Jaime Mayor Oreja, que fue ministro
de un gobierno español y pudo ser más, se ha puesto al frente de una troupe muy ruidosa que predica, según
sus propias palabras, “la verdad de la creación frente al relato
evolucionista”. Lo de que predique la creación es una verdad a medias pues lo
que defiende no es el origen creado del universo, algo que judíos y cristianos aceptan,
sino el creacionismo, esto es, una versión, al tiempo infantil y agresiva, sobre
el origen del mundo harto discutible. Este movimiento, que viene de grupos religiosos
de los Estados Unidos, tiene como único soporte la interpretación literal de la
Biblia. No parece que les importe ni la ciencia, ni tampoco la interpretación
ilustrada de los textos bíblicos. Hace unos años inauguraron un museo
creacionista y allí se explicaba que los dinosaurios desaparecieron con el diluvio
porque el Arca de Noé no les habilitó una estancia a la medida de sus
proporciones.
Son grupos poderosos que ya
intentaron a principios del siglo XX ilegalizar la enseñanza de la evolución –su
bestia negra- en las escuelas. Epicentro de aquella oleada fue el caso Scopes
(1925), inmortalizado luego por Stanley Kramer en el film La herencia del olvido que revive el juicio contra un profesor de
secundaria condenado por enseñar la teoría de Darwin. Como el envite les salió
mal, volvieron a intentarlo exigiendo que, en la docencia, la teoría
creacionista tuviera el mismo trato que la de la evolución. El Tribunal Supremo
zanjó la cuestión, prohibiendo la enseñanza del creacionismo en las escuelas.
Desde entonces se revisten de ropaje científico por eso hablan de “diseño
inteligente”, un término puesto en circulación por un profesor de Berkeley. Lo
que pretenden es ver en toda creatura la mano del alfarero creador tal y como
cuenta el Génesis. En lugar del azar, una mano que mueve todos los hilos,
pasando por encima de siglos de reflexión sobre el sentido de esa metáfora y
los límites de la libertad.
Estos cruzados de la fe hacen un mal
servicio a la religión y a la ciencia. A la religión desde luego porque si es
verdad que hubo un tiempo en el que las religiones del libro no veían con
buenos ojos todo lo que no fuera interpretación literal, hoy tienen bien claro
que hay que distinguir, como decía el teólogo Karl Rahner, entre “lo dicho” y
“lo significado”. Cada tiempo tiene su forma de decir lo que quiere decir. El
lenguaje bíblico es muy poético e interpretarlo al pie de la letra sería como
coger el rábano por las hojas. Ese lenguaje poético abunda en los primeros
capítulos del Génesis. Si lo que importaba era afirmar que Dios era el creador
del mundo, la forma de contarlo era lo de menos porque el autor del texto no
entraba en el cómo y cuándo de esa intervención divina. Transmitían una
creencia religiosa a través de un relato o un mito.
Tampoco ayuda mucho a la ciencia. Se
han equivocado de enemigo al demonizar a Charles Darwin, el autor de El origen de las especies. Cierto es
que su aparición en 1859 conmocionó al mundo (dicen que se agotó la edición en
un día), pero el libro no hablaba directamente de la creación del mundo sino de
la evolución de las especies por selección natural. Darwin daba al mundo por
creado y lo que exponía en el libro era, como ahí se decía, una “teoría de la
descendencia modificada por la vía de la selección natural”. La aportación
científica se refería a la evolución de las especies y no al momento de su
aparición. Ese es ya un problema estrictamente filosófico en el que algunos
darwinistas han entrado abusivamente. Lo que a estas alturas parece claro es que
tan verdad como que la evolución de las especies es incuestionable
científicamente, es que de ahí no se puede afirmar o negar lo que el Génesis
entiende por creación porque la intervención divina en cuestión puede darse al
interior de una teoría evolutiva. En el siglo pasado deslumbró la teoría
evolucionista de un científico jesuita francés, Teilhard de Chardin, que supo
ensamblar la teoría evolucionista con una mirada mística, en las antípodas de
estos despistados creacionistas.Teilhard creía, como otros muchos cristianos,
que la teoría de la evolución se avenía bien con la historia cristiana de la
salvación.
Si esto no beneficia ni a la ciencia
ni a la religión ¿a quién, pues? A quien espere sacar provecho de la
ignorancia. El relato breve de Jiménez Lozano, titulado El Trisagio, da una pauta. Cuenta la visita de un inspector de
enseñanza a una escuelita rural en la posguerra. Se indigna el funcionario al
escuchar de los alumnos que la reacción de un español de bien ante las amenazas
de una tormenta no fuera el “trisagio” –o sea la invocación del “santo, santo,
santo”- sino el pararrayos de Franklin. ¡De donde vendrían estos maestros que
no daban pábulo a los prejuicios castizos! Esa ignorancia alimenta la
credulidad de la gente y, de paso, el autoritarismo de sus dirigentes. Estos
cruzados deben de estar frotándose las manos con la llegada de Trump pues
esperan imponer en las escuelas lo que hasta ahora se les había negado, pero
quien estará disfrutándolo es el propio Trump que gana con estas doctrinas
adeptos para una política que en lugar de defender el mundo creado, le puede
poner en peligro.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 12 de
enero 2025)