2/10/24

Del “El tiempo es el otro” (Franz Rosenzweig) al “Dios es tiempo” (Tiemo Peters)*

La relación del discurso sobre Dios con la historia del sufrimiento siempre ha sido una pretensión de la teología aplicada. Se suponía que un mejor conocimiento de Dios debía traducirse es una vida virtuosa. Pero en la perspectiva de la teología fundamental de Tiemo Peters lo que se plantea es un discurso sobre Dios como un relato vital, que es algo muy distinto, pues se erige la experiencia en locus theologicus de suerte que sin ella la teología no sería tal.

Para hacernos una idea del tipo de desafío intelectual que supone este planteamiento hay que tener en cuenta que cuestiona el primado del concepto sobre la vida, y, de la idea sobre el discurso, que ha dominado secularmente en teología y filosofía. En ese tipo de teología clásica, el contenido material tenía vida propia y era transmitido conceptualmente. No necesitaba los acontecimientos históricos para ser pensado y menos la experiencia de quienes hablaban de Dios.

1.Mente concipio.

Ese modo de pensar, que afectaba a la teología y también a la filosofía, porque era el modo canónico de pensar de Occidente, seguía el patrón epistémico de Galileo cuando decía “mente concipio motum”. Estaba convencido de que la naturaleza manifiesta su verdad en el preciso momento en el que la mente piensa correctamente. Para los modernos el conocimiento tiene lugar en la mente como si el mundo fuera mundo en la medida en que se construye con las reglas de juego propias del sujeto. Un buen ejemplo de esta mentalidad son las matemáticas. En su versión más teórica los matemáticos descubren y solucionan problemas independientemente de la realidad, seguros como están de que en algún momento serán necesarios. Cuentan del teorema de Fermat que durante siglos fue objeto de pura contemplación intelectual, hasta que en 1979 se usó como base para la criptología que hoy sustenta el entramado de las telecomunicaciones. Las cosas son en la realidad en la medida en que se ajustan a la lógica del sujeto. Lo importante es el mundo subjetivo.

Eso puede llevar a la ilusión de pensar que conocer el mundo es pensarse, como decía ahora un filósofo, Hegel: “los momentos de la realidad son formas de la conciencia”, dando a entender que lo que ocurre en la realidad exterior ha tenido lugar ya antes en la conciencia. (Hegel, 1952, 74-75).

Esta forma tan moderna de ver las cosas, que van de la ciencia a la filosofía, fue denunciada modestamente por un compatriota de Galileo, Primo Levi, quien, tras vivir una experiencia literalmente impensable, hizo esta sabia reflexión : "El acontecimiento es algo que trasciende la realidad porque es inexpresable. Y eso es así porque supera los esquemas racionales que manejamos. El acontecimiento es sencillamente inconmensurable” (Levi, 2011, XXIII) (1). Es un golpe mortal al idealismo porque si el acontecimiento (das Ereignis), es decir, lo que ocurre, es literalmente impensable, la realidad no puede ser anticipada conceptualmente. Esto impensable no es una zona secundaria de la realidad sino el subsuelo, es verdad que oculto u ocultado, de la realidad sin el que es imposible tener una visión de conjunto de la realidad, de la visible y de la invisible. Si Hegel reconoce que la historia qua progreso se sustenta en una Leidensgeschichte que es en sí insignificante porque lo significativo es la marcha de la historia, lo que susurra Primo Levi es que esa explicación no vale: los sufrimientos son en sí significativos y por eso no quedan amortizados por la marcha triunfal de la historia. Habrán sido impensables pero no son insignificantes.

Para entender el alcance de su significación hay que dar un paso atrás. Antes de que tuviera lugar la catástrofe física, a la que se refería Primo Levi, tuvo lugar un debate metafísico en el que se puso en evidencia lo mal pertrechada que estaba la filosofía occidental para enfrentarse a catástrofes humanitarias. Me refiero a la denuncia que presentó Franz Rosenzweig acusando a la filosofía occidental “von Jonien bis Jena”, es decir, desde los presocráticos hasta Hegel, de idealismo. No era una banal denuncia académica. Hegel, que se veía a sí mismo como un notario de lo que la humanidad había dicho y hecho, había llegado a la conclusión de que pensar la realidad es pensarse. El mundo nos es dado para ser pensado (de ahí que se habla von der Denkbarkeit der Welt) de suerte que lo que no es pensable no existe (2). En la reflexión del sujeto sobre el contenido de la conciencia el conocimiento conoce no sólo lo que hay en la conciencia sino la realidad cognoscible.

La reacción de Levi ante el modo canónico de pensar no es una boutade, propia de un superviviente resentido que denuncia la ideología que ha acompañado a la Alemania de la barbarie. Es una denuncia en toda regla que recoge dos críticas que vienen de atrás. Como ya decía Rosenzweig, en su Neues Denken, hay Denken (pensamiento) porque hay Sein (Ser), y eso no deberíamos perderlo de vista nunca: “si de un conocimiento sale algo es porque, como sucede en el pastel, algo se le puso dentro” (Rosenzweig, 1937, 395). En segundo lugar, que es un pensamiento atemporal pues, como decía Hegel en su Enziklopädie, “sólo existe el presente y no el pasado ni el futuro” (& 259). Sólo existe el presente y como está hablando del Estado, lo que está diciendo es que no hay nada superior ni exterior al poder. No hay lugar para la memoria ni para la promesa. Es la eternización del instante y, por tanto, divinización del poder. Con estas armas teóricas, no había manera de entender el grito de Levi y tampoco de hacerle frente pues todo, la razón y la historia, estaban en su contra.

Rosenzweig alimenta su reflexión con los acontecimientos que envolvieron la Primera Guerra Mundial. Y decide plantarse y no seguir el juego (por eso no se convierte al cristianismo), sino plantearse una alternativa. Urge ein Neues Denken construido sobre la categoría Erfahrung que incluye esos dos momentos que niega el idealismo, a saber, el tiempo y la prioridad del ser sobre el pensar.

2. Una filosofía experiencial.

En aquella generación de entreguerras la invocación de la experiencia estaba en la boca de todos, por eso Rosenzweig se ve obligado a distinguir entre una experiencia “con tiempo” y otra, “sin tiempo”.

Una experiencia atemporal, que es la propia del idealismo, esta presa entre la abstracción y el ensimismamiento. Es abstracta porque es la propia de un sujeto que no es histórico sino transcendental (que tiene el inconveniente de no existir) , y está ensimismada porque tiene la pretensión de decidir por su cuenta con lo que convenga a los demás. Esa experiencia, que es la de la Fenomenología del Espíritu (ciencia de la experiencia de la conciencia) no es la que le interesa a Rosenzweig. ¿Cómo sería entonces una experiencia con tiempo?

Para empezar, una afirmación de la incondicionalidad del sujeto, de ahí esta desafiante confesión programática, en el escrito Urzelle, donde reivindica el derecho a filosofar al margen de todo sistema que limite su incondicionalidad. Frente al poderío del Todo y de la Historia, propio del idealismo, esta desafiante proclamación de la singularidad. Lévinas, que tanto debe a Rosenzweig (3), traduce esta idea diciendo que “ser judío en nuestro tiempo consiste más que en creer en Moisés o en los profetas, en reivindicar el derecho a juzgar la historia, esto es, en reivindicar el lugar de una conciencia que se afirma incondicionalmente” (Lévinas, 1965, 220). Para hablar de experiencia hay que afirmarse en la singularidad y escapar así al embrujo de la historia y, por tanto, de las explicaciones que disuelven las preguntas y las angustias del individuo en los intereses del Todo.

No debería pasar desapercibido la traducción que hace Levinas del nuevo sujeto histórico: es el ser judío. Y es que en la lectura de la historia que hace Rosenzweig, el judío es la medida de la historia y no al revés. Si la historia somete el individuo al Estado, el judío propone el exilio como forma de existencia. Si la historia diviniza la sangre y la tierra, el judío plantea una relación simbólica que impide cualquier forma de nacionalismo de suerte que “hasta en su propia tierra será extranjero”. No debe haber ninguna duda sobre la seriedad con la que Rosenzweig entiende la singularidad: “nuestra vida no está entretejida con la menor exterioridad. Hemos tenido que echar raíces en nosotros mismos. Sin raíces en la tierra, eternos viajeros, estamos sin embargo anclados en nosotros mismos” (Rosenzweig, 1990, 339). Sujetos, sí, pero no confundir con la conciencia del yo porque este sujeto nuevo está situado en el tiempo y en el espacio. Está inmerso en la realidad que, en la jerga de Rosenzweig, está compuesta de Dios, Hombre y Mundo.

Rosenzweig como Kant habla del sujeto pero en sentido diferente pues no es lo mismo el subsuelo del idealismo que el del judaísmo. Si aquel se disuelve en la conciencia del yo, indiferente al tiempo y al espacio, una experiencia digna de ese nombre tiene que romper el ensimismamiento de la conciencia. Esa es la tarea del tiempo. Hay tiempo cuando aparece un acontecimiento, algo nuevo, que rompe el continuum en el que estamos instalados. La existencia es dada como un insomnio o larga vigilia que empieza a ser experiencia cuando despertamos del letargo. El kairos como despertar del cronos. Lo terrible de la existencia, decía Metz, no sería acabar con el tiempo sino que este tiempo no tuviera fin. Si el judío tiene esa especial relación con el tiempo es, dice Blanchot, por el lugar que en él tiene el exilio. Su identidad no consiste en ser fiel al punto de partida sino que reside en el tener que decidir. El exiliado o el extranjero, como Abrahan renuncia al origen para reinventarse. No está atado al origen, no se siente pre-determinado. Al contrario, “la verdad del comienzo real está en la separación respecto al origen” (Blanchot, 1969, 185).

3.”El tiempo es el otro”.

Rosenzweig concreta esta forma suya de entender la experiencia con una propuesta que le diferencia de cualquier otra versión: “la diferencia entre el pensamiento viejo y el nuevo no está en el tono o bajo sino en necesitar al otro y, lo que es lo mismo, en tomar en serio el tiempo” (Rosenzweig, 1937,387).

En primer lugar, hay tiempo si hay novedad y, por tanto, futuro. Y eso supone romper el tiempo qua continuum. Ese poder de interrupción lo tiene el Otro (Autrui). ¿Quién es ese otro con poder de crear tiempo? Alguien al que reconocemos la autoridad de constituirnos en sujetos humanos. Lo llamativo es que esa autoridad no le viene de su poder sino de su vulnerabilidad. Desde su fragilidad, en efecto, nos llega el mandato de no hacerle daño, de cuidar de él: "no matarás". Ese mandato es lo que nos separa de la animalidad y nos permite ingresar en la condición humana, de ahí su autoridad. El otro rompe así la querencia de la conciencia que sólo busca la permanencia del yo porque en el fondo ese yo sigue atado al impulso de la animalidad, al conatus essendi, a la conservación.

Esa salida de si mismo permite hablar de experiencia. Todo acontecimiento -nombre que podemos dar a la irrupción del otro o de lo otro en nuestras vidas- necesita encontrar en el sujeto, para metabolizare en vida, una estructura cognitiva que le permita transformase. Para eso hace falta tiempo, es decir, exterioridad. La estructura cognitiva de la experiencia tiene por eso que ser del orden de la escucha y no de la visión. En griego "theoria" viene de visión. El ojo como modelo de conocimiento ratifica la soledad del existente pues todo lo que encuentra fuera de sí es visto gracias a la luz del ojo, es decir, es visto como proyección de uno mismo, de ahí que, como comenta Lévinas, "la raison ne trouve jamais d'autre raison à qui parler". Siempre se está hablando a sí misma. La escucha tiene otra lógica. Descubrimos quienes somos cuando somos preguntados "¿dónde estás tu?". Rosenzweig se detiene en esa pregunta. Yahvé no pregunta a Adam por donde anda sino que se interesa por su "tu". Por primera vez el hombre es visto no ya como imagen de otro sino como un tu, como un ser con espacio propio. Y Adam al descubrir que dispone de un yo con espacio propio, con libertad y responsabilidad, empieza a ser realmente sujeto humano. Este "tu" es algo más que el otro que me interpela desde su vulnerabilidad: es, al tiempo, lo que me abre al que me llama, lo que me permite acogerle. Lo que resulta sorprendente es que ese descubrimiento del propio "tu" en nuestro yo sea el resultado de una pregunta que nos viene de fuera.

Eso afecta inmediatamente al concepto de verdad. La verdad tiene que ser verdad para alguien y no para uno mismo. Rosenzweig se rebela contra la tesis hegeliana que habla "de los pensamientos de Dios antes de la creación" como si la verdad divina no necesitara ni mundo, ni creación para ser verdad. Le resulta aberrante pensar la realidad sea entendida como consecuencia de la verdad de la idea. Su concepto de experiencia se rebela contra esa teología para la que en Dios todo está dado a priori en el pensamiento.

Con el topos "el tiempo es el otro" lo que Rosenzweig quiere expresar gráficamente es que la constitución del sujeto supone una conquista. “No se nace ser humano", se conquista, dice Rosenzweig, al sacudirse uno el sopor del ensimismamiento gracias a la pregunta del otro. La ética levinasiana de la responsabilidad está dada ya en la filosofía de la experiencia de Rosenzweig.

4. "Dios es una palabra-tiempo"

a) El pleito de Heidegger contra la filosofía occidental por olvido del ser, así como la denuncia que, diez años antes de Sein und Zeit, hizo Rosenzweig a la filosofía "von Jonien bis Jena" por olvido del tiempo, encuentra un atento interlocutor teológico en Tiemo Peters cuando este titula uno de sus libros más conmovedores "Gott ist ein Zeitwort". Es inevitable entonces preguntarse por la relación entre ese título y la tesis de Rosenzweig “Die Zeit ist der Andere”.

Hay en esa tesis de Peters una intencionalidad claramente antiidealista. La teología se encontraba a gusto en escenarios como el que dibujaba Hegel cuando especulaba, en el prólogo a su Wissenschaft der Logik, "sobre los pensamientos de Dios antes de la creación". Tiemo, siguiendo en esto a Rosenzweig, rechaza esa teología de la creación no creada, es decir, cuestiona un tipo de teología donde la realidad sólo aparee como la sombra de una operación lógica previa.

Tiemo Peters recurre al topos tomista de la "convertio ad phantasmata" para marcar el camino empírico que no quiere perder. En la teoría tomista del conocimiento ese concepto quiere dejar claro que todo conocimiento, para serlo, tiene que cargarse de realidad exterior. No basta la mirada interior, hacia los adentros, sino que es necesaria la impregnación del exterior. Esa orientación queda reforzada con la cita frecuente que hace Tiemo de otro pasaje de Santo Tomás, esta vez en su Contra Gentes, en el que defiende la sorprendente tesis según la cual "un error en la valoración del mundo, acaba afectando a la idea que nos hagamos de Dios" (C.G. 2, 3). Digo sorprendente porque en buena lógica teológica debería ser al revés: un Dios vengativo, por ejemplo, llevaría por pura lógica a entronizar el resentimiento como virtud cristiana. Eso se entiende, pero que Dios dependa tanto del hombre, eso sí que sorprende.

La opción antiidealista se revela muy fecunda en el pensamiento de Tiemo. Le sirve, por ejemplo, para marcar la diferencia entre le teología política de Metz y la platónica de un Ratzinger (4). En este caso el peso de Santo Tomás en aquél y de San Agustín, en éste, es decisiva. Para Ratzinger todo está pre-dado en el alma. Esta tiene el secreto no sólo del ser, sino de Dios y de paso hasta de la Trinidad. Es cuestión de saber ver. Para Santo Tomás, por el contrario, todo pasa por el conocimiento del hombre y del mundo. Por ese camino se llega hasta un cierto punto que es como el tope del conocimiento. Un primer motor, una primera causa, por ejemplo, "que nosotros llamamos Dios". La razón no demuestra la existencia de Dios sino de una primera causa que el creyente, que ya cree en Dios, la emparentará con el Dios de su creencia.

b) Pero el empirismo cognitivo de esta tradición aristotélico-tomista no es el final. No lo puede ser porque la correspondencia entre el conocimiento y la realidad, gracias a la “convertio ad phantasmata”, puede ahorrarnos muchos desvaríos teóricos pero tiene un límite: que existe lo impensable o, mejor, que lo impensable ha ocurrido. Ahí ya no caben correspondencias entre intelecto y realidad porque lo impensable ha tenido lugar.

A esa conclusión no llega la teología política por propia lógica sino porque hubo Auschwitz. Metz dice, y Tiemo recuerda, que llegó "tarde, muy tarde a Auschwitz". Es verdad que el discurso sobre Auschwitz no está al principio de la teología metziana pero también es cierto que su teología anamnética estaba particularmente preparada para aceptarla. Tiemo, fiel al deber de memoria o de acuerdo con el Nuevo Imperativo Categórico de Adorno, asume que todo debe ser re-pensado a la luz de la barbarie para hacer justicia a las víctimas y al tiempo para que podamos hacer la historia de otra manera.

Eso afecta a la teología. Después de Auschwitz no podemos hablar de Dios como si nada hubiera ocurrido. Nadie puede hacerlo y menos los cristianos. Tiemo hace suyo el apunte de Wiesel cuando dice que en Auschwitz no murió el judaísmo sino el cristianismo” (Peters, 1995, 15). El cristianismo divinizó a los Estado que se combatieron en la I Guerra Mundial, decía Rosenzweig, y estuvo cerca de los Lager pues de su teología salía el antisemitismo que acabó construyendo las cámaras de gas, añade Peters. A la vista de episodios como éstos, Nietzsche declaró la muerte de Dios a manos de los propios cristianos. Dios quedó a merced de los cristianos que unas veces le transformaron en un totum (o totem) y otras, en un vacuum. Tiemo se pregunta ¿será Auschwitz producto de ese nihilismo, de ese totalitarismo?

Hablar de Dios después de Auschwitz significa reconocer que la teología cristiana ha fabricado o propiciado muchos estereotipos antisemitas; también que fue una sociedad mayoritariamente cristiana la que asistió indiferente al asesinato de millones de judíos. ¿Qué puede decir la teología, entonces, sobre Dios? Sobre la teología cristiana pesa ciertamente una gran responsabilidad por la creación y difusión del antisemitismo, pero también algo más: su Cristología ha vaciado de sentido al judaísmo. Tomemos la doctrina de la encarnación. Bien es verdad que esta doctrina cristiana (el Verbo se ha hecho carne) es impensable sin el trasfondo judío de la Schekinah (la idea de que Dios planta su tienda en medio de la menesterosidad del hombre, idea recogida por Juan cuando dice habitó entre nosotros). Pero la dogmática cristiana se olvida enseguida de la procedencia judía porque se topa ahí con una precisión que no acepta: la distancia insalvable entre Dios y el hombre, pese a su proximidad, un matiz captado por el Concilio de Calcedonia en la doctrina de las dos naturalezas. Esa precisión, sin embargo, es clave para Israel pues ese espacio es el lugar de la espera, de la reserva escatológica y del todavía-no mesiánico. Al desestimarlo, el cristianismo quedaba a merced de impostaciones seculares que dicen representar la calidad divina.

Esa diferencia entre una identificación cristiana con la historia y un judaísmo que juzga a la historia está a la base del odio cristiano al judío y, por tanto, del antisemitismo. Cabe preguntarse si la indiferencia cristiana al destino del pueblo judío, durante el nazismo, no tiene que ver con el convencimiento de que el destino judío ya no contaba nada para la visión cristiana de la historia.

El reconocimiento de la beligerancia cristiana antisemita nos prohíbe ahora el juego malabar de relacionar la agonía de Jesús en la Cruz con los sufrimientos de las víctimas del Holocausto. Si los cristianos utilizaron la Cruz para azuzar el odio a los judíos no pueden recurrir a ella para protegerse de las interpelaciones de las víctimas.

Decíamos hace un momento que el problema era la muerte de Dios. Nosotros, decía Nietzsche, le hemos matado. Nosotros, es decir, los cristianos con tanto afán de acomodar el cristianismo al gusto de los tiempos, privándole así del aguijón mesiánico. ¿Cómo hablar, tras esa muerte, de Dios? Tiemo recurre a su inspirador Bonhöeffer para esbozar una respuesta en dos tiempos. Primero, rescatando el punto de vista desde el que ahora cualquier ser humano tiene que mirar las cosas. Recuerda en efecto en una carta a sus compañeros de conspiración: “hemos aprendido a contemplar los acontecimientos de la historia mundial desde abajo, es decir, desde las perspectiva de los marginados, de los maltratados, de los débiles, de los oprimidos y humillados, en una palabra, desde el punto de vista de los que sufren” (Peters, 1995, 20). La teología sólo puede hablar de Dios delegando hacia abajo, hacia los vencidos de la historia, representados por las víctimas del holocausto. Y, luego, recordando a los cristianos que Jesús era judío. La fuerza crítica le viene al cristiano de Israel, del primer testamento. Escribe Bonhöffer: “siento que cada vez pienso más conforme al Antiguo Testamento. Sólo cuando se ha reconocido la impronunciabilidad del nombre de Dios, se puede pronunciar el nombre de Jesucristo; sólo cuando se ama tanto a la vida y a la tierra que cuando se la pierde, todo se acaba, sólo entonces se puede creer en la resurrección y en un nuevo mundo; sólo cuando se reconoce la vigencia de la ley de Dios sobre uno, puede hablarse de gracia divina; sólo cuando se establece como realidad válida la ira y la venganza de Dios sobre sus enemigos, puede nuestro corazón conmoverse con el perdón y con el amor al enemigo. Quien se considere y sienta como hombre del Nuevo testamento, sin mediación y por las buenas, ese no será, según mi opinión, cristiano” (Peters, 1995, 21). El cristiano tiene que descubrir el Dios cristiano escuchando al Dios de los judíos.

La teología política puede entonces aceptar la interpelación de las víctimas y, por tanto, la necesidad de reformularse de arriba abajo. La apertura al acontecimiento se traduce en el convencimiento de que "el sufrimiento no puede ser capturado por el pensamiento " sino que es lo que da que pensar. Otra es la actitud de una teología platónica, siempre a la defensiva. Tiemo recuerda a este propósito las reacciones malhumoradas de Ratzinger sobre la biblia, la escatología, representándose al Anticristo como un "Bibelgelehrter" (erudito en biblia).

c) El tiempo de Dios.

En la lectura que hace Tiemo Peters del libro de Ratzinger Jesus von Nazareth denuncia su tono defensivo y agresivo: “es como si al Papa le gustara que todo fuera Dios y se le dejara hacer. Quiere desactivar el giro antropológico de Rahner, es decir, la idea de que Dios quiere necesitar de los hombres para ser Dios y poder actuar como Dios, y quiere reducir el ser humano a una piadosa marioneta”(5). La clave del tiempo que es Dios consiste en reconocer que ha querido necesitar de los hombres "para poder ser Dios y poder actuar como Dios”.

Tiemo Peters es un maestro de los microrrelatos y en uno de ellos expone magistralmente en qué sentido Dios es tiempo. Es un comentario a Juan 16,12-15 en Gott ist ein Zeitwort. Weltliche Schriftlesungen, comentando un pasaje de Juan. Jesús hace algunas recomendaciones a los suyos antes de irse al Padre. Precisa Tiemo que todavía no puede decirse que la vida y la verdad de Jesús estén contadas totalmente. Queda mucho por hacer y saber y eso tiene que ver con la ida al Padre y la venida del Espíritu. Jesús habla de un ahora, que no es portador de la verdad y de un después, cuando venga aquel, el Espíritu, que nos revelará todas las dimensiones de Dios. La verdad está por venir, está ligada al futuro, al tiempo que ha de venir (Peters, 2012, 116).

Ahora bien, lo que inicialmente aparece como un problema del ser humano (no disponer de momento de la verdad completa), revela en verdad la más humana de todas las propiedades divinas: sin nosotros y sin nuestro tiempo nada definitivo puede decir el Espíritu sobre sí mismo. Dios es una palabra que necesita tiempo, que se hace realidad con tiempo. Y el tiempo, es el otro.

Aún tengo mucho que contaros. Nosotros aprenderemos lo que nos diga no por inspiración divina, alimentada en los arcanos de la ciencia eterna, sino estando atentos a lo que ocurra. Y lo que le falta al hombre por saber le falta a Dios hacer. Falta el futuro, es decir, todo lo que pueda ser llevado hasta su consumación por el hombre ya que sin él no hay tiempo. Decir que Dios es una palabra-del-tiempo significa que Dios siempre está viniendo y el hombre, siempre caminando, porque así se aproxima a ese Dios que adviene y así le prepara el camino. Y Tiemo remacha esta idea con una cita del Antiguo Testamento -del profeta Malaquías que tiene siempre a mano: “Volved a mí y yo me volveré hacia vosotros, palabra del Dios de los Ejércitos " (Mal 3,7)- y otra del Nuevo, de Pablo cuando dice “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré enteramente” (1 Cor 13,12).

d) El tiempo del hombre.

El tiempo del hombre es la vida. La vida hay que vivirla, de ahí la beligerancia contra todo lo que suponga una amenaza ya sea la miseria, la enfermedad o la muerte. Tiemo Peters lo ilustra, en otro de sus microrrelatos, dedicado a comentar la “resurrección” de Lázaro (Jn 11,21-44). El relato es un canto a la vida, no un episodio de “resurrección”. La prueba es que Lázaro volvió a morir. Si fuera un caso de resurrección ¡pobre resurrección que dura un tiempo tan breve! Se trata de subrayar el valor de la vida.

No es una tarea fácil porque la historia de la humanidad más parece una conspiración contra la vida que su fomento. Por eso, si queremos hablar en serio de la vida hay que tener en cuenta su negación, la muerte. Las religiones han encontrado respuesta al deseo de vivir, construyendo un colorido mundo de vida después de la muerte. Tiemo llama la atención sobre el contraste que supone la lectura bíblica. En lugar de entregarse a una descripción detallada de esa existencia posmorten, la apocalíptica bíblica acentúa la vida antes de la muerte. La reflexión sobre la muerte está al servicio de la vida antes de la muerte, como si fuera la mejor manera de protegerla.

Para entender por qué se afirma la vida, más allá de la muerte, hay que tener en cuenta, por un lado, el derecho de los seres humanos a la felicidad, y, por otro, su negación real. Nadie se libra de la muerte. Ante una situación así podemos, en plan nihilista, mirar con indiferencia el destino humano e interpretar la vida frustrada como un dato natural, declarando inconsistente el deseo de felicidad. Podemos, por el contrario, tomarlo en serio y darle una interpretación utópica. Pero Tiemo, siguiendo en esto a Metz, no ahorra críticas a la respuesta utópica “si resulta que la filosofía no puede ofrecer a las víctimas más que una utopía, entonces los muertos solo tendrán ante sí palabras vacías, promesas inservibles”, y, más adelante, “las utopías solo serán una argucia de la evolución, si sólo son eso y no cuentan con un Dios que puede remover el pasado” (Metz, 1977, 154). Reconozcamos que la felicidad de los nietos no repara el sufrimiento de los abuelos. No hay progreso social que borre la injusticia que se cometió con las víctimas que quedaron en el camino. Y es que “si nos sometemos al sinsentido de la muerte y de la indiferencia respecto a los muertos, sólo tendremos, para con los vivos, palabras vacías, promesas banales” (Peters, 1998, 72).

Podemos también entender el grito de las víctimas como una demanda de justicia. Y es justo en ese momento cuando, haciendo violencia al sentido común y a la racionalidad heredada, Tiemo recurre al dictum apocalíptico “Y ya no habrá más muerte” (Apoc. 21,4). Y es que el Apocalipsis juega con la idea de que si nos entregamos al sinsentido de la muerte y a la indiferencia respecto a los muertos o a las víctimas, sólo tendremos para los vivos palabras vacías. Sólo siendo fieles a la vida, la muerte se puede revelar como el misterio y el secreto de la vida.

La apocalíptica estaría de acuerdo con esa concepción de la vida que, según Rilke, consistirá en ir muriendo poco a poco, como si la vida humana comportara “la maduración de la muerte que llevamos dentro”. Pero el problema es que, además de esa muerte natural, existe el matar y otras formas de atentar a la vida. Y es ante esta experiencia que el Apocalipsis levanta la voz para decir “y no habrá ya muerte”. ¿En qué quedamos? Pues ahí aparece el discurso sobre vida después de la muerte para reforzar la vida antes de la muerte. La vida, más allá de la muerte, aparece como garantía de los derechos de los vivos a la vida, a la felicidad. El hecho de la muerte no nos priva del derecho a reclamar la felicidad pero es una reclamación muy especial pues no hay respuesta que agote la pregunta (Mate, 2018, 167).

Es un salto mortal para el que Bonhöffer, que Tiemo cita, pide prudencia. La negación de la muerte de la que habla el apocalipsis sólo aparece cuando se saborea el deseo de vivir. Aparece como la forma más radical del querer vivir. Sólo tiene sentido esa respuesta a quien haya trabajado con su vida la pregunta por más vida. Tiemo cita un bello texto de Bonhöeffer: “la esperanza cristiana de la resurrección se diferencia de la mitológica en el hecho de que aquélla remite (incluso más que en el AT) a la vida en la tierra” (Peters, 1978, 13). Y precisa de la mano del Jesús que se queja de que el padre le haya abandonado: “no hay que abandonar la partida antes de tiempo” (ib.14).

Reyes Mate (*Este texto ha sido publicado en alemán, bajo el título “Von die Zeit ist der Andere (Rosenzweig) zu Gott ist Zeit” (Peters), en el libro colectivo Zur Gegenwart des kommenden Gottes. Anstösse aus der Erfahrun Suchenden Theologie, editado por Bertil Langennohl, Grünewald, 2024, Stuttgart, 201-2015).

NOTAS

(1) "El acontecimiento es algo que trasciende la verdad y no sólo porque es inefable (inexpresable), o porque no es reducible a términos lógico-racionales. Hay algo más: el acontecimiento es, desde un determinado punto de vista, perfectamente inconmensurable. Es algo que no se identifica con la idea de verdad, al menos en la versión racionalista con la que la expresamos. Lo cierto es que, en un proceso normal, el testigo es llamado a declarar para hablar de un hecho y no de un acontecimiento. Nos encontramos ante tres realidades que quizá deberíamos separar: el acontecimiento, el hecho y la verdad", Intervista a Primo Levi ex deportato. A cura de Anna Bravo e Federico Cereja, Einaudi, 2011, Torino, XXIII.

(2) “La ideología pretende someter toda la realidad a la misma luz, la que proviene del propio sujeto, olvidando que la realidad tiene sombras resistentes a la luz del sujeto” (B.T., 2, 783-785).

(3) Lévinas reconoce en el prólogo a Totalité et Infini que Rosenzweig, “está demasiado presente como para ser citado”, 54.

(4) Este ajuste de cuentas queda bien patente en su paper: “Athen und Jerusalem. Benedikt XVI und die Politishe Theologie. Exposé”.

(5) Tomo la cita de su paper “Reich Gottes –wo es ist und wem es gehört”.

BIBLIOGRAFÍA

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Hegel, 1952, Phénoménologie des Geistes, Felix Meiner Verlag, Hamburg.

Hegel, 1951, Wissenschaft der Logik, edición de G. Lasson.

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Lévinas, E., 1961, Totalité et Infini. Essai sur l´extériorité, La Haya, Martinus Nijhoff  (varias reediciones).

Lévinas, E., 1965, “Franz Rosenzweig, une pensé juive moderne”, en Révue de Théologie et Philosohie (4).

Mate, R., 2018, El tiempo, tribunal de la historia, Trotta, Madrid.

Metz, J. B., 1977, Glaube in Geschichte und Gesellsachft, Grünewald, Mainz.

Rosenzweig, F., 1937, Kleine Schriften, Schocken Verlag/Jüdischer Buchverlag, Berlin.

Rosenzweig, F., 1990, Stern der Erlösung, Suhrkamp.

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Peters, T., 1995, Nach Auschwitz von Gott sprechen, Akademie Biblliothek, Hamburg.

Peters, T., 2012, Gott ist ein Zeitwort.  Weltliche Schriftlesungen. Grünewald, Stturtgart

Peters, T., 1998, Johann Baptist Metz. Theologie des vermissten Gottes, Grünewald, Stuttgart.

Peters, T., “Athen und Jerusalem. Benedikt XVI und die Politishe Theologie. Exposé”, (paper).

Peters, T., “Reich Gottes –wo es ist und wem es gehört”, (paper).