Cada pueblo expresa la intolerancia
a su modo. Los hay que ponen debajo de la escala social al negro o al judío. Para
el español medio ese lugar de deshonor lo ocupa el moro, siempre que sea pobre.
Los ultras se movilizan con la simple asociación de extranjero con
delincuencia, pero lo que encuentra eco en la sociedad española es la vieja
sospecha del moro como peligro para la integridad o identidad española.
Esta animadversión viene de antiguo sin
que nunca haya perdido actualidad. Hace un cuarto de siglo, cuando la estampida
de El Ejido, se puso en evidencia la xenofobia latente en buena parte del
imaginario español. Por supuesto que se necesitaba y empleaba al emigrante, con
o sin papeles, pero no se le toleraba que saliera de su zona de trabajo y se pasearan
por el pueblo como uno más. El entonces Ministro de Exteriores, Abel Matutes, dio
la clave de la situación al decir sin inmutarse que “para el Estado, el
emigrante sin papeles no existe”. Ese político, que era también un exitoso
empresario, bien sabía que el emigrante sin papeles existía puesto que era el
que trabajaba en los invernaderos del sur y levante español o servía en alguno
de sus hoteles, pero sólo existía como mano de obra, no como cabeza y corazón
de una persona, es decir, no como sujeto humano. Tenía derecho a trabajar y a
recibir el jornal que se le diera, pero no a formar parte de la ciudad. Como
los deportados en un campo de concentración, tenían que ser invisibles para los
de fuera.
Lo de ahora es, sin embargo, algo
diferente. Lo que moviliza es el miedo al moro. Poco importa que el odio se
vuelque sobre jóvenes que representan ya la tercera generación en España, es
decir, que son tan españoles como los que aparecen envueltos en los tópicos
nacionales más casposos. A la asociación de emigración con criminalidad
(gratuita, como sabemos), se añade la del moro como alguien inasimilable, es
decir, incapaz de entender y compartir nuestros valores cívicos porque la
afirmación de los suyos implica la negación de los nuestros. Lo mejor, pues, es
expulsarles o, en el mejor de los caso, mantenerlos aislados en sus campos o en
sus barrios.
Nabil Moreno, Presidente de la
Comunidad Musulmana de Torre Pacheco, que llegó a España hace 25 años, cuenta
cómo sólo se les quiere para trabajar. Ni en el municipio ni en su comunidad autónoma
de Murcia nadie mueve un dedo para favorecer la integración. Los dirigentes murcianos
no vienen cuando se les invita a las fiestas del Ramadán o del cordero, ni a
ellos se les convoca cuando son las del pueblo, pese a que representan un
tercio de la población. Estamos actuando como si, de acuerdo con Abel Matutes,
el emigrante de origen magrebí fuera una máquina alquilada y no un ser humano
que ha venido para quedarse.
Es difícil argumentar con los
energúmenos que han ido a Torre Pacheco a salvar España, pero quienes están
cerca y disponen de la capacidad de decidir, deberían pensar en las
consecuencias materiales de algo tan inmaterial como el odio al moro. Se ha
dicho que Torre Pacheco produce 160.000 toneladas de melones que inundan los
mercados europeos. Los empresarios del pueblo saben que sin los emigrantes
magrebíes el negocio sería una ruina. ¿Por qué este detalle no preocupa a los
instigadores del odio que vienen de fuera, ni a los partidos políticos que
esperan hacer su agosto con las astillas de este tipo de conflictos? Esta
especie de suicidio económico, en nombre de ideologías patrióticas, debería dar
que pensar porque señala un mal histórico que ha hecho mucho daño.
Francisco Márquez Villanueva, que
tan bien ha estudiado la expulsión de los moriscos (1609-1614), pone de
manifiesto que la catástrofe económica y social que supuso aquella expulsión
sólo se explica por el empecinamiento ideológico de algunos iluminados, a la
cabeza de los cuales se situaba el Arzobispo de Valencia y Patriarca de
Antioquía, Juan de Ribera. La política islamofóbica, que Calderón de la Barca
ya consideró, en El tuzaní de las
Alpujarras, una forma de genocidio, y el historiador Márquez Villanueva,
una de las páginas más oscuras de la historia española, se impone contra toda
razón filosófica, teológica y jurídica. Aquella España sacrificó lo mejor de su
cultura en aras de una fanatismo patriótico, fiel al dictum del Inquisidor Torquemada “hay que matar al cuerpo para
salvar el alma”. Nada expresa mejor la estupidez del fanatismo ideológico que
las fatales consecuencias económicas. Fueron muchos los que se dieron cuenta y
se opusieron a la expulsión pues suponía no sólo dejar de recoger las toneladas
de melones que hubiera en toda España, sino privar al país de sus mejores
profesionales: artesanos, agricultores de regadío, albañiles, carpinteros. Hasta
el propio obispo reconocía “la pobreza que él y todos avíamos de padecer
echados los moriscos”. Pero, nada, había que seguir porque “sin heregías y
blasfemias de estos”, decía Monseñor, “la tierra se fertilizará y dará fruto de
bendición” y, en el peor de los casos, estaba la recompensa en la otra vida.
Hoy sabemos que el fanatismo
patriotero vacía las arcas sin que aporte ganancia alguna espiritual. Si pese a
todo tiene tanto éxito es porque activa prejuicios bien arraigados, como éste
del miedo al moro, del que urge nos liberemos.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 27 de
julio 2025)