12/8/25

El estigma del moro

             Cada pueblo expresa la intolerancia a su modo. Los hay que ponen debajo de la escala social al negro o al judío. Para el español medio ese lugar de deshonor lo ocupa el moro, siempre que sea pobre. Los ultras se movilizan con la simple asociación de extranjero con delincuencia, pero lo que encuentra eco en la sociedad española es la vieja sospecha del moro como peligro para la integridad o identidad española.

             Esta animadversión viene de antiguo sin que nunca haya perdido actualidad. Hace un cuarto de siglo, cuando la estampida de El Ejido, se puso en evidencia la xenofobia latente en buena parte del imaginario español. Por supuesto que se necesitaba y empleaba al emigrante, con o sin papeles, pero no se le toleraba que saliera de su zona de trabajo y se pasearan por el pueblo como uno más. El entonces Ministro de Exteriores, Abel Matutes, dio la clave de la situación al decir sin inmutarse que “para el Estado, el emigrante sin papeles no existe”. Ese político, que era también un exitoso empresario, bien sabía que el emigrante sin papeles existía puesto que era el que trabajaba en los invernaderos del sur y levante español o servía en alguno de sus hoteles, pero sólo existía como mano de obra, no como cabeza y corazón de una persona, es decir, no como sujeto humano. Tenía derecho a trabajar y a recibir el jornal que se le diera, pero no a formar parte de la ciudad. Como los deportados en un campo de concentración, tenían que ser invisibles para los de fuera.

             Lo de ahora es, sin embargo, algo diferente. Lo que moviliza es el miedo al moro. Poco importa que el odio se vuelque sobre jóvenes que representan ya la tercera generación en España, es decir, que son tan españoles como los que aparecen envueltos en los tópicos nacionales más casposos. A la asociación de emigración con criminalidad (gratuita, como sabemos), se añade la del moro como alguien inasimilable, es decir, incapaz de entender y compartir nuestros valores cívicos porque la afirmación de los suyos implica la negación de los nuestros. Lo mejor, pues, es expulsarles o, en el mejor de los caso, mantenerlos aislados en sus campos o en sus barrios.

             Nabil Moreno, Presidente de la Comunidad Musulmana de Torre Pacheco, que llegó a España hace 25 años, cuenta cómo sólo se les quiere para trabajar. Ni en el municipio ni en su comunidad autónoma de Murcia nadie mueve un dedo para favorecer la integración. Los dirigentes murcianos no vienen cuando se les invita a las fiestas del Ramadán o del cordero, ni a ellos se les convoca cuando son las del pueblo, pese a que representan un tercio de la población. Estamos actuando como si, de acuerdo con Abel Matutes, el emigrante de origen magrebí fuera una máquina alquilada y no un ser humano que ha venido para quedarse.

             Es difícil argumentar con los energúmenos que han ido a Torre Pacheco a salvar España, pero quienes están cerca y disponen de la capacidad de decidir, deberían pensar en las consecuencias materiales de algo tan inmaterial como el odio al moro. Se ha dicho que Torre Pacheco produce 160.000 toneladas de melones que inundan los mercados europeos. Los empresarios del pueblo saben que sin los emigrantes magrebíes el negocio sería una ruina. ¿Por qué este detalle no preocupa a los instigadores del odio que vienen de fuera, ni a los partidos políticos que esperan hacer su agosto con las astillas de este tipo de conflictos? Esta especie de suicidio económico, en nombre de ideologías patrióticas, debería dar que pensar porque señala un mal histórico que ha hecho mucho daño.

             Francisco Márquez Villanueva, que tan bien ha estudiado la expulsión de los moriscos (1609-1614), pone de manifiesto que la catástrofe económica y social que supuso aquella expulsión sólo se explica por el empecinamiento ideológico de algunos iluminados, a la cabeza de los cuales se situaba el Arzobispo de Valencia y Patriarca de Antioquía, Juan de Ribera. La política islamofóbica, que Calderón de la Barca ya consideró, en El tuzaní de las Alpujarras, una forma de genocidio, y el historiador Márquez Villanueva, una de las páginas más oscuras de la historia española, se impone contra toda razón filosófica, teológica y jurídica. Aquella España sacrificó lo mejor de su cultura en aras de una fanatismo patriótico, fiel al dictum del Inquisidor Torquemada “hay que matar al cuerpo para salvar el alma”. Nada expresa mejor la estupidez del fanatismo ideológico que las fatales consecuencias económicas. Fueron muchos los que se dieron cuenta y se opusieron a la expulsión pues suponía no sólo dejar de recoger las toneladas de melones que hubiera en toda España, sino privar al país de sus mejores profesionales: artesanos, agricultores de regadío, albañiles, carpinteros. Hasta el propio obispo reconocía “la pobreza que él y todos avíamos de padecer echados los moriscos”. Pero, nada, había que seguir porque “sin heregías y blasfemias de estos”, decía Monseñor, “la tierra se fertilizará y dará fruto de bendición” y, en el peor de los casos, estaba la recompensa en la otra vida.

             Hoy sabemos que el fanatismo patriotero vacía las arcas sin que aporte ganancia alguna espiritual. Si pese a todo tiene tanto éxito es porque activa prejuicios bien arraigados, como éste del miedo al moro, del que urge nos liberemos.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 27 de julio 2025)