Volátil es en este momento el gusto
político de los españoles y por eso resulta aventurado marcar preferencias con
sólo otear el horizonte. El entusiasmo o, más modestamente, la buena acogida
que han tenido las candidaturas de Ángel Gabilondo y de Luis García Montero,
para disputar la presidencia de Madrid, por parte del PSOE y de IU,
respectivamente ¿están dando a entender algo nuevo o todo se reduce a la
curiosidad del momento?
Razones hay para pensar que el
personal está harto de un determinado tipo de político y que está esperando a
otro, no muy lejano del que encarnan estos dos nombres.
Las encuestas reflejan una y otra
vez el descrédito de la clase política. Ya ni los militantes se fían de los
suyos. Hubo un tiempo en que la sigla todo lo amparaba y sanaba y perdonaba. Ya
no. Ahora nos fijamos en las personas que salen a la palestra. Les miramos a
los ojos para ver qué transmiten y de paso echamos un vistazo a su historial.
Nos importa poco su hoja de servicio partidaria: que si desde pequeño ya
medraba por los recovecos de la organización, que si concejal o ministro. Todo
eso lo dejamos de lado como si fuera un informe burocrático que sólo vale para
contabilizar trienios. La mayoría de los políticos que exhiben los partidos
políticos más afianzados tienen esa pinta de decadencia y falta de glamour. Al
menos así los vemos. En esta lista de encanto amortizado están la mayoría de
rostros que no son tan familiares.
Tipos como Gabilondo y García
Montero tienen otro aire. De entrada son intelectuales, es decir, gente que ha
pasado muchas horas mirando a la paredes -estudiando- pero también no perdiendo
ripio de lo que pasaba en la calle. Tienen mundos propios, construidos en años
de soledad, pero han aprendido a escuchar las voces que vienen de fuera y
distinguirlas de los ruidos. Por eso son intelectuales y no sólo eruditos.
Si el público les brinda su
confianza es porque intuitivamente ve en ellos madera con la que labrar el perfil del hombre público que
se necesita. Aristóteles lo clavó hace veintitantos siglos y el célebre
filósofo no necesitó zambullirse en la metafísica para extraer sus perlas. Lo
que dijo es tan de sentido común que lo asombroso es que nos asombremos de lo
que dijo.
Dice este griego ilustre -maestro
que fue del Gran Alejandro- que el político tiene que ser virtuoso. No un
listillo, sino virtuoso. Y como hoy esto de la virtud suena a beatería,
conviene recordar lo que él entiende por virtud política. Consiste, en primer
lugar, en tener conocimientos apropiados a la función que se quiere desempeñar.
No valen compañeros de pupitre para ser banqueros, ni mandos intermedios que
andaban mal en matemáticas para ministros de fomentos, ni amigas indocumentadas
que por ser leales son convertidas en asesoras de investigación y ciencia, que
de todo ha habido. Lo primero pues es competencia. En segundo lugar, madurez, esto
es, haber demostrado antes que uno es
alguien, que en su círculo tiene prestigio porque cumple. Y, finalmente, que
sabe decidir en situaciones conflictivas. Haber dejado constancia de que, cuando toma decisiones, aguanta las
presiones. A estas tres notas añade un aviso, a saber, que el político, un
hombre público, no es virtuoso porque haga cosas buenas, sino que hace cosas
buenas porque es virtuoso. Puede sonar la flauta por casualidad, pero el bien
hacer es el resultado de mucha gimnasia intelectual y moral. Al poder hay que
llegar llorado y duchado.
Entre este modelo de hombre público
y el político profesional que tenemos hay un abismo. Del primero cabe esperar
que atienda a razones, es decir, que argumente sus decisiones, que valores las
razones del adversario, que busque lo que une y que reconozca los errores. Del
segundo ya sabemos que todo lo mide con la lógica del amigo/enemigo. El rival
es un enemigo que nunca podrá tener razón. Y como el único objetivo que vale la
pena es el poder, todo, absolutamente todo -desde la verdad hasta la
vergüenza-debe someterse a sus exigencias.
Precisamente porque hay un abismo
entres los dos modelos, será difícil que prosperen los Gabilondo o García
Montero. Para muchos de los que conforman el armazón de los partidos políticos,
la profesión política es su habitat
profesional. El cambio de perfil supone un proceso de regeneración y eso sólo
sería posible si los partidos políticos descubrieran una verdad, vieja como sus
propios orígenes, según la cual los partidos están al servicio de la sociedad y
no en su propio beneficio.
Luego están los otros, los que
tienen realmente el viento a favor porque son biológicamente jóvenes o así lo
parecen. Tienen en común con los intelectuales que no pertenecen a la
"casta" de los ya establecidos. Les diferencia, sin embargo, que los
unos, los intelectuales, se presentan con el aval de la virtud política y los
otros, los recién llegados, como Podemos
o Ciudadanos, la tienen que demostrar.
Reyes
Mate, (El Periódico de Catalunya, 18
de marzo 2015)