23/2/25

Memoria y democracia: afinidades y diferencias

            El trasfondo de estas reflexiones es el título de una ley, titulada  “Memoria Democrática”, que tiene grandes aportaciones a la justicia histórica, pero que quizá esté atravesada por un equívoco que conviene discutir. Mis reservas iniciales nacían de la sospecha de que esta ley sólo se interesaba por la memoria de las víctimas democráticas, en cuyo caso habría que preguntarse qué pasa con las víctimas no democráticas, por ejemplo, la monja de clausura asesinada en la Guerra Civil por ser monja: ¿no merecen memoria? ¿no son víctimas memorables? Y, sobre todo ¿su memoria es irrelevante para la democracia? o ¿qué tiene que ver la democracia con esa memoria? En esas preguntas no está en juego sólo el alcance de la memoria sino el de la democracia.

 1. Leía recientemente un largo discurso de Carmen Calvo, la exvicepresidenta del Gobierno de Pedro Sánchez que lideró  los esfuerzos por la aprobación de esta ley de Memoria Democrática, titulado, “La necesidad de la memoria democrática hoy”, donde ofrece explicaciones muy reveladoras sobre el alcance de esta ley.

             Reconoce, no sin cierto orgullo, que esta no es una ley de “Memoria Histórica” porque no se entretiene “en contar a las derechas españolas que Abderramán III y Al-Hakam II son tan de Córdoba como yo”. La memoria histórica es acordarse de cualquier momento del pasado, de Viriato o de Teresa de Ávila o de Abderramán III. A esta ley, sin embargo, no le interesa cualquier pasado sino, precisa Carmen Calvo, uno muy determinado, a saber, "el acervo de lucha, de trabajo y de hitos continuos donde el pueblo español se levanta y dice que el poder pertenece al pueblo”. Y para que quede bien claro qué pasado quiere recuperar, le dice al Presidente del Gobierno que se va a Tineo, en Asturias, para rendir homenaje al General Riego que fue quien se levantó contra el absolutismo de Fernando VII.

             Lo que esta ley quiere recuperar, pues, es el pasado emancipatorio del pueblo español, con lo que la memoria democrática se confunde con la historia de los demócratas. En esta ley habrá pues lugar para las víctimas democráticas pero no para las no demócratas que ya recibieron lo suyo con disposiciones dictatoriales, pero que no tienen lugar en una ley de y para demócratas. El argumento de que las víctimas franquistas ya fueron atendidas por la dictadura es peligroso porque da a entender que entre la memoria franquista y la democrática no hay diferencia formal sólo de contenidos.

             La equiparación de la memoria con el pasado democrático me parece discutible porque falsea el sentido de la memoria, de lo memorable, de lo que hay que recordar, de lo que tiene que recordar una ley que ilumine el pasado con la luz de la memoria.

             Preguntémonos pues qué es lo memorable, es decir, qué parte del pasado puede y debe alcanzar la memoria. Para responder a esta pregunta, conviene tener en cuenta que del pasado habla la historia y también la memoria. Dos  miradas al pasado pero diferentes. La  historia quiere conocer los hechos pasados. Pongo el acento en el término “hechos”. “Hecho” es el pretérito perfecto (pasado realizado) del verbo hacer, es decir, es un pasado logrado, que ha tenido éxito. La historia se refiere a esa parte de la realidad que ha conseguido llegar a ser. Pero la memoria ¿a qué parte de pasado se refiere? ¿a la que no ha tenido lugar? ¿qué es lo que puede y debe hacer la memoria?

             Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que la memoria  es una novedad en la cultura contemporánea. Lo que se llevaba era el olvido. Si hoy la memoria ocupa tanto espacio e interés es porque ha ocurrido algo que la ha convocado y la ha desarrollado hasta el punto de convertirla en un arma intelectual de primera magnitud para comprender y mejorar nuestro tiempo. La memoria no es una ocurrencia sino una categoría con unos contenidos muy específicos que hay que respetar.

             Ese acontecimiento que ha concentrado los esfuerzos por dar nuevo contenido a la memoria es Auschwitz. La reflexión sobre Auschwitz ha visibilizado a las víctimas, a las de los campos de extermino, pero también a las de la esclavitud, de las colonias, de la conquista o del terrorismo. Dejemos constancia de que quienes se han afanado en dar vida a la memoria del pasado luctuoso no han sido los historiadores que no han dejado de defender que lo mejor que podemos hacer con el pasado del que se ocupa la memoria es “echarlo al olvido”, sino los filósofos que no han cesado de preguntarse por el sentido de ese pasado de injusticia y sufrimiento, simbolizado en Auschwitz, pero que alcanza a toda la historia de sufrimiento de la humanidad.

             En esta especie de laboratorio de la memoria que ha sido la reflexión sobre el significado de Auschwitz, se ha perfilado lo memorable, es decir, esa parte del pasado que merece ser recordada. Lo memorable no es, repito, una ocurrencia  (en el texto de Carmen Calvo parece que fue de Francisco Martínez, Secretario de Estado de Memoria Democrática) sino el resultado de una honda reflexión sobre el lugar del sufrimiento en la construcción de la historia. Los herederos del liberalismo tienen todo el derecho a recuperar la historia de la libertad, al igual que los conservadores actuales lo tienen respecto a la historia del tradicionalismo, pero eso no tiene que ver con el sentido que hoy tiene la memoria. Este es el equívoco de la ley que comentamos. Y lo memorable no es lo que recoge Carmen Calvo (la historia de la democracia) sino que lo memorable son las víctimas. Recordamos para actualizar lo actualizable de las víctimas, que no son sus cuerpos exterminados o desaparecidos, sino su significación para nosotros.

 2. Pero antes de llegar ahí -a preguntarnos por el significado de las víctimas- una pequeña aclaración sobre el momento en que nos encontramos. Hoy la memoria cotiza al alza. Todo el mundo habla de memoria: la historia, el psicoanálisis, la filosofía, la literatura, la religión…hasta internet tiene su memoria. Pero hay que reconocer que se habla mucho de la memoria pero con sentidos muy diferentes, de ahí la dificultad de la conversación sobre este asunto. Comparemos, por ejemplo, lo que dice la historia y la filosofía sobre la memoria. Para la historia, la memoria es un sentimiento, una vivencia subjetiva (algo sin valor objetivo ni político, por eso Santos Julián decía que “había que echarla al olvido”, es decir,  no había que darla peso político en el momento de la transición política de la dictadura a la democracia). Para el historiador el conocimiento riguroso es cosa de la historia (la tesis que guía la novela de Javier Cercas El Impostor; la idea que repite constantemente Muñoz Molina: la memoria es buena para fabular pero no para conocer, etc).

             Bueno pues la filosofía ve las cosas de manera muy distinta. Para la filosofía, sobre todo la del siglo XX, la memoria es, en primer lugar, conocimiento, no solo sentimiento. Gracias a la memoria podemos conocer una parte de la realidad que escapa al conocimiento de la historia. ¿Qué parte es esa? No la que representa el “hecho”, sino el “no-hecho”, es decir, la parte derrotada de la historia, la que fracasó, la que fue vencida, exterminada o no tuvo lugar. La memoria se ocupa de la historia del sufrimiento que subyace a la historia real. La memoria se ocupa de las víctimas y se convierte en su abogada.

             Esto es una novedad porque víctimas ha habido siempre. Siempre hemos sabido que la historia se construye sobre los más débiles, pero lo justificábamos porque entendíamos que ese sufrimiento era el precio del progreso. La historia invisibilizaba el significado de las víctimas. Contra eso se levanta la memoria que pasa a ser la abogada del significado de las víctimas. Si la historia quiere ser una mirada objetiva sobre el pasado, la memoria no tiene inconveniente en afirmar que la suya es una mirada moral.

             Esto nos permite ya responde a la pregunta ¿qué es una víctima? Es un ser humano objeto de una violencia inmerecida; alguien que sufre pues inmerecidamente. Eso significa que la victimación no tiene que ver con la ideología de la víctima ni la del victimario, por eso tan víctima es la monja de clausura como el maestro republicano. El concepto de víctima pone el acento en la injusticia del sufrimiento no en la ideología. Entender esto es fundamental. No se trata de menospreciar las diferencias ideológicas. No es lo mismo el tradicionalismo carlista que el liberalismo de las Cortes de Cádiz: no es lo mismo el fascismo totalitario que la democracia ilustrada. Lo que digo es que esas diferencias se valoran y se discuten en otro negociado (en el de la valoración ideológica), pero no en el de la memoria de las víctimas donde lo decisivo no son las ideas sino el hecho violento ejercido sobre un ser humano inocente. Lo segundo que dice la filosofía de la memoria es que la memoria es justicia. La memoria es abogada de la víctima porque actualiza la injusticia (para la memoria, la injusticia sigue vigente mientras no sea reparada), por eso pide justicia: reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable. Este es el punto fuerte de las leyes de Memoria Histórica: en este sentido bien se puede decir que las leyes de memoria histórica son de justicia histórica. Cumplen su papel de reparar lo reparable, hacer memoria de lo irreparable y perseguir al culpable.

             Pero ahí falta lo esencial sobre el sentido de la memoria: para la filosofía la memoria es un deber, deber de memoria, que no consiste sólo ni principalmente en acordarse de las víctimas (hacer museos, monumentos, unidades didácticas o leyes de justicia histórica, algo que está muy bien), sino re-pensar todo a la luz de la barbarie para que la historia no se repita. En otros lugares he explicado cuándo, cómo y por qué surge el deber de memoria. Baste ahora recoger la idea de que no se trata sólo de “acordarse de” sino de “pensar de nuevo” las cosas, a la luz de la barbarie, para  hacerlas  de otra manera. Con razón habla la filosofía, a propósito de la memoria, de un Nuevo Imperativo Categórico. El deber de memoria se substancia en el dicho  “nunca más”: hay que interrumpir las lógicas que llevaron a la catástrofe, hay que cambiar, tenemos que cambiar. Para esa tarea no hay mejor antídoto que la memoria. El sentido último de la memoria es crear las condiciones para que el pasado no se repita (no deja de ser paradójico que la memoria, que normalmente sirve para repetir y repetirse, sea invocada aquí para empezar de nuevo).

3. Para cancelar el pasado y abrir el futuro hay que hacer cambios en los agentes históricos: en el victimario (tiene que entender lo que Castelio decía a Calvino: que matar a alguien por una idea, no es defender una idea sino cometer un crimen); en la víctima (tiene que liberarse de ser víctima, de estar atada al pasado, para invertir en nuevos proyectos. Aquí habría que referirse al párrafo de Hannah Arendt en La Condición Humana, donde habla del perdón como el modo más eficaz de romper la atadura que liga a la víctima y al victimario con el pasado); en el espectador que recuerda (tiene que contribuir al cambio, i.e., pasar de forofo, de partidario, a crítico). La memoria conlleva gran sentido autocrítico y crítico pues obliga a quien recuerda a ponerse en movimiento.

             Re-pensar todo es pensar de nuevo la política, la ética, el derecho, la educación. Detengámonos en la política que es lo más cercano al tema de nuestro seminario. Re-pensar la política (la democracia) teniendo en cuenta el deber de memoria ¿qué significa?. Pues proponer una política sin víctimas, es decir, sin la violencia que victimiza. No es lo mismo “recuperar el acervo de lucha del pueblo español”, que dice Carmen Calvo, que plantearse una política sin violencia, sin víctimas, sin sufrimientos injustos. ¿Es eso posible o un brindis al sol?

            Reconozcamos que eso es un desafío colosal por tres razones. En primer lugar porque en nuestra cultura la violencia forma parte de la política. Pólemos y política tienen la misma raíz por eso decimos que “la guerra es la madre de todas las cosas” o que “la violencia es la partera de la historia” o que la paz es una tregua entre dos guerras. Nuestra cultura ha naturalizado la violencia. Carl Schmitt llega a decir, recogiendo este sentir histórico, que “una tierra definitivamente pacificada sería un mundo sin política”.

             En segundo lugar, tenemos que tener en cuenta que toda la política moderna pivota en torno al eje “progreso” y el progreso es blanqueo o justificación de la violencia. Recordemos lo que dice Hegel en su Filosofía de la Historia: que las víctimas son el precio del progreso. No hay por qué asustarse. A la vista de cómo nos hemos tomado la historia del sufrimiento Walter Benjamin puede remachar un siglo después con la tesis según la cual “violencia y fascismo coinciden”. Coinciden en la naturalidad con la que sacrifican al ser humano para lograr sus objetivos. No se trata de negar los beneficios de la penicilina, que nos ha traído el progreso, sino de saber si el progreso está al servicio de la humanidad o la humanidad al servicio del progreso. Lo problemático, en rigor, no es el progreso sino la ideología del progreso, esa que todo lo justifica en el hecho de progresar. Para calibrar la naturaleza del progreso, pensemos que el cambio climático, la mayor amenaza del planeta, es el resultado de una ideología del progreso. El progreso es ya literalmente catastrófico. Y al progreso no renuncia nadie, ni la derecha ni la izquierda, por algo es “la iglesia más visitada del siglo XIX”, decía Ernst Jünger y, habría que añadir, “del siglo XX y del XXI”. Habría pues que revisar, en nombre del deber de memoria, la ideología del progreso, para poder hacer las cosas de otra manera y poder así evitar la repetición de la catástrofe. Una tarea ciertamente hercúlea, pero una tarea de quien invoque la memoria.

             Hay un tercer factor que dificulta el deber de memoria en política, es decir, la consecución de una política sin violencia. Me refiero a la idealización del pasado: el de Riego, el de la II República, el de la tradición liberal española, el de la Guerra Civil. Digo “idealización”, que no tiene que ver con una valoración crítica de ese gran momento histórico. Azaña, un republicano de pro, no idealizaba la II República cuando, en el discurso del 18 de julio de 1938, mandaba a las generaciones futuras de españoles, interesadas en la paz, un mensaje en una botella que resumía en tres palabras: “paz, piedad, perdón”. Él, que había vivido en primera persona la brutalidad del golpe de Estado, se sentía culpable por no haber sabido dar una respuesta política al conflicto entre españoles. Algo había hecho mal. El tono de Azaña recuerda al de Pérez Galdón en El equipaje del Rey José. Está hablando de los muertos de tantas guerras españolas, producto del fanatismo y de los rencores políticos. Y hace esta reflexión: “¡Cuántas íntimas reconciliaciones, cuántos tiernos reconocimientos, cuántos perdones no calentarían el seno helado de las fosas donde el insensato cuerpo nacional ha arrojado parte de sus miembros, como si le estorbasen para vivir”. Si esos muertos pudieran decirnos algo, hablarían de reconciliación, reconocimiento y perdón. Por no hablar de la Carta a un obrero de un Largo Caballero que acababa de salir del campo de concentración alemán de Oranienburg, donde pedía a sus compañeros “no hacer diferencia entre las víctimas de las dos partes, para llevar la tranquilidad a los espíritus” (Berlín, agosto de 1945). Tampoco vendría mal consultar el libro de Agustín Serrano de Haro, Hannah Arendt y España,  para comprender que la Guerra Civil no fue sólo una guerra entre fascistas y republicanos. Hubo antifascistas que no luchaban precisamente por la democracia. En el reciente libro de la historiadora sueca Inger Enkvist, El naufragio de la Segunda República, se habla, a propósito de la II República, de “una democracia sin demócratas”, una tesis que ya había apuntado Américo Castro cuando analizaba el comportamiento de la masas de uno y otro signo. Sería bueno recordar al Jorge Semprún que se enfrentó al PCE porque entendió que la lucha de los comunistas contra la dictadura franquista no significa lucha a favor de la democracia. Este Semprún era el que también decía que “sólo quien ejerza la crítica contra el estalinismo está habilitado a hacerlo contra el fascismo”. ¿Qué pasa con las víctimas del estalinismo en España? ¿Sólo tiene que ocuparse de ellas el franquismo o también la democracia? ¿Habremos caído en lo que Semprún llamaba “memoria hemipléjica”? El problema de la idealización del pasado no es sólo que sea un error histórico, sino que pierde de vista el sentido de la memoria que no mira al pasado para repetirle sino para interrumpirle porque lo que la interesa es el futuro.

            Llegados a este punto podemos preguntarnos de nuevo ¿qué sentido tiene hablar de Memoria Democrática? Sólo uno y es el que señala Derrida cuando relaciona memoria con “democracia por venir”. La democracia a la que aspira la memoria no es una que haya sido sino otra por venir. De esa democracia, que lógicamente no existe y por tanto no se puede describir, sólo sabemos que está basada en la hospitalidad y no en la apropiación de la tierra. Es como si nos dijera que el principio de la violencia y de la injusticia estaría en la apropiación del territorio (el nacionalismo) pues eso genera un tuyo y mío, la inclusión y la exclusión, en una palabra, la definición de la política como el enfrentamiento entre el amigo (los míos) y el enemigo (los otros). La hospitalidad considera que la tierra es de todos, que cada cual puede asentarse donde quiera, que cada cual es parte del todo y el todo debe de cuidar de cada parte. Aboga por una gobernanza de entrada posnacional y, de salida, mundial. Si se quiere buscar un símbolo para esta nueva política, no sería la tumba de Riego, sino la dispersión o diáspora que siguió al intento fallido de la Torre de Babel. Tras el fracaso de construir una ciudad cerrada, como Babel, lo que ocurrió fue la ocupación pacífica de toda la tierra.

             La única memoria democrática, digna de ese nombre, no es la que conecta con un pasado que no se debe repetir, sino con un futuro que construir.

4. No quisiera terminar sin mencionar el testimonio de una víctima que habla del alcance político de la memoria. Me refiero al de Alejandro Ruiz Huerta, último superviviente del atentado de Atocha. Allí fueron asesinados cinco abogados y cuatro quedaron malheridos. De esos cuatro tres han muerto y él es el superviviente. Antes de morir ha querido mandarnos un mensaje, escribiendo un libro titulado “Violencia, memoria, compasión”. Él, que sufrió el atentado en sus carnes, hace memoria de ese momento para decirse y decirnos que el recuerdo de aquella dura experiencia le ha llevado a movilizar todas sus fuerzas para acabar con la violencia. No pone el acento en reconstruir la historia, ni en pedir justicia, ni siquiera en potenciar la ideología política de las víctimas: lo pone al servicio de la lucha contra la violencia en política. Y esa movilización de energías contra la violencia se resuelve en la palabra “compasión”. Pero entiéndase bien: él, víctima, no pide compasión para con él, sino que él la proyecta sobre los que sufren y también sobre el victimario al que quiere ganar para la causa de la paz. Traduce memoria por abrazo, por eso evoca la pintura de Juan Genovés, El Abrazo, del que dice que es “el símbolo más potente de lo que defiendo en este libro”. Esta víctima ha entendido que la memoria es una inversión en convivencia, por eso algo no está bien hecho cuando la memoria en vez de unir, divide.

Reyes Mate (Intervención en el seminario “Memoria y Democracia” organizado por la Universidad de Alcalá etc., en Guadalajara el 23 de octubre de 2024. Publicado en la revista digital Argumentos Socialistas (nr. 60, enero-Febrero, 2025)

 Bibliografía citada

Calvo, C., “La necesidad de la Memoria Democrática hoy”, en Vilabella, I. (Coord.), Memoria democrática. Una necesidad para una ciudadanía informada y crítica, Edición de la Fundación Progreso y Cultura, 2023, Madrid, 31-57

Derrida, J., 2012, Espectros de Marx, Trotta, Madrid

Derrida, J., 1997, De l’hospitalité, Calmann-Lévy, Paris

Enkvist, I., 2024, El naufragio de la Segunda República, La Esfera de los Libros, Madrid

Mate, R., 2009, Medianoche en la historia. Cometarios a las Tesis de Walter Benjamin Sobre el Concepto de Historia, Trotta, Madrid

Mate, R., “Jorge Semprún o la escuela de la vida”, en Lahoz, M (Ed.), Destino y memoria. Cien años de Jorge Semprún, Tusquets, Bercelona, 247-307

Mate, R., 2024, Tierra de Babel. Más allá del nacionalismo, Trotta, Madrid

Pérez Galdós, B., 2018, El equipaje del Rey José, Alianza, Madrid

Ruiz-Huerta, Al., Violencia, memoria, compasión (Akal, próxima aparición)

Serrano de Haro, A., 2023, Hannah Arent y España. Trotta, Madrid