Menudean estos días escritos sobre la esperanza, nada impropio en un tiempo de espera como éste de Adviento. Lo sorprendente es que sus autores no son religiosos sino pensadores muy mundanos que no están contagiados del espíritu navideño, sino de su contrario.
La filosofía, en efecto, sólo habla de la esperanza desde la desesperación. En los tiempos de entreguerras del siglo pasado, cuando era medianoche en la historia porque el mundo se debatía entre el totalitarismo pardo de los nazis y el rojo del estalinismo, se hizo célebre la idea de que “sólo por los desesperados nos es dada la esperanza”. Se descubrió la esperanza donde menos se esperaba, a saber, entre los desesperados. Y eso es así porque el desesperado no es un ser humano resignado con su mala suerte, sino alguien que echa de menos la esperanza, por eso, porque no la tiene y necesita tenerla, se siente abatido.
Algo de eso está ocurriendo ahora. De una forma acelerada vamos tomando conciencia de que los problemas nos desbordan, como si fueran una cuadriga desbocada. Mientras la humanidad se afana en vivir al día, sin querer mirar más allá de lo inmediato, se va cerrando el horizonte de la humanidad porque los que podrían poner remedio no quieren distraerse con asuntos como el cambio climático, la amenaza nuclear, el crecimiento exponencial de la humanidad o la emigración.
Nada extraño pues que en tiempos sombríos aparezcan abogados de la esperanza. Lo que provoca extrañeza es cómo la entienden. Decía Charles Péguy, el genial pensador cristiano galo, que la esperanza es un milagro porque ésta sólo tiene sentido si se cumple lo esperado, y, como antes ha dicho que lo que ésta espera no es saciar la sed material con el agua del pozo, sino la respuesta a las grandes preguntas sobre la vida y la muerte, resulta entonces que sí, que la esperanza es un milagro.
Por estos derroteros se adentra uno de los escritos recientes a los que me refería. Su autor es el filósofo surcoreano, afincado en Alemania, Byung Chul Han, cuyos libros, breves y rotundos, disfrutan del raro privilegio de ser mundialmente conocidos, por algo es el pensador más traducido y leído. Nos había hablado del cansancio de occidente, del engaño de la revolución tecnológica o del carácter asesino de la prisa. Ahora, en su último libro, El Espíritu de la esperanza, se enfrenta al milagro de la esperanza para decir lisa y llanamente que sólo tiene sentido un tipo de esperanza: la que promete vida a la muerte, es decir, la que habla de resurrección. Si esto lo dice un cura en su homilía dominical, se entiende, pero que lo suelte un filósofo, instalado en la desnuda racionalidad, como una exigencia del concepto mismo de esperanza, suena a provocación porque lo que está diciendo es que la esperanza que se disuelva en un mero deseo o en un ideal o en una utopía sería una estafa, porque todo el mundo da por hecho que los ideales o las utopías nunca se cumplen, aunque se tienda hacia ellos. Esas esperas no están a la altura de la esperanza.
Es evidente que Byung Chul Han no va a convencer a casi nadie, pues ya no hay oído para ese tipo de música. Pese a todo, me parece heroico su defensa del sentido de las palabras. Hoy la esperanza sólo significa deseo o espera y no respuesta trascendental a preguntas como el sentido de la vida. Hemos perdido esa conexión con la trascendencia, pero no del todo. Quedan rastros de unas aspiraciones que hoy nos parecen exageradas (o milagrosas) pero que, en el fondo, valoramos mucho. Lo explica Joseph Kafka que se especializó en acompañar a los desesperados, para extraerles lo que hubiera en ellos de esperanza. En su novela, El Proceso, donde habla de la condena y muerte de un inocente, Joseph K, dice que sus verdugos se avergonzaron de la ejecución. Pero, ¿por qué habían de avergonzarse, si cumplieron las órdenes del tribunal que le condenó? Pues porque algo quedaba en ellos de un sentido de la vida que había desaparecido de la cultura de su tiempo, tan bien representada por los jueces de ese tribunal. Por muy legal que fuera la condena, no estaba bien matar a un inocente. Lo mismo podría decirse de la esperanza: aunque hoy entendamos la esperanza como una simple espera, eso no satisface del todo porque la palabra esperanza lleva grabada en su historia la realización de la promesa. Las palabras tienen su historia y, cuando las usamos, esa historia se hace presente, por encima de nuestra voluntad. La piedad de la palabra consiste en hacerse cargo de aspectos de su significado que los hablantes pueden olvidar, pero la palabra no. Las palabras están ahí, ocultas en un diccionario, a la espera de que alguien las necesite. Lo que ha descubierto el filósofo germano-surcoreano en la palabra esperanza supera la capacidad de comprensión del hombre contemporáneo que sólo desea lo que puede alcanzar con sus fuerzas y esta palabra, esperanza, promete más de lo que puede. Nos suena a regalo de navidad o a música celestial, pero habría que ver si el problema está en la desmesura de la palabra o en el encogimiento del hablante. Decía Marx que el caporal no creía que su general fuera un héroe, pero no porque no lo fuera, sino porque él era un caporal.
Reyes Mate (El Norte de Castilla, 15 diciembre 2024)