Elie Wiesel, superviviente del
Holocausto y Premio Nobel de la Paz, decía que Hitler -y no Dios- fue quien
mantuvo su promesa. Prometió exterminar al pueblo judío y lo llevó a efecto;
Dios, en cambio, no hizo nada mientras esto ocurría por el pueblo que había
declarado imperecedero. Hoy, ochenta años después de Auschwitz, bien podemos
decir que no, que Hitler ha sido derrotado porque su proyecto no consistía sólo
en exterminar a un pueblo, sino en no dejar rastro del crimen para que nadie le
recordara.
Y hoy recordamos. De aquel desastre
humanitario hay monumentos, museos, efemérides como la del Día Internacional de
las Víctimas del Holocausto que recordamos el 27 de enero de cada año, libros y
tesis doctorales que lo perpetúan. En eso Hitler se equivocó, pero quizá no del
todo porque los mismos supervivientes asociaban la memoria al “nunca más”.
Pensaban, quizá con cierta ingenuidad, que recordando lo ocurrido se conjuraba
el peligro de una repetición. Otros, más avispados, como las potencias
vencedoras, propusieron medidas más contundentes para que el fascismo no
volviera. Pensemos, por ejemplo, en el Plan Marshall, el Juicio de Nurenberg o
imponer a los alemanes una constitución democrática. Los supervivientes
confiaban más, sin embargo, en la modesta arma de la memoria.
Hemos recordado, sí, pero no hemos
impedido la repetición de nuevos genocidios; tampoco hemos cambiado las lógicas
políticas que llevaron a los campos de exterminio, por no hablar del fracaso
que supone seguir haciendo política sobre los sufrimientos de tantos inocentes.
Si la memoria de las víctimas no es
capaz de hacernos cambiar, habrá que preguntarse, antes de desahuciar a la
memoria, qué tiene que ver nuestra manera de recordar con la memoria que tenían
en la mente los supervivientes cuando la asociaban al “nunca más”.
Memoria hay tanta en nuestro tiempo
que hay quien habla del siglo XXI como de “la era de la memoria”, pero obligado
es decir que hay notables diferencias entre nuestra memoria y la que se
desprende de Auschwitz. Para empezar la nuestra es un sentimiento, noble
sentimiento de compasión por las víctimas, que se resuelve en indignación
contra la barbarie. La de Auschwitz, por el contrario, es un pensamiento, es
decir, el deber de pensar de nuevo las bases culturales de nuestra
civilización, partiendo de lo que el hombre hizo en el siglo pasado. Pero aquellas
peligrosas bases siguen hoy disfrutando del mismo prestigio que antaño.
Pensemos por ejemplo en el culto al progreso, en el trato al emigrante, por no
hablar de la persistencia de la xenofobia y del antisemitisimo. En esas
creencia profundas, que tanto condicionan la vida cotidiana, seguimos pensando
como antes con lo que siguen abiertas las grandes avenidas que llevan a la
barbarie.
Hay una segunda diferencia que atañe
directamente a la política. Vemos con qué alborozo se publicita el crecimiento
económico anual de cada país, si es positivo, y el duelo que provoca, si es
negativo. El objetivo de la política es la riqueza nacional, mientras que la
lección que se deriva de aquella catástrofe pone el acento en la lucha contra
el sufrimiento, que no es lo mismo. Si los supervivientes nos mandan el mensaje
de que “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad” es para que
la política busque un equilibrio entre la generación de riqueza y el bienestar
general porque el objetivo no es tener más sino combatir la miseria. Ese vuelco
en las prioridades políticas está por darse. Habría que corregir, en tercer
lugar, el sentido de nuestra mirada. Cuando hablamos de memoria de las víctimas
tendemos a identificarnos con ellas, como si fuéramos nosotros mismos parte de
ellas o una de ellas. Es un enfoque peligroso por muy consolador que nos
resulte porque lo que las víctimas nos piden es que se acabe la victimación, es
decir, que no se repita su destino. Para conseguirlo es mucho más responsable
preguntarnos qué nos relaciona con los verdugos o, como se decía a sí mismo
Primo Levi, “¿qué hubiera hecho yo en su lugar”? Avanzaremos más en la lucha
contra la violencia victimizadora si desterramos de nosotros los impulsos
violentos, si depuramos de nuestras opiniones todo resto discriminatorio, toda
huella antisemita, todo resquicio xenófobo, todo atisbo autoritario.
Más allá de las diferencias entre
nuestra forma de recordar y la que nos exige Auschwitz debería darnos que
pensar un hecho indiscutible: la memoria lejos de unirnos, nos divide. Esta
división es gravemente anómala porque la memoria de las víctimas no es
nostálgica, es decir, no pretende repetir el pasado sino superarle, por eso
quien recuerde debe comprometerse en crear las condiciones necesarias para un
tiempo nuevo. Este compromiso afecta a la víctimas y a los victimarios, que ya
han prácticamente desaparecido, pero también a los espectadores de las
generaciones siguientes que somos nosotros. Preocupa que haya quien prolongue
en algunos de sus puntos el programa de los victimarios, como está haciendo la
extrema derecha, pero también la versión nostálgica de quienes se declaran
herederos de las víctimas, anclados en el pasado. Es como si tanto sufrimiento
hubiera sido en vano.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 9 de febrero
2025)