21/1/25

El frente religioso del trumpismo

            Jaime Mayor Oreja, que fue ministro de un gobierno español y pudo ser más, se ha puesto al frente de una troupe muy ruidosa que predica, según sus propias palabras, “la verdad de la creación frente al relato evolucionista”. Lo de que predique la creación es una verdad a medias pues lo que defiende no es el origen creado del universo, algo que judíos y cristianos aceptan, sino el creacionismo, esto es, una versión, al tiempo infantil y agresiva, sobre el origen del mundo harto discutible. Este movimiento, que viene de grupos religiosos de los Estados Unidos, tiene como único soporte la interpretación literal de la Biblia. No parece que les importe ni la ciencia, ni tampoco la interpretación ilustrada de los textos bíblicos. Hace unos años inauguraron un museo creacionista y allí se explicaba que los dinosaurios desaparecieron con el diluvio porque el Arca de Noé no les habilitó una estancia a la medida de sus proporciones.

             Son grupos poderosos que ya intentaron a principios del siglo XX ilegalizar la enseñanza de la evolución –su bestia negra- en las escuelas. Epicentro de aquella oleada fue el caso Scopes (1925), inmortalizado luego por Stanley Kramer en el film La herencia del olvido que revive el juicio contra un profesor de secundaria condenado por enseñar la teoría de Darwin. Como el envite les salió mal, volvieron a intentarlo exigiendo que, en la docencia, la teoría creacionista tuviera el mismo trato que la de la evolución. El Tribunal Supremo zanjó la cuestión, prohibiendo la enseñanza del creacionismo en las escuelas. Desde entonces se revisten de ropaje científico por eso hablan de “diseño inteligente”, un término puesto en circulación por un profesor de Berkeley. Lo que pretenden es ver en toda creatura la mano del alfarero creador tal y como cuenta el Génesis. En lugar del azar, una mano que mueve todos los hilos, pasando por encima de siglos de reflexión sobre el sentido de esa metáfora y los límites de la libertad.

             Estos cruzados de la fe hacen un mal servicio a la religión y a la ciencia. A la religión desde luego porque si es verdad que hubo un tiempo en el que las religiones del libro no veían con buenos ojos todo lo que no fuera interpretación literal, hoy tienen bien claro que hay que distinguir, como decía el teólogo Karl Rahner, entre “lo dicho” y “lo significado”. Cada tiempo tiene su forma de decir lo que quiere decir. El lenguaje bíblico es muy poético e interpretarlo al pie de la letra sería como coger el rábano por las hojas. Ese lenguaje poético abunda en los primeros capítulos del Génesis. Si lo que importaba era afirmar que Dios era el creador del mundo, la forma de contarlo era lo de menos porque el autor del texto no entraba en el cómo y cuándo de esa intervención divina. Transmitían una creencia religiosa a través de un relato o un mito.

             Tampoco ayuda mucho a la ciencia. Se han equivocado de enemigo al demonizar a Charles Darwin, el autor de El origen de las especies. Cierto es que su aparición en 1859 conmocionó al mundo (dicen que se agotó la edición en un día), pero el libro no hablaba directamente de la creación del mundo sino de la evolución de las especies por selección natural. Darwin daba al mundo por creado y lo que exponía en el libro era, como ahí se decía, una “teoría de la descendencia modificada por la vía de la selección natural”. La aportación científica se refería a la evolución de las especies y no al momento de su aparición. Ese es ya un problema estrictamente filosófico en el que algunos darwinistas han entrado abusivamente. Lo que a estas alturas parece claro es que tan verdad como que la evolución de las especies es incuestionable científicamente, es que de ahí no se puede afirmar o negar lo que el Génesis entiende por creación porque la intervención divina en cuestión puede darse al interior de una teoría evolutiva. En el siglo pasado deslumbró la teoría evolucionista de un científico jesuita francés, Teilhard de Chardin, que supo ensamblar la teoría evolucionista con una mirada mística, en las antípodas de estos despistados creacionistas.Teilhard creía, como otros muchos cristianos, que la teoría de la evolución se avenía bien con la historia cristiana de la salvación.

             Si esto no beneficia ni a la ciencia ni a la religión ¿a quién, pues? A quien espere sacar provecho de la ignorancia. El relato breve de Jiménez Lozano, titulado El Trisagio, da una pauta. Cuenta la visita de un inspector de enseñanza a una escuelita rural en la posguerra. Se indigna el funcionario al escuchar de los alumnos que la reacción de un español de bien ante las amenazas de una tormenta no fuera el “trisagio” –o sea la invocación del “santo, santo, santo”- sino el pararrayos de Franklin. ¡De donde vendrían estos maestros que no daban pábulo a los prejuicios castizos! Esa ignorancia alimenta la credulidad de la gente y, de paso, el autoritarismo de sus dirigentes. Estos cruzados deben de estar frotándose las manos con la llegada de Trump pues esperan imponer en las escuelas lo que hasta ahora se les había negado, pero quien estará disfrutándolo es el propio Trump que gana con estas doctrinas adeptos para una política que en lugar de defender el mundo creado, le puede poner en peligro.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 12 de enero 2025)