Hace unas semanas tuve la ocasión de
conversar en público con un exetarra, condenado por participar en el secuestro
y muerte de un empresario vasco, Ángel Berazadi, en 1976. Ion, que tardó poco
en ser detenido y condenado, aprovechó la amnistía de 1977 para tomar
conciencia de la gravedad de su delito, arrepentirse y reinsertarse como un
ciudadano demócrata. Pese a la discreción con la que ha llevado todo su proceso
de reinserción, aceptó hablar de ello en público porque era consciente de que
el crimen político no sólo golpeaba su conciencia sino que interpelaba a la
sociedad vasca en su conjunto por dos razones: primero porque si esos jóvenes
se entregaron al delirio terrorista fue empujados por una sociedad que les
trataba como héroes, y, segundo, porque aquella violencia, aunque haya
desaparecido, ha dejado tras de sí una sociedad encanallada, empobrecida y
fracturada que espera respuesta.
El acto estaba organizado por una Asociación
cívica navarra, llamada Gogoan, que cree en el poder curativo y reconciliador
de la memoria, por eso la conversación fue presentada por la moderadora, María
Jiménez, como un “gesto memorial”.
El exetarra habló con dolor y
sinceridad de aquel momento que le resultaba inolvidable. Era entonces un joven
más bien rebelde en el que prendió una visión del mundo que le llevaba a
secuestrar y matar en defensa de una ideología nacionalista muy de moda entre
las cuadrillas de amigos. El se creyó sin reservas las fabulaciones sobre el
pasado de su tierra que le llevaron no a cometer una gamberrada, como cabría
esperar, sino un crimen.
Lo que sobrevolaba en ese acto
dedicado a dejarse interpelar por la memoria eran dos preguntas: qué pensarían
las víctimas y también sus agresores. La presencia de las víctimas era
importante porque la confesión del victimario es la mejor forma de confirmar su
inocencia y liberarlas así del estigma social que cayó sobre ellas en los años
de plomo. “Algo habrán hecho”, decían de las víctimas los que nada tenían que
temer o tenían mucho miedo, pero la verdad es que no habían hecho nada que
justificara el atentado porque lo que llevaba a aquellos jóvenes fanáticos a
matar nada tenía que ver con la realidad sino con las fantasías que les habían
inoculado. Y en el público había víctimas dispuestas no sólo a oír el
testimonio de Ion, sino a tenderle una mano y darle una segunda oportunidad.
Creían en la autenticidad de su testimonio y confiaban en que alguien que, como
él, ha sabido corregir el rumbo se convierta en un activo fundamental de un
futuro reconciliado. La presencia de estas víctimas era una modesta prueba de
que la segunda oportunidad -una forma de nombrar al perdón- es posible y, con
ella, una forma de convivencia cualitativamente mejor que la actual, basada en
el olvido. Contrasta en este momento la actitud generosa de las víctimas –que
tanto han puesto de su parte para superar el pasado y mirarle sin ira- con la
cobardía de los que, desde el lado de los agresores, se muestran incapaces de
mirar al pasado.
El problema está en esa otra parte.
Llama la atención la ausencia de autocrítica moral en el mundo abertzale y en
el contingente de presos etarras. Los cambios en el primero son más bien
estratégicos que morales. Rechazan la violencia hoy pero no condenan la pasada
como si no valiera para siempre el dictum
moral según el cual “matar por una razón ideológica no es defender una política
sino cometer un crimen”. La explicación de endeblez moral la daba Jon cuando
decía que a él le salvó un pequeño círculo de amigos que le hicieron ver, por
un lado, el daño que hacía la violencia a la democracia y, por otro, la
inhumanidad del crimen político. Evocaba nombres como los de Juan Mari Bandrés
o Mario Onaindía que vivieron el vértigo de la violencia pero supieron
sacudírselo a tiempo. Muchos etarras condenados no dan el paso porque los suyos
no les ayudan. Al considerarles héroes les condenan a la condición de matones.
Por eso el gesto memorial de Pamplona quiso mandarles un mensaje urgente: la
sociedad les espera. No se puede pensar en un futuro reconciliado en el País
Vasco o en Navarra sin la presencia y la participación de los que en el pasado
protagonizaron la violencia porque nadie como ellos pueden desacreditar su
inutilidad y perjuicio. Su futuro no está en el pequeño círculo que conforma la
cuadrilla, por mucho que le jaleen sus “hazañas”, sino junto a quienes apuestan
por vivir en paz, en una sociedad fraterna y abierta.
Pero para llegar ahí tienen que
enfrentarse a las víctimas que han dejado tras de sí. Ni los responsables ni
los votantes de Bildu deberían llamarse a engaño. Su éxito electoral no es la
prueba de que tienen o tuvieron razón, sino una muestra más de una vieja ley
histórica, a saber, que las sociedades prefieren el olvido a la memoria por lo
que ésta tiene de exigencia de responsabilidades. Es una triste ley porque
priva a la sociedad posterrorista de todo el capital acumulado en los años de
sufrimiento. Si los que hoy triunfan deben algo a los que ayer mataron es como
si todo el sufrimiento que causaron hubiera sido inútil. Puede que esto alegre
a sus estrategas pero deberían pensar que así privan de futuro a sus
descendientes.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 29 de
junio 2025)