ya tuvieron lo
suyo, pero nos falta un detalle que, de tomarlo en serio, enfriaría el ardor
guerrero. Nos falta reconocer, en efecto, que las víctimas de la memoria no son
víctimas por haber sido franquistas o republicanos, sino por haber sido objeto
de una violencia que no se merecían. No la merecía ni la monja de clausura,
asesinada por serlo, ni el maestro socialista, por haberlo sido. Lo que les une
–y en eso se fija la memoria- es en condenar la violencia política, venga de
donde venga, porque ese convencimiento, si cala, es lo que nos llevaría a hacer
las cosas de una manera distinta a como se hicieron en el pasado. Pero para
hacer este breve razonamiento hace falta un poco de tiempo y ponerse en modo
dialogal, que no se lleva. Aquí o se tiene toda la razón o no se tiene ninguna.
Conceder al otro una brizna de racionalidad, suena a flojera o a ganas de negar
lo obvio.
El no lugar del matiz tiene que ver
con cierta estructura totalitaria de nuestro tiempo. No se concede nada al otro
porque no hay autocrítica. No asumimos el matiz crítico que nos venga de fuera
porque hemos abandonado el sentido autocrítico que nos permite dudar de
nosotros mismos. Esa falta de autocrítica señal es de que nuestras opiniones
están cogidas con alfileres pues vienen inferidas por el tertuliano que oímos o
por el telepredicador que seguimos por tierra, mar o aire. Cualquiera que haya
intentado construir un discurso de cinco minutos, de cinco folios o de cien
páginas, sabe las dudas que genera en el propio autor cada frase o incluso cada
palabra. Dudas, en efecto, entre una palabra y otra, entre seguir el
razonamiento por arriba o por abajo. De esa enfermedad queda liberado el que
mantiene una opinión por creencia, porque el que la emite le da confianza. Se
ahorra el esfuerzo o la tortura de elegir una y dejar otra, pero se pierde la
conciencia de la fragilidad de la propia argumentación. Nadie conoce mejor los
puntos débiles de un libro que su propio autor. La conciencia de esa bendita
insuficiencia es la madre de la ciencia y es la hija del matiz.
Pasa en esto de las opiniones lo
mismo que en las novelas policíacas: el secreto está en un detalle, pero para
eso hay que saber observar y desconfiar de las apariencias. Esa agudeza que
valoramos tanto en las obras de ficción, es lo que nos resulta insoportable en
la vida real porque, de aceptarlo, nos quedaríamos solos, sin el manto
protector del rebaño que no admite matices.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 22 de
septiembre 2024)