Decía Paul Ricoeur que cuando mueren
los testigos de un acontecimiento pasado la memoria se disuelve en historia, es
decir, dejamos de preguntarnos por el sentido que aquel pasado pueda tener para
el presente y nos concentramos en conocer lo mejor posible qué fue lo que
ocurrió. Esta idea, que tantos historiadores y ensayistas comparten, se puede
aplicar a la I Guerra Mundial pero en absoluto a Auschwitz. Una y otro son
acontecimientos pasados pero están hechos de distinta pasta.
Los historiadores, en efecto, han
explicado satisfactoriamente cómo y por qué ocurrió la Gran Guerra, pero no hay
manera de explicar el por qué del holocausto judío. Es verdad que conocemos al
detalle cómo ocurrió, pero sigue siendo incomprensible. No hay proporción entre
las causas aducidas y lo que realmente tuvo lugar. Se dice, por ejemplo, que
los judíos eran los amos de las finanzas del mundo, pero ¿cómo explicar que
asesinaran a los más pobres? Otros dicen que controlaban el poder , pero
entonces ¿cómo explicar el asesinato de un millón de niños?... El pueblo judío
fue condenado a desaparecer no por algo que hicieran sino por el hecho de nacer
judíos. Esa monstruosidad llevada a cabo ante la indiferencia del noventa por
ciento de los europeos, pero con la complicidad de importantes sectores de la
sociedad, eso es lo que no hay manera de explicar razonablemente.
Pero lo incomprensible e impensable
ocurrió. Y eso lo tenemos que recordar. La memoria no consiste tanto en
acordarnos del tormento que padeció el pueblo judío cuanto en tener presente
que el ser humano hizo lo que ni siquiera fue capaz de imaginar. Esa memoria es
la que nos puede salvar de nuevas barbaries. Por eso el significado de
Auschwitz perdura a lo largo del tiempo y no se agota con la muerte de los
supervivientes. Si lo que caracteriza a la memoria es hacer valer la dimensión
moral del pasado para el presente, lo que hay que decir es que la memoria de
Auschwitz sigue vigente.
Los testigos de aquel infierno cifran
esa dimensión moral en el valor que demos al sufrimiento de las víctimas. Si
queremos hacerlas justicia y que la barbarie no se repita, lo que se nos pide
es que entendamos "que el sufrimiento es la condición de toda
verdad". Ese mandato, bien pensado, obliga a mucho porque nos exige pensar
la política y la ética, por ejemplo, como respuestas al sufrimiento ajeno. Algo
tan ritual como "recordar
Auschwitz" debería significar pensar la política en tiempos de crisis teniendo
en cuenta sus consecuencias entre la población más vulnerable. Es verdad que no hay político que se precie que no
intente paliar los efectos dañinos de sus decisiones, pero lo que es indudable
es que las toman guiados por otros
intereses, llámense mercado, votos o poder.
Tan cierto como que el sentido moral
de la memoria no se jubila a los setenta años, es que estamos asistiendo a su
envejecimiento. Pensemos en la Unión Europea, un proyecto que nació, como no
dejaba de repetir Jorge Semprún, en los campos de concentración. Mientras
estuvo viva esa memoria en los políticos, Europa se fue construyendo. Cuando ha
aparecido una generación de dirigentes, cansados de mirar hacia atrás, se
enfocan los conflictos que van apareciendo con una mentalidad nacionalista.
Angela Merkel quiebra un modo de entender la política, basada en la
responsabilidad histórica, que sí tuvieron los Adenauer, Brandt, Schmidt y
Kohl.
En España está ocurriendo otro
tanto. Menudean los historiadores, escritores y políticos que dicen estar
hartos de tanta memoria. ¡Pero si lo que ha mandado y manda es el olvido!. Como
Auschwitz nos queda lejos, concentran sus ataques en la memoria de la guerra
civil o de la transición política. Dicen, por un lado, que la memoria abre
heridas innecesariamente porque aquí ya se produjo la reconciliación cuando los
hijos de los vencidos y de los vencedores se encontraron en el antifranquismo.
¡Como si el abrazo de Fraga y Carrillo borrara las responsabilidades del
franquismo y del estalinismo¡ Otros, como Javier Cercas, en su novela El Impostor, ataca la memoria histórica
porque es el humus de una hipocresía
social que hemos debido de cultivar al por mayor durante la transición y
después. Al parecer aquí nadie era algo si no se inventaba un pasado
antifranquista, como hizo el protagonista de su novela, Enric Marco,
fabricándose un historial de deportado en un campo de concentración en el que
nunca estuvo. Enric Marco no es desde luego el primer impostor de la serie. En
Alemania hubo varios, algunos muy sonados. Pero a nadie se le ocurrió
desprestigiar la memoria sino intensificar sus controles para salvaguardar una
figura, la memoria de los testigos, sin la que Auschwitz perdería toda su
capacidad interpelativa, esa que hoy actualizamos.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 3 de
febrero 2015)