"No
hay nación posible sin falsificación de la propia historia"
Renan
Renan
Sefarad:
identidad, convivencia y conflicto es una obra del Grupo Eleuterio
Quintanilla que nos invita a recorrer una parte de nuestro pasado pero no con
la mirada fría del historiador sino con la exigencia moral de la memoria. Bajo
este título se agrupan un libro que argumenta sobre la pedagogía de la memoria,
y en DVD, materiales para uso del alumnado de Secundaria y Bachillerato.
Es un libro de historia rigurosa, de
ahí que los datos que se presentan sea incontrovertibles, pero también una obra
de memoria en el sentido de que los autores de esa lectura del pasado se sienten
interpelados moralmente por ese tiempo lejano. Los distintos materiales que
conforman este libro hablan de hechos que ocurrieron hace siglos, el destino
judío en la España medieval, pero para iluminar nuestro presente. Son
materiales destinados a profesores que tienen la tarea de educar a jóvenes
(pedagogos) en las demandas de verdad y justicia que esconde el pasado más
olvidado.
"En un país gana el futuro
quien llene el recuerdo, acuñe los conceptos y explique el pasado" decía
Michael Stürmer, uno de los
participantes en el Debate de los Historiadores que tuvo lugar en la Alemania
de los ochenta. Lo que se ventilaba en ese famoso debate entre historiadores no
era sólo y no era tanto el conocimiento exacto del pasado, cuanto su
significación para el presente. El epicentro de la discusión era un
acontecimiento pasado -eso que llamamos Auschwitz- y lo que estaba en juego era
su importancia en el alemán actual: ¿podía un alemán actual sentirse orgulloso
de pertenecer a una larga historia llena de triunfos, aunque con la mancha del
hitlerismo, o más bien había que interpretar toda la historia alemana a partir
de ese acontecimiento singular? En el primer caso, Auschwitz sería visto como un episodio más, ciertamente
desafortunado, de una gran historia; en el segundo, estaríamos ante un hecho
mayor que obligaría a revisar la identidad alemana, a renunciar al orgullo de
una historia de triunfadores y a reconocer que el nuevo principio definitorio
de la identidad alemana era "el patriotismo constitucional", una
expresión irónica pues la constitución alemana había sido impuesta por los
aliados tras la derrota de Hitler. Orgullosos, pues, de someterse a unas reglas
de juego democráticas propuestas o, mejor, impuestas por los vencedores.
Ese debate entre historiadores, que
tanto ha marcado la recuperación de la memoria en todo el mundo, ponía en
evidencia la dimensión política de la historia, algo que siempre ha estado
presente pero que ciertos historiadores, creyéndose a pie juntillas eso de que
la historia es una ciencia como la geología porque tiene que ver con hechos,
habían olvidado. Auschwitz pone sobre la mesa la dimensión política y moral del
pasado, es decir, la importancia de la memoria. No se trata de falsificar o
manipular los hechos. Al contrario, hay que tener muy en cuenta los hechos,
pero también los no-hechos, es decir, todo lo que quiso ser y no pudo; todo lo
que quedó en las cunetas de la historia y que el historiadores de los hechos
sólo miran de reojo y valoran como el precio de los hechos.
Ya Hegel advirtió del peligro de la
historia que piensa que lo suyo es conocer el pasado como realmente ha sido. La
historia no fotografía el pasado (en el discutible supuesto de que la
fotografía refleje la realidad como es) sino que lo cuenta, por eso distingue
él entre res gestae (los hechos tal y
como ocurrieron) y la historia rerum
gestarum (el relato de lo acontecido),
que es de lo que se trata. Tomemos la historia de España o de las Españas. Ese
campo de estudio admite muchos enfoques. A uno le puede interesar el estudio
desde el punto de vista del armamento utilizado a lo largo del tiempo; otro, la
evolución del sistema económico o el papel de las lenguas o de la religión. Eso
supone una primera selección al tomar en consideración unos hechos y dejar
otros. Luego está el punto de vista del propio historiador tan ligado a su
presente. El presente se va a convertir en el centro interpretativo del pasado
en el sentido de que lo que queremos ver en el pasado son aspectos que nos
interesan a nosotros y no necesariamente a los actores
de aquel tiempo. Después de Hegel la historia debería entrecomillar su
devoción por los hechos y por la ciencia.
Aunque la historia viene de lejos,
es recientemente, en el siglo XIX, cuando cobra el papel angular que tiene hoy
en día. Su desarrollo espectacular y su importancia social están ligados a la
creación de los Estados-nación en Europa. Para crear una conciencia o identidad
colectiva hay que hacer con el material del pasado un relato que sirviera a los objetivos de la nación. El
historiador Eric Hobsbaum suele repetir un dicho de Renan que pone en evidencia
el carácter de esas construcción históricas: "no hay nación posible sin
falsificación de la propia historia". No hay historia nacional que se
precie que no falsifique su pasado.
Ahora bien, si los relatos
identitarios suelen forzar el pasado, cabe pensar que podría haber relatos que
no los violentaran (sobre esto volveré más tarde). Lo que de momento no está
claro es que eso esté en las manos de esta historia que es promovida por la
política a actor social. Un historiador americano, Emil Funkenheim, expresa en
pocas palabras el papel social de la historia, pero también la hipoteca en
veracidad que eso comporta, al escribir que "cuando los Estados modernos
se convierten en los sustitutos de la religión (y esto ocurre en el siglo XIX),
los historiadores quedan investidos como sumos sacerdotes". La historia
sustituye a la religión en la decisiva tarea social de conformar una identidad
colectiva. Los poderes políticos van a mimar la historia pero a condición de
que esta cumpla la tarea encomendada.
Si la historia tiene que cargar
sobre sus hombres esa responsabilidad social, hay que pensar inmediatamente en
la escuela. El historiador es el primer maestro de escuela. Puede escribir en
diarios o crear ensayos pero donde se le espera es en la escuela. El relato
sobre la identidad colectiva donde puede y debe prender es en la formación del
ciudadano. En vez de educación para la ciudadanía, la formación del patriota.
España no ha sido una excepción.
También aquí la historia que nos han contado ha estado al servicio de una
determinada visión política. El libro se refiere a los estudios de Ramón López
Facal sobre la enseñanza de la historia en la escuela siempre al servicio de la
nación, subrayando factores como la pertinencia a un mismo territorio, la
posesión de rasgos caracteriológicos comunes y la profesión de la misma fe. Con
estos materiales pueden hacerse combinados tradicionalistas, liberales y hasta
institucionistas, pero con más semejanza que divergencias. La llegada de la
democracia trajo entre sus novedades la figura de las comunidades autónomas que
han supuesto un cambio en lo relativo a los rasgos propios. Se han subrayado
rasgos como la propia lengua, donde le hubiere, así como los hombres y nombres
del lugar, pero sin que esos relatos diferenciados cambien lo
substancial, a saber, contar una historia en función de los intereses políticos
dominantes. Al contrario, bien se puede decir que pese a diferenciación de
relatos se ha agravado la dependencia política de la historia, haciendo honor
al dicho de Renan.
A quienes ven el mundo con los ojos de una
cultura conservadora -políticos, medios, periodistas, escritores o ciudadanos
de a pie- esta pluralidad de discursos les resulta insoportable. Lo que no
soportan es la relegación de los rasgos comunes, nacionales, a manos de lo local. La pluralidad de relatos
pone en peligro la transmisión de lo que cohesiona. La que fuera pintoresca
ministra de educación, Esperanza Aguirre, o el expresidente José María Aznar,
lanzaron una campaña de reconquista del relato histórico a la vista del
"calamitoso estado de la enseñanza de la historia en nuestro país".
Es verdad que esta barra libre en cuanto a relatos históricos autonómicos roza
no pocas veces el esperpento, pero lo cierto es que en lo tocante a
instrumentalización del pasado, van a la par. El cambio que se pedía desde esta
sensibilidad política no afectaba pues al modo de leer el pasado sino a la
parte del pasado narrado: limitado al terruño, en unos casos, o al conjunto del
territorio, en el otro.
De cambio substancial sí hablaban,
por el contrario, otros y desde antiguo. El libro cita a Santiago Ramón y Cajal
que veía urgente "volver a escribir la historia de España para limpiar de
todas esas exageraciones con que se agigante a los ojos del niño el valor o la
virtud de su raza. Mala manera de preparar a la juventud al engrandecimiento de
su patria es pintarle esta como una nación de héroes, de sabios y de artistas
insuperables". Habría que dejar atrás esas lecturas sublimadas y falaces
del pasado, asunto nada fácil porque una lectura crítica del pasado nos afecta,
pone en entredicho nuestras seguridades y hace aflorar incómodas
responsabilidades de los nietos sobre los abuelos (sobre lo que hicieron los
abuelos y sobre lo que les hicieron).
Pese a su dificultad, algo empieza a
moverse, como bien señala el autor colectivo del libro. Hemos asistido en los
últimos años a declaraciones de los gobiernos australiano, inglés, francés,
estadounidense, alemán, entre otros, que
han reconocido comportamientos xenófobos, racistas o criminales en su relación
con otros pueblos colonizados o con parte de su propia población. El primer
ministro británico, Gordon Brown, pidió perdón "por la vergonzosa
exportación de miles de niños", secuestrados en unos países para ser
llevados a puntos del Imperio Británico, como Australia o Nueva Zelanda, para
explotarlos en granjas o para asegurar la presencia de la raza blanca en el
seno de tanto bárbaro indígena. También Barack Obama pidió perdón en nombre del
pueblo estadounidense por la esclavitud y la segregación racial. Lo mismo hizo
la Asamblea Francesa con la ley Taubira pidiendo perdón por la trata de
esclavos o el presidente Chirac, reconociendo el comportamiento criminal del
gobierno de Vichy. Los casos se han ido multiplicando en muchos países, de ahí
que los autores se pregunten por España: ¿cómo se han, cómo nos relacionamos
los españoles contemporáneos con nuestro pasado?
El balance no es nada brillante. El
debate que ha tenido lugar en España en torno a la memoria historia -referida a
cómo se hizo la transición política- da idea del escaso lugar que ocupa la
memoria en la conciencia política de la España actual. Pero el libro se centra
en otro momento del pasado, clave para la conformación de la identidad
nacional: ese final del siglo XV, el de Isabel y Fernando, en el que se produce
la unidad nacional y, al tiempo, la expulsión de los judíos ( un siglo después
la de los moriscos) y la conquista de América. Se desaprovecharon las fastos
del Quinto Centenario, en 1992, para elaborar una revisión crítica de ese
pasado. En su lugar, una vergonzosa rememoración envuelta en una descafeinada
ideología del "encuentro". Ni siquiera estuvimos a la altura de los
Brown, Obama o Chirac.
¿Y respecto a la expulsión de
Sefarad? Nuestro texto se centra en el destino de Sefarad que es analizado con
mimo como un caso privilegiado del significado de la memoria. Decía Américo
Castro, pensando en los jóvenes de la posguerra que se preguntaban atónitos por
la sinrazón de tanta crueldad, que si querían entender algo tenían que mirar al
pasado: "Los
jóvenes españoles ignoran que las expulsiones, emigraciones y contiendas
civiles han sido motivadas por circunstancias mal explicadas en los libros, y
que los separatismos españoles -reprimidos o atajados por la fuerza- derivan de
motivos muy lejanos, de determinados modos de conducirse la gente peninsular y
de circunstancias históricas o desconocidas o no puestas de relieve con fines
constructivos o remediadores". Uno de esos "motivos muy lejanos"
fue la incapacidad de los españoles de conformar una identidad que supusiera la
convivencia de los diferentes. El autor del libro cita a Juan Goytisolo que sopesa
justamente esa unidad de España cimentada sobre la expulsión de los judíos y
moriscos como "el desgaje brutal de ocho siglos de cultura eurosemita del
tronco de la cultura europea". La cultura europea, en general, y España,
en particular, perdió con su nueva identidad una parte substancial de sí misma.
Se constituyó como una identidad excluyente y, al tiempo, sin el Geist propio de lo judío y de lo árabe.
Es posible que nuestra difícil relación con la memoria tenga que ver con ese
"desgaje brutal" de la cultura semita tan anamnética ella.
Sefarad, en el devenir de España, no
es un episodio más. Es una herida abierta que cuestiona toda identidad
colectiva que haya sobrevenido a la expulsión de un lugar y de un tiempo en el
que estaban los judíos españoles por derecho propio (al menos el mismo derecho
que pudieran tener los que les expulsaron)
pero del que fueron privados por la fuerza. Estaríamos ante una
injusticia histórica que plantea su correspondiente reparación, aunque sea
simbólica. En esta línea habría que situar la concesión de la nacionalidad
española a descendientes de sefardíes acordaba por un Gobierno de Felipe
González y reactivada por el de Mariano Rajoy. Una medida, a todas luces
insuficiente pero que tiene el mérito de reconocer una deuda histórica.
Pero la cosa tiene más alcance
porque la herida no sólo se la hemos infligido a los expulsados sino a nosotros
mismos, los herederos de los expulsadores. En buena lógica estamos obligados a
vernos de otra manera. ¿ Qué cómo? visibilizando lo ausente. Veamos.
Sefarad, con la expulsión en 1942,
desapareció de la escena española. Digamos que está ausente de nuestro
presente. Lo que pasa es que esa ausencia no hay que entenderla como
inexistencia. No es lo mismo estar ausente que no haber sido nunca. Lo ausente
tiene una forma de presencia que no tiene lo inexistente. Me he remitido en
otros lugares a El Quijote para
explicar esta idea. En el capítulo VIII el autor del libro nos dice de sopetón
que no puede contarnos cómo acaba la famosa pelea entre el Hidalgo y el
Vizcaíno y no porque le falte inspiración sino porque se le ha acabado el
documento que le sirve de base, por eso pide perdón a sus lectores porque
"no halló más escrito de estas hazañas de Don Quijote". O sea, que el
famoso libro cervantino es una trascripción de un escrito anterior. Bueno, en
el capítulo siguiente el autor nos dice que no nos quiere dejar sin saber cómo acaba
aquello, por eso se va a Toledo donde en un barrio de mala reputación, poblado
de aljamiados, se trafica con papeles. Un jovenzuelo se le acerca con un
escrito que él no entiende pues está en árabe. Pide que se lo traduzca y ¡oh
cielos¡ cuenta cómo acabó la pelea y demás historias. Para mayor asombro del
lector que somos nosotros se nos dice que el autor de ese texto en árabe, que
sirve de base al autor de El Quijote,
es un moro, Cide Hamete Benengelli. El gesto de Cervantes con este historia
está lleno de intencionalidad: lo que celebramos como cumbre de las letras es
la traducción de un fenotexto o texto originario, escrito, no lo olvidemos, en
una lengua maldita y prohibida (cuando Cervantes escribe el árabe llevaba ya 37
años proscrito en España). Lo que es significativo es que este gesto cervantino
lo encontramos en otros muchos autores. Hay como una cultura mestiza o
aljamiada, esto es, autores que escriben sus textos en castellano pero que los
presentan como traducciones del árabe o de otra lengua desaparercida. Tal es el
caso de El Libro del Caballero Zifar
(1512), de Ferrán Martínez, que remite a un original escrito "en caldero y
latín" o La historia verdadera del
Rey don Rodrigo, 1591, de Miguel de Luna, originariamente compuesta en
árabe o la Historia de los bandos de los
Zegríes y Abencerrajes, caballeros moros de Granada, 1619, del zapatero
murciano Ginés Pérez de Hita, que también remite a un escrito anterior en
árabe. Todos estos escritos corresponden a un tiempo en el que el árabe, que ha
sido una lengua española durante ocho siglos, está proscrito. El gesto
intelectual de todos esto autores es hacer del árabe parte de España. En eso
consiste la visibilización de lo ausente.
La injusticia histórica que supuso
la expulsión de Sefarad cuestiona una identidad colectiva, la nuestra,
construida sobre esa exclusión. Eso vale para la identidad política, pero
también para la linguística. A la hora de definir la identidad nacional o el
nacionalismo invocamos factores como la sangre, la tierra, las costumbres, la
religión y la lengua. La lengua propia es el de mayor autoridad pues al no ser
algo tan pedestre como la sangre y la tierra, ni tan recibido pasivamente como
la religión o las costumbres, relacionamos la lengua propia con el pensar
propio, es decir, con la libertad, la autonomía y, por qué no, la
autodeterminación. Pues bien, tampoco la lengua propia es inocente, es decir,
tampoco es evidente que tengamos lengua propia.
Para explicitar este aserto, remito
al penetrante análisis que hace Jacques Derrida en su texto "El monolingüismo del otro",
un título paradójico pues da a entender que la lengua que uno habla es de otro.
Derrida ahí analiza su relación con el francés, pero con la intención de aclarar la relación de
cualquier hablante con su lengua "materna" o "natural".
Para entender esa relación de
Derrida con su lengua, el francés, hay que tener presente que él es un
"pied noir" judío, es decir, alguien que, al ser judío, es francés
por decreto (Decreto Crémieux, 1870) y no por nacimiento. Un decreto que fue
luego revocado por el Gobierno antisemita de Vichy (desde 1940 a 1943).
Tengamos igualmente en cuenta que Derrida nace y crece en Argelia (no saldrá de
allí hasta los diecinueve años), una colonia francesa en el África de habla
árabe. Si tenemos en cuenta, como decía Max Aub, que "uno es de donde hace
el bachillerato", tendremos claro que Derrida tenía conciencia de ser un
francés que no ha nacido precisamente en Paris sino en los márgenes.
Estas circunstancias condicionan su
relación con el francés caracterizada, según él, por un triple
"interdit" (prohibición, restricción, exclusión). El primer
"interdit" afecta al hebreo que debería ser la lengua de sus
ancestros pero que sus padres desconocen; el segundo, se refiere al árabe, la lengua del lugar pero
que el ocupante francés ha declarado lengua extranjera; el tercero se refiere
el francés que él habla, como sus padres, pero que es un francés impuro, con acento, que suena
extraño al francés de la metrópoli.
Eso le lleva a la conclusión de que
el francés que habla es una lengua impuesta, violentamente impuesta, pues él la
habla al precio de una triple negación lingüística: no puede hablar el hebreo,
la lengua de la madre; tampoco el árabe, la lengua nativa; y tampoco le es
accesible el buen francés de l'Ile de France. Su lengua no es, en definitiva,
ni natural ni materna.
Esa relación de Derrida con la lengua podría
ser interpretada como la propia de un colono, experiencia tantas veces repetida
por los pueblos conquistadores. Derrida, sin embargo, no se refugia en esa
cómoda explicación sino que tiene la osadía de universalizar su caso, es
decir, eleva su experiencia singular a
categoría. Lo que nos quiere decir es que sólo podemos decir que poseemos una lengua -y que esa lengua es la materna o natural- si media un gesto de imposición, de apropiación violenta y
de negación de otras lenguas.
La violencia, en efecto, acompaña
tanto el gesto de imposición violenta de una lengua -evidente en el caso del
colono o del conquistador que imponen su lengua y persiguen la autóctona- como
en la transmisión en España de una lengua como el castellano (o el catalán) que
se ha impuesto porque en su momento se proscribió el árabe y el hebreo.
Recurrir a la autoridad de la lengua propia para construir sobre ella una
identidad colectiva sólo puede hacerse al precio de ignorar la violencia que
acompaña a esa lengua sobreviviente. Los nacionalismos tendrían entonces que
buscar argumentos legitimadores fuera del campo lingüístico.
La necesidad de deconstruir
críticamente los baluartes canónicos de las identidades colectivas, obliga a
tomarse en serio lo de reconstruir la historia nacional. Helmut Dubiel, que fue
director del Instituto de Investigaciones Sociales, la casa madre de la famosa
Escuela de Frankfurt, sostiene la tesis de que
“aumentan los signos de trasformación de una forma de legitimación estatal, en
clave positiva tradicional, hacia una
forma de legitimación democrática que integra la memoria del duelo por la
injusticia colectiva perpetrada en el contexto de la propia historia”. Esto me
parece clave. Estamos pasando de una forma de legitimación colectiva, basada en
la tradición, a otra, mucho más democrática, que integra la memoria de los
sufrimientos causados por el colectivo al que pertenecemos. Lo que guiaría en ese caso la reivindicación
nacionalista no sería los agravios sufridos cuantos los causados. Los elementos
determinantes para una identidad
colectiva no sería los que nos han llegado sino los que han sido excluidos por
los que han llegado.
El
lector de Sefarad: identidad, convivencia
y conflicto debe saber que estamos ante unos materiales eminentemente
didácticos, rigurosos en la información histórica y exigente en la búsqueda de
su significación actual. Su carácter pedagógico se advierte en la claridad de
la escritura, en la precisión de las preguntas, así como en el suministro de la
información y en el recurso a los soportes convencionales e informáticos.
Consiguen así explicar bien lo que pasó y cómo pasó. Pero no se detienen en la
aclaración del pasado. Se preguntan además el impacto de ese pasado en el
presente, la vigencia de prejuicios y estereotipos que vienen de tan lejos. El
Grupo Eleuterio Quintanilla, que ya habían demostrado su buen hacer en otro
proyecto didáctico de gran alcance -Pensad
que esto ha sucedido. Guía de recursos para el estudio del holocausto-
vuelve a poner en manos de cualquier lector inquieto, además lógicamente de
profesores, padres y alumnos, unos valiosos materiales para entender y valorar
una de las claves más decisivas y más ignorada de nuestra historia. Sefarad.
Reyes
Mate (septiembre 2015)